¿La crueldad diaria nos excusa a hacer del sufrimiento real, en vivo y directo, un espectáculo? ¿si no acabamos con la ganadería entera entonces no podemos oponernos a una pedagogía de la crueldad más?
Lydiette Carrión
Van mis golpes de pecho: vengo de una familia de rancheros. Acabaron media selva veracruzana para que el ganado pastara, engordara, diera leche y terminara devorado. Tengo un antepasado al que quise mucho pero que es una suerte de héroe de los ganaderos de la Suiza veracruzana: fraccionar selva y convertirla en potreros. Del lado patrilineal vengo de una familia que ama las corridas de toros. Otro antepasado escribió una loa freudiana sobre las corridas: un torero cargado de luces que penetra a la bestia oscura, o más bien se deja penetrar por ellas.
Al venir de una familia de ganaderos (al menos una parte) cuando expuse mi incomodidad frente a las corridas, me dijeron (otro hombre, muy querido): eso es de citadinos, esa culpa pequeñoburguesa de quien no ha convivido con la vida y la muerte en términos diarios. Y le creí: claro, ¿cómo escandalizarse de la muerte de un animal, si para dar de comer a la ciudad, se matan decenas, centenas, miles de animales diario? El sacrificio del toro de lidia, ¿vale más que el de lo cientos de becerros que se realizan para servir carne todos los días?
En aquel momento no pude responder. Lo hago ahora con otra pregunta: ¿la crueldad diaria nos exime de hacer del sufrimiento real, en vivo y directo un espectáculo? ¿si no acabamos con la ganadería entera entonces no podemos oponernos a una pedagogía de la crueldad –otra más–?
Las manecillas del reloj y el tiempo que implica la arena de toros. Aquel antepasado que escribió freudianamente de las corridas… se detenía y deleitaba en los vestidos hiperfemeninos de los matadores. El llamado hacia el toro, para que embista… ¿qué despojo habrá sido primero, la capacidad de dar vida o la capacidad de dar muerte?
Vengo de una familia de señores que, como muchos señores, su principal orgullo es civilizar. La tortura, la muerte y el dolor, dicen, que se queden en la plaza, donde hemos puesto un cerco a la irracionalidad. ¿Pero es que es así? El significante siempre salta las trancas… y ese hombre blanco antepasado va instalando su cultura de muerte y despojo a donde vaya.
La memoria de ese antepasado, blanco y más alto que las mujeres que lo atienden en su rancho. Un rancho que no habita, porque el hombre blanco vive en la ciudad. Sólo visita esta tierra hermosa y herida que le deja muchas cabezas de ganado para vender; viene y pone orden. Civiliza.
Unos huevos rancheros, un jugo de naranja, y pan con miel. Siempre la miel. El goce de los frutos. Y luego los pastizales sin fin. Y el ganado: el olor a melaza en el excremento de las vacas, los ojos tan mansos. La ordeña. Mi momento feliz de la infancia: leche bronca con una cucharada de azúcar, recién ordeñada de la ubre. Pero también el miedo, el miedo a ver esos animalotes sueltos en los pastizales. ¿Si se enoja, vendrá hacia mí? ¿Cuántas toneladas pesará cada uno? ¿qué pasa si se echa a correr y me persigue? ¿Alcanzaré yo la tranca para ponerme a salvo? ¿en mis huaraches y shorts? ¿Es que de ese miedo viene el odio? Pero yo no odio, contemplo. Su fuerza, y sus ojos mansos, y sí, su enojo cuando alguien se acerca demasiado…
23 años y primer empleo formal. Otra confesión: trabajo en la entonces Asamblea Legislativa del Distrito Federal, en un comité presidido por un priista. Mi trabajo: corrección de estilo, el eslabón más bajo de esta cadena de poderes… justo como cuando niña iba en huaraches a contemplar las vacas.
Es inicio de los dos miles y una vez más alguien ha propuesto prohibir las corridas de toros en la ciudad. Sabemos que no pasará. Parece un tema menor, pero gente muy poderosa «ama» las corridas de toros. Lo dicen en los pasillos de la Asamblea, en los cotilleos de este minicongreso de juguete. El equipo editorial está en contra de las corridas; el equipo priista a favor. Al final, se decide que haremos una visita, casi como salida escolar, para entender el arte.
La curiosidad ha podido más que mi repulsión. Además ¿acaso no siempre en mi familia han dicho que aquellos que se oponen no las comprenden? Qué difícil es remontar el superyo patrilineal.
Las abogadas priistas se han puesto sus mejores galas de corte español: pantalones de cuero y sacos; los abogados priistas usan sombreros españoles; alguien lleva una bota para beber vino. A diferencia de otros eventos multitudinarios a los que he asistido (pienso en la lucha libre, los conciertos al aire libre en la UNAM, el cine), aquí la mayoría de los asistentes son blancos y asisten con ropa fina; mujeres de cabellos claros; hombres jóvenes de cabello bien cortado. Bien comidos, bien vestidos.
Hay flores y vestidos hermosos en la plaza. Hasta me alegro. Quizá sí, quizá haya algo que rescatar, pienso. Quizá, como dicen, es necesario rescatar este ritual milenario que simboliza el tiempo fuera del tiempo. Finalmente, ¿qué pueblo humano no ha tenido una práctica violenta? Hay en efecto, una expectativa por el derramamiento de sangre. Y en efecto hay un ambiente mítico: el tiempo se detiene. Es cualidad de los rituales masivos, esa energía que pasa de cuerpo en cuerpo. Lo entiendo.
Pero cuando empieza la muerte, no lo puedo evitar: los gritos de apoyo al torero y el sufrimiento del toro. ¿Por qué todos apoyan aquí al torero, el que tiene ventaja? ¿Qué de heroico hay en matar así? ¿Por qué nadie piensa en el sufrimiento del toro? ¿No es obvio que está asustado, que está aterrorizado? ¿Qué poema hay en aterrorizar a un animal? No lo puedo evitar: me echo a llorar, y deseo –sí, es un deseo homicida– que el toro cornee al torero. ¿Están aquí todos por eso? ¿Deseamos que corneen al torero? A través de las flores y el traje de luces y las explicaciones rebuscadas solo veo algo: es valiente, sí, pero no tanto como creemos. En realidad para probarse mata a otro ser que, sabemos, no saldrá vivo de aquí. De cientos de toros que entran a la plaza, sólo saldrá vivo uno o dos.
¿Hay valentía en esto? Tanto como hay valor en las peleas de borrachos, en las invasiones a otros países, en los soldados que asuelan una población.
Salgo llorando, mis compañeros vienen felices. ¿Por qué me afecta tanto a mí y no a los demás? No lo sé, pero sé que jamás volveré a venir, en lo que me resta de mi vida.
No he dejado de amar a mi familia. Pero aquel día dejé de creerles un poco.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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