Lo que une a Padura y Ramírez, además del beisbol, es su pertenencia a dos de los países menos democráticos de América Latina. También la práctica de una literatura que, sin renunciar a la crítica social, no milita de manera directa, estridente o estrafalaria en contra del régimen
Texto: Ernesto Núñez Albarrán / @chamanesco
Foto: Fernando Carranza García / Cuartoscuro
GUADALAJARA, JALISCO.- A Leonardo Padura se le ilumina el rostro cuando comienza a hablar de beisbol. Sin embargo, lo que va a contar no es una tarde alegre en la que sus Industriales de La Habana se hubieran llevado un campeonato, sino una triste anécdota de la diáspora cubana. El drama de su generación, el drama de muchas generaciones de cubanos.
–Tengo más primos en Estados Unidos que en Cuba– dice el afamado escritor de 13 novelas y una docena de libros de ensayos.
A sus 66 años, Padura aún recuerda su primera historia de exilio. A finales de los años 70, cuando su tío, el único tío con el que hablaba de béisbol, anunció a la familia que partía.
Antes de contarla, Padura abre un paréntesis para saludar a su amigo Sergio Ramírez, el escritor nicaragüense que ocupa un lugar en una silla de primera fila, en medio del público que colma el auditorio Juan Rulfo de la Expo Guadalajara.
–Hace unos 15 minutos hablaba con mi amigo Sergio Ramírez de nuestra pasión en común… el beisbol– dice Padura volteando a ver su colega, que responde con una sonrisa y asintiendo con la cabeza.
Padura vuelve a su relato:
–La despedida era como un velorio; la gente que se iba de Cuba se iba para siempre– cuenta.
Eran los años dorados de la Revolución. La gente que abandonaba la isla dejaba de existir, era borrada de los registros; sus propiedades, si las tenía, eran confiscadas por el Estado, y todos sabían que perdían el derecho a volver.
En 1992, cuando Padura pudo salir de Cuba por primera vez, visitó en Nueva York a su tío, quien le regaló una gorra de los Mets y un abrigo inapropiado para el clima de Cuba. Desde luego, jamás ha utilizado.
–Cuando le pregunté a mi tío si se acordaba de aquella despedida familiar, me dijo: “nah, no me acuerdo de nada”. Había borrado ese momento de su memoria, quizás para su propia supervivencia –relata Padura.
La gorra de los Mets que une a Padura con su tío es muy parecida a la gorra de los Yankees que une a Marcos y Horacio, dos personajes de su más reciente novela Como polvo en el viento, la historia de un grupo de cubanos unidos por la crisis de los años 90 y separados por el exilio.
En la novela (motivo por el que 200 personas estábamos ahí escuchando a Padura), Marcos recibe la gorra como obsequio de Horacio, amigo de sus padres que 13 años antes había decidido partir luego de la misteriosa muerte de Walter, otro miembro del grupo de amigos, cuyo asesinato o suicidio no es resuelto en la novela por el conspicuo Mario Conde.
De hecho, en esta novela no aparece Mario Conde, el álter ego de Padura que, en su novela anterior, La transparencia del tiempo, llega a los 60 años con el dilema de cómo convertirse en un viejo venerable y no en un viejo de mierda.
Es notorio que el hombre que habla en la FIL de Guadalajara ha superado con creces el dilema vital del policía Mario Conde.
Antes de dictar su conferencia sobre “Como polvo en el viento”, ha recibido la medalla Carlos Fuentes de manos de Silvia Lemus. Una medalla conferida en 2020, que permaneció guardada un año hasta que la pandemia permitió la condecoración presencial.
Con la medalla colgando de su cuello, Padura habla y habla, vuelve una y otra vez al tema del exilio.
Refiere que la gran paradoja de los cubanos en Estados Unidos es que nunca pueden volver a Cuba. Sin embargo, nunca dejan de ser cubanos: “hablan español, bailan música cubana, practican la santería…”.
Y luego están los que nunca se van de Cuba, como él, que sigue viviendo en su barrio, Mantilla, ese rincón de La Habana en el que su padre construyó la casa que hoy habita el afamado escritor.
–Vivir fuera de Cuba, para mí, sería un destierro, más que una elección. A mí lo que me alimenta como escritor es oír a los cubanos, oír hablar cubano; probablemente, no podría ser un escritor si tuviera que vivir fuera de Cuba –sentencia el autor del best seller El hombre que amaba los perros.
Cuando Padura dice esto, Sergio Ramírez se mueve en su silla. Toma la mano de su esposa, que está a su lado, y su estremecimiento lo hace cerrar los ojos y apretarlos.
