En la mitad de la ciudad se erige un muro que no se ve. Un hilo invisible que segrega el espacio y deja en evidencia, a grandes rasgos, dos realidades donde cambian los colores, los tonos, los modos, las entonaciones, los sonidos e incluso, el aire. Podría ser cualquier ciudad en cualquier lugar del mundo, pero es Santiago de Chile, un país tan centralizado que para intentar explicar cómo se mueven sus élites es necesario escribir este texto justamente desde la capital.
Texto: Yasna Mussa*
Ilustración: Mario Trigo
SANTIAGO DE CHILE, CHILE.- Hay quienes asocian esta ciudad al acceso: aquí se instalan los mejores colegios, las principales universidades, los hospitales y clínicas con más altos estándares; las tiendas de lujo y de objetos extraños; aquí se hacen los estrenos de teatro, de cine y conciertos; se ubican también las principales oficinas donde funciona la burocracia, donde se firman documentos importantes o donde se tramitan las visas; en Santiago se encuentra el único sistema de metro con 6 líneas que conectan la ciudad; el aeropuerto internacional desde y para todos los destinos y los grandes centros comerciales. Además, esta es la ciudad con más ciclovías; donde se encuentran las principales librerías; la mayoría de los museos, exposiciones y se realizan casi todos los eventos culturales y congresos.
Aquí también vive, en un delimitado perímetro, la gente más rica del país. Coinciden en los mismos barrios, concentrados en un área pequeña, los tomadores de decisiones, aquellos que ocupan los grandes cargos en el mundo de la cultura, en la economía y la política.
Tanto el propietario de una gran mina de cobre en el norte del país como el de una hidroeléctrica en el sur, al otro extremo de Chile, fijan su residencia en el centro, en una de las tres comunas más ricas de Santiago: Vitacura, Las Condes y Lo Barnechea. Allí, en pocos kilómetros cuadrados se concentra un grupo selecto y minoritario de personas. Del otro lado, todo lo demás.
Santiago se sostiene por sus opuestos. Podrían ser dos países en dos continentes muy distintos, pero basta tomar la línea 1 del metro para recorrer el subsuelo de extremo a extremo y ver las dos realidades, sus colores, sus tonos, los modos, las entonaciones, los sonidos y, sobre todo, respirar la diferencia. De un lado hay una ciudad gris, mientras que del otro sus habitantes tendrán cuatro veces más acceso a áreas verdes.
Barrio alto, como se llama coloquialmente a este sector, es una descripción geográfica pero también literal. La cercanía con la cordillera de Los Andes, la cantidad de metros sobre el nivel del mar, es también sinónimo de status, de altura social. Podría ser una ciudad europea, pero es la misma capital del sur global en uno de los 3 países más desiguales de Latinoamérica. Desde que Chile es Chile, el centro se impuso como núcleo indivisible en el que los ricos se segregan voluntariamente, las clases medias se instalan donde pueden y los pobres donde los dejen.
Ya a fines de los 60 y principio de los 70, el cantautor chileno, Víctor Jara, retrataba las diferencias sociales en una canción que más allá del tono caricaturesco reflejaba un “ellos” y un “nosotros” marcado por la clase. Jara tomó la canción de la estadounidense Malvina Reynolds, titulada Little boxes en inglés, y la adaptó a su propia versión local a la que tituló de manera lúdica como Las casitas del Barrio Alto.
Las casitas del Barrio Alto
con rejas y antejardín,
una preciosa entrada de autos
esperando un Peugeot.
Hay rosadas, verdecitas,
blanquitas y celestitas,
las casitas del Barrio Alto
todas hechas con resipol.
“El 4 por ciento más rico de Chile vive como el 4 por ciento más rico de Alemania y el 20 por ciento más pobre, vive como el 20 por ciento más pobre de Mongolia”, me dirá después Hassan Akram, un académico de la escuela de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales y director de la sede chilena de la universidad norteamericana Wake Forest.
Una de las cosas que más le ha llamado la atención a este economista británico ha sido la costumbre que tienen los chilenos de acompañar un primer encuentro social con la inusual pregunta: ¿en qué colegio estudiaste?
“Es fuera de todo lugar “ dice Akram con un gesto incrédulo. Y esa forma de ubicarse desde la educación primaria y secundaria es una cosa de una sociedad muy chica, donde son muy reducidos los puestos de poder y el grupo que accede a ellos es también muy reducido.
Y las gentes de las casitas
se sonríen y se visitan.