Ramírez es un escritor desterrado de Nicaragua por la dictadura de Daniel Ortega. El día anterior, en el mismo auditorio, había descrito su exilio con un profundo relato poético dedicado a su biblioteca abandonada en algún lugar de Managua.
Lo que une a Padura y Ramírez, además del beisbol, es su pertenencia a dos de los países menos democráticos de América Latina. También, la práctica de una literatura que, sin renunciar a la crítica social, no milita de manera directa, estridente o estrafalaria en contra del régimen.
En sus múltiples novelas, Padura ha logrado un retrato descarnado de la decadencia de la Cuba del siglo XXI. Jamás ha dicho que el régimen de los Castro sea una mierda; en cambio, ha retratado la vida de mierda de muchos cubanos.
Sus novelas son crónicas profundas sobre la carestía. La corrupción. La pobreza. El exilio. El hambre. Y también los millones de sueños frustrados en las últimas generaciones. Principalmente aborda las problemáticas del “Periodo Especial” y los años posteriores.
–Mi última novela, Como polvo en el viento, es la más visceral de todas; en ella relato lo que traía adentro; la diáspora, que es uno de los grandes dramas de mi generación –confiesa Padura en un momento de la charla, al trazar el eje temático que da sentido a su obra.
Casi como una confesión a sus lectores, el cubano explica que ese tema generacional atraviesa desde la tetralogía de las cuatro estaciones (las cuatro novelas de Mario Conde: Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma, Máscaras y Paisaje de Otoño), hasta Como polvo en el viento, pasando antes por La novela de mi vida, El hombre que amaba a los perros y Herejes.
Además de los saldos generacionales de una Revolución frustrada por el embargo. En la narrativa de Padura son imprescindibles las canciones de Credence Clearwater Revival, los cocidos imaginarios de yuca y carne de puerco, y las botellas de ron exprimidas hasta la última gota mientras las conversaciones infinitas llenan las horas de una espera inútil por un futuro que nunca llega.
(Todos aquellos que sepan quién es El Flaco Carlos y por qué quedó postrado en una silla de ruedas saben de lo que estamos hablando).
Después de este diálogo con sus lectores, Padura se sentó durante una hora a firmar libros en un amplio salón habilitado por la FIL para garantizar la sana distancia.
Cuando estuve frente a él, y mientras me firmaba mi ejemplar de Como polvo en el viento, le recordé a Padura una entrevista que le hice en febrero de 2018 para la Revista R del diario Reforma, y le hice un micro relato de la anécdota que en aquella ocasión le platiqué detalladamente sobre mi encuentro casual con La novela de mi vida –y con su literatura– en una misión periodística ocurrida en el año de 2004.
Padura volteó a verme para ver si el tipo que lo importunaba coincidía con una de las millones de caras que tiene archivadas en su memoria. Me sonrió y me dijo que se acordaba de aquella entrevista y de aquella anécdota protagonizada por Carlos Ahumada, Fidel Castro y un espía chileno. Probablemente me mintió, pero en la dedicatoria que firmó en la primera hoja impresa de mi ejemplar puso: “Para el colega Ernesto, esta historia de cubanos en el viento… y el abrazo de Padura”.
En ese momento, de las páginas del libro surgió la melodía de Dust in the wind, la misma que el clan de amigos de Clara ponían en el tocadiscos de su casa antes de dispersarse en el viento.
Esa misma noche, Padura apareció en el bar La Reforma del hotel Hilton y se sentó con su mujer a cenar en una mesa. En medio del jolgorio de periodistas, escritores, promotores, editores y otras criaturas que aterrizan en Guadalajara siempre que hay una FIL.
Silencioso y discreto, Padura cenó, firmó su cuenta, se levantó y se fue.
Salí tras él. Lo alcancé antes de que llegara al elevador para pedirle que me diera una entrevista. Amablemente me dijo que ya no le daba la vida, pues al día siguiente tendría actividades académicas antes de regresar a Cuba.
El lunes por la mañana me lo volví a encontrar, solo, silencioso y discreto, en el desayuno-buffete del hotel, con pantalones vaqueros, camiseta y huaraches.
Me acerqué a él, nos saludamos y nos tomamos juntos el café más breve de la historia. Comentando todo y nada, pues todo lo que tenía que decir en Guadalajara, en este 2021, ya lo había dicho.
El escritor al que más he leído en los últimos 17 años se me escapó, como polvo en el viento.