Van juntitos al supermarket
y todos tienen un televisor.
Hay dentistas, comerciantes,
latifundistas y traficantes,
abogados y rentistas.
Y todos visten policrón,
juegan bridge, toman martini-dry.
Y los niños son rubiecitos
van juntitos al colegio high.
La mañana en que Miguel Juan Sebastián Piñera Echeñique abandonaba la idea de nombrar a su hermano Pablo como embajador de Chile en Argentina, en abril de 2018, no tenía cómo imaginar que ese error político sería apenas un impasse comparado con los que vendrían.
Un año y 6 meses después buena parte del país que comenzaba a dirigir por segunda vez estaría en medio del caos. Tampoco había cómo adivinar que, muy cerca de su oficina en el palacio La Moneda, habría barricadas que llenarían de humo el corazón de la ciudad y la volverían gris por meses. Mucho menos que varias líneas del metro serían quemadas, tendría que suspender dos eventos mundiales en los que Chile sería anfitrión (COP25 y APEC) o que el ministro del Interior y seguridad Pública, su primo hermano Andrés Chadwick Piñera, enfrentaría una acusación constitucional por su responsabilidad política en violaciones a los Derechos Humanos y el Estado de emergencia. Tampoco que Magdalena Diaz, hija de uno de los mejores amigos de Piñera y embajadora de Chile en ese momento en Portugal, protagonizaría un escándalo al llamar al dueño de un canal de televisión y quejarse por el contenido crítico hacia el gobierno.
Miguel Juan Sebastián Piñera Echeñique, a quien siempre han llamado por su tercer nombre, es uno de los hombres más ricos del país, quien tiene en sus ministerios a miembros de una élite que se conoce bien.
Hay matrimonios cruzados, hijos que fueron compañeros de colegio o universidad; que veranean en las mismas playas, coinciden los domingos en la iglesia o van al mismo club social. Son hermanos, primos, tíos, cuñados y amigos cercanos.
Una foto oficial del gobierno podría perfectamente ser un retrato familiar en el salón de sus casas. Y aunque algunos culpan a la poca población que habita este territorio, lo cierto es que la endogamia aparece como un sello distintivo que caracteriza a las clases altas e influyentes del país, donde el nepotismo y recurrir al árbol genealógico pareció por mucho tiempo una actitud inevitable que se fue naturalizando.
Pero sobre todo, no es patrimonio exclusivo de ningún color político, sino más bien un rasgo transversal.
Un ejemplo: Fernanda Bachelet Coto, una ingeniera sin estudios de posgrado ni mucha experiencia laboral, fue designada por Piñera en octubre de 2018 como jefa de la oficina comercial de Chile en Nueva York, Estados Unidos. Con un salario sobre los 10 millones de pesos (unos 13 mil dólares), Bachelet Coto fue, sin proponérselo, la muestra más representativa de las relaciones que se tejen desde la cuna: Ricardo Bachelet Artigues, amigo de juventud del presidente y antiguo socio en CMB Inversiones, es también primo en segundo grado de la ex presidenta socialista Michelle Bachelet.
Si la élite chilena fuese un puzzle podría hacer encajar las piezas y colores más disímiles. Piñera y Bachelet —o la derecha y la izquierda; el conservadurismo y el progresismo; el catolicismo y ateísmo— no solo tienen en común haber llegado a gobernar el país en dos ocasiones de manera intercalada. Antes de ese zigzagueo político, cuando aún no llegaban a La Moneda, sus vidas ya coincidían a unos 900 kilómetros al sur de Santiago, frente al lago Caburgua, donde ambos pasaban sus vacaciones de verano en 2005. En una foto que cada tanto reaparece en Internet, Piñera y Bachelet posan destartalados, bronceados, sonriendo a la cámara de manera familiar.
La gracia de ser un país tan joven — con apenas dos siglos — es que la tradición es un concepto más bien subjetivo. En esta nación de tierras fértiles y viñedos, tener ciertos apellidos de origen europeo funciona como una tarjeta de presentación o credencial para acceder directo a cierto escalafón.
Más tarde, pese a la resistencia y discriminación, fueron las nuevas generaciones de hijos y nietos de migrantes árabes —palestinos, sirios y libaneses principalmente—, quienes accedieron a los mismos círculos que por décadas les fueron ajenos. Consiguieron las llaves de un club cerrado al que se ingresa por invitación y que cada unos 50 años redefine sus exigencias.