No a todos enamoró el discurso de Sergio Ramírez en la inauguración de la 35 Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
Después de los encendidos reclamos de Raúl Padilla (el eterno patrón de la FIL), y del rector de la UdeG Ricardo Villanueva, por la embestida gubernamental –federal y estatal– en contra de los creadores, los intelectuales, las universidades y los foros de pensamiento, muchos de los presentes esperaban que el escritor encargado de declarar inaugurada la feria hiciera una arenga en contra del ogro Daniel Ortega, quien en ese momento jugaría el papel de villano de villanos.
El director de una prestigiada casa editorial llegó a quejarse, días después, de que el discurso del nicaragüense, Premio Cervantes de Literatura y una de las principales figuras de las letras hispánicas, no había estado a la altura de las circunstancias.
Y es que, cuando todo mundo esperaba una condena, el doctor Sergio Ramírez leyó el poema “Alta traición” de José Emilio Pacheco, citó a Rubén Darío y a Juan Gelman. Después hizo un homenaje a su biblioteca, que tuvo que abandonar, junto con su casa, cuando en septiembre le fue librada una orden de aprehensión por parte del gobierno de su país.
“Pienso, quién puede remediarlo, en ese país distante, una cárcel que encierra otra cárcel, un doble círculo que se cierra a sí mismo con una llave herrumbrosa. Los que están presos en las celdas de aislamiento, y los que están presos dentro del país, porque tienen el país por cárcel, bajo la prohibición de abandonarlo. Y estamos los del tercer círculo, que quedamos fuera de esa doble rueda de fierro andando con el país a cuestas… Expatriados, despatriados, desterrados. Extrañados. La ambición de una tiranía es la que de tu propio país se te vuelva extraño. Pero entonces uno vuelve a la poesía… Tres o cuatro ríos, lagos de azures, tigres y palomas, la casa en que naciste, la casa en que viviste, las calles que anduviste, los libros que dejaste atrás. Y como hoy estamos entre libros, en esta gran catedral que se monta y se desmonta cada año, y he allí su permanencia de décadas en la cultura mundial, no puedo sino pensar en la biblioteca que he dejado atrás en Nicaragua, una casa dentro de otra casa, construida a lo largo de muchos años, desde que mi afición impenitente por la lectura me llevó a juntar libros”.
Quienes esperaban que Ramírez se sumara a los reclamos velados a Enrique Alfaro o a Andrés Manuel López Obrador se quedaron esperando.
Y probablemente no entendieron, porque probablemente no entienden –o no saben– que Sergio Ramírez dejó la política hace décadas, y abrazó la escritura.
Por eso dejó para otra ocasión las arengas. Se concentró en los libros, con palabras que, como todo poema, hacen más daño a las dictaduras que las arengas mismas.
Hacerse de una biblioteca que se convierte en un verdadero bosque frondoso toma tiempo, o toma toda una vida. Yo he vivido dentro de ese bosque, y solo yo puedo orientarme dentro de él. Solo yo sé dónde está cada libro, y puedo ir directamente a buscarlo… Ahora todo está en silencio en ese bosque. Imagino los estantes de libros en la penumbra, quietos, en el recinto cerrado, esperando la mano que los devuelva a la vida. La mía, que he vivido entre ellos, dichoso de su compañía. Exiliados también ellos, en su propia soledad”.
Por si alguien no lo sabe, Sergio Ramírez fue vicepresidente de Nicaragua en el primer gobierno de Daniel Ortega, entre 1985 y 1990. Antes, junto con muchos sandinistas, había sufrido la persecución y el exilio, por revelarse en contra de la dictadura de Anastasio Somoza.
Desde que Ortega regresó al poder, en 2007, y desde que se instaló en Nicaragua una dictadura que ha cumplido ya 14 años, Sergio Ramírez ha sido una voz crítica del régimen, una presencia incómoda para el tirano.
En 2008 publicó El cielo llora por mí, la primera novela protagonizada por el inspector Dolores Morales, quien tal como hace Mario Conde en Cuba, recorre los sótanos de la corrupción de la Revolución sandinista siguiendo las pistas para resolver sus casos y retratando, al mismo tiempo, la miserable vida de quienes viven bajo la opresión de Ortega y Rosario Murillo.
La segunda parte de la historia se publicó en 2017, bajo el nombre de Ya nadie llora por mí, y el tercer episodio es Tongolele no sabía bailar, que se desarrolla en medio de las revueltas populares reprimidas brutalmente por el gobierno.
Tongolele es un expolicía al que le caracteriza un mechón descolorido encima de la frente, como el de la famosa cabaretera mexicana. Es el personaje indeseable que el inspector Morales tiene que reencontrar en la novela con la que Ramírez aterrizó en 2021 en la FIL de Guadalajara.
Una advertencia gravita durante el relato: “en la siempre turbulenta Nicaragua, cualquier paso en falso puede provocar el derrumbe definitivo de aquel que decida enfrentarse en algún modo, por ridículo que parezca, al orden establecido”.
Quienes extrañaron al Sergio Ramírez político quizás debieron verlo dos días después de la inauguración de la FIL, en una mesa de discusión titulada “Los diferentes matices de la censura. Desde la presión del gobierno hasta las amenazas de difamación y la autocensura”, que compartió con Jerónimo Pimentel, Raúl Figueroa, Rasha Al Ameer y Gvantsa Jovaba.
El nicaragüense dejó para ese momento la crítica directa reclamada por sus críticos.
–El autoritarismo por su naturaleza siempre tiende a ser inconsecuente con las palabras, e intolerante con la libertad de expresión, ya sea la de informar libremente de hechos como se hace desde el periodismo, se trate de un libro o de creación literaria que ofende al poder público intolerante y autoritario. Los tiranos no tienen sentido del humor, y por lo tanto tienden a ver todo como ofensas a su autoridad y al “derecho divino” a ejercer el poder– dijo Ramírez en su primera intervención en la mesa.
Al asumir el papel de escritor –añadió el nicaragüense– uno puede escoger entre escribir y callarse, o escribir y hablar. La exigencia ciudadana es que si uno tiene una voz hay que usarla. Aun en las condiciones más difíciles, el peor enemigo de un escritor es la tentación de censurarse a sí mismo. Una escritura edulcorada, que no ofenda a nadie, ¿de qué sirve?
Ramírez confesó que, en ocasiones, le gustaría ser un escritor sueco, vivir sin problemas y en absoluta libertad.
Probablemente su biblioteca no sería un bosque en penumbra si estuviera en un pacífico suburbio de Estocolmo. Pero entonces, ¿de qué escribiría Sergio?
–Curiosamente, la situación de América Latina es la que nos lleva a escribir –sentencia.
Para beneplácito de los que buscan notas fáciles en discursos complejos, el escritor no tuvo empacho en denunciar que Nicaragua está sometida a la peor represión que haya conocido en su historia.
Ramírez aseguró que miles de personas han huido. La Prensa, el diario más antiguo de Nicaragua, fue liquidada, intervenido militarmente, y hoy se publica en línea desde el exilio. Medios como los de Carlos Fernando Chamorro –El Confidencial– resisten publicándose desde Costa Rica. La prensa en Nicaragua está en las catacumbas, funciona de manera clandestina.
–En tiempos de Somoza, los periodistas se iban a las iglesias a leer las noticias, y así se enteraba la gente de lo que pasaba. Hoy es en las redes sociales. Ahí es a donde la gente va, para informarse de lo que el régimen no quiere que se sepa. A menos que la tiranía apague las redes, la gente va a seguirse comunicando –relata Ramírez, con un dejo de esperanza.
En esos días, quise entrevistar a Sergio Ramírez.
La editorial Penguim Random House me había dado una cita para dialogar con él, el martes a las 2 de la tarde, pero la cancelaron de última hora.
El miércoles me lo encontré en el lobby del hotel Hilton, caminando con su esposa.
No quise importunarlo. Me acerqué a saludarlo y le dije que lamentaba mucho no haber podido hacer una entrevista como la que habíamos tenido en 2018. Por cierto, en esa entrevista me dijo que, esperaba que el nuevo gobierno que encabezaría López Obrador, diera una firme condena a las atrocidades del régimen de Daniel Ortega.
Sergio Ramírez se quedó esperando esa condena, como probablemente me lo habría dicho en la entrevista que no tuvimos.
Cordial y educadísimo, Ramírez accedió a firmarme los dos libros de la trilogía del inspector Dolores Morales que llevaba conmigo en ese momento. “Con un abrazo”, escribió en el primero; “Con otro abrazo”, puso en el segundo.
Sin que yo le pidiera alguna explicación, me dijo que estaba muy agotado, que no estaba bien de salud. Que prefería descansar a seguir hablando.
De hecho, el evento que iba encabezar a las 10 de la mañana de aquel miércoles, ya se había cancelado.
En eso también se parecen Sergio Ramírez y Leonardo Padura. Los dos aman el beisbol y la literatura, y los dos se disculparon por no tener tiempo para darme una entrevista.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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