“Se llama integración horizontal entre las élites”, me dice una tarde de agosto el sociólogo Cristóbal Rovira. “Si yo tengo una sociedad donde la integración horizontal es perfecta, todas las élites se conocen entre sí. Puede que esas élites puedan hacer un montón de cosas, pero van a tener como déficit que no tienen ninguna conexión con la sociedad o viceversa”.
La charla comienza con una confesión: “Yo también soy bastante élite, en el sentido que vivo con la clase media alta, mando a mi hijo a un colegio privado, etcétera”, dice Rovira, adelantando que sus comentarios se ajustan a las investigaciones que realiza desde el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES).
Luego Rovira explicará con una voz grave y un ritmo enérgico, algo acelerado, que en Chile existen vasos comunicantes que permiten que alguien que conoce a Pepito, que fue a la misma universidad o colegio, lo pueda llamar y poner en contacto con el rector de una universidad o con un empresario. Algo como lo que le pasó a Bachelet Coto. Pero falta enraizamiento con la sociedad.
La gran mayoría de las cúpulas empresariales, políticas y culturales provienen de la Pontificia Universidad Católica de Chile y de la Universidad de Chile, ambas en Santiago. Se pueden contar con los dedos la mayoría de los colegios privados —y uno que otro público y de excelencia— donde estudiaron. Gran parte de quienes han intentado perpetuar el modelo económico y social, como de quienes se han esforzado por cambiarlo, han tenido como punto en común el acceso a un nivel de educación y ciertos círculos intelectuales y sociales que todavía son patrimonio de un porcentaje ínfimo de la población.
Salvador Allende, quien intentó liderar un proyecto popular siendo el primer presidente socialista elegido democráticamente en el mundo, fue un médico descendiente de una familia de migrantes vascos, masón como su padre y abuelo, y que realizó sus estudios en la Universidad de Chile.
El caso de Miguel Enríquez, el líder y fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionario, quien murió en un enfrentamiento armado en plena dictadura, no fue muy distinto. Otra vez: médico, hijo del rector de la Universidad de Concepción — la segunda ciudad más grande del país— y ministro de Educación del gobierno de Allende; sobrino de dos senadores de la República.
Cinco décadas después, su hijo Marco Enríquez-Ominami es uno de los protagonistas de la política y la farándula actual. A diferencia de su padre y lejos de la vía armada, Enríquez-Ominami es un cineasta socialdemócrata que estuvo exiliado en Francia y que al volver continuó sus estudios en la Alianza Francesa de Santiago y el Saint George’s College, dos de los colegios privados más caros del país, de esos que se cuentan con los dedos de las manos y que tienen entre sus ex alumnos a ministros, subsecretarios y parlamentarios.
En noviembre próximo aparecerá por cuarta vez en una papeleta de una elección presidencial. También vive cerca de la cordillera, en el oriente de Santiago, en una de las tres comunas con el metro cuadrado más caro, según el mercado inmobiliario, o en una de las casitas del barrio alto, según la canción de Víctor Jara.
Cuando Rovira habla de la integración horizontal también se refiere a esto. El sociólogo trabajó junto a su equipo por más de un año en una investigación, cuyo informe se publicó en marzo de 2021. Entrevistaron a cientos de miembros de la élite local para conocer sus gustos, preferencias y conexiones. El perfil que entregó el COES es preciso: individuos que ocupan los máximos puestos de poder en la sociedad y, por tanto, ejercen influencia constante y sustancial sobre las decisiones que afectan el funcionamiento de la sociedad.
De los resultados le llamó la atención un detalle no menor: el drástico declive de la educación pública en las trayectorias familiares de los miembros de las élites. Si Miguel Enríquez y la mitad de sus coetáneos fueron a la escuela pública, el acceso a estos establecimientos educacionales se reduce cerca de la mitad al revisar los colegios a los que fueron las élites actuales, como es el caso de su hijo y actual candidato presidencial. Pero las cifras van más allá y demuestran que casi desaparecen al observar dónde estudia la generación de los nietos del líder revolucionario. El 87% de los encuestados tienen a sus hijos en colegios privados.
Si hace 5 generaciones era común coincidir en un salón de clases con el hijo de un obrero, de una dueña de casa, de una profesora o un jardinero, en 2021 menos del 25 % de las élites de Santiago cruzarán ese muro invisible que corta la ciudad. Las otras posibilidades han sido el azar, la excelencia académica, algún contacto o una oportunidad que se quedó en la excepción que confirma la regla y que ayudó a promocionar el concepto de la meritocracia.
Antes de que el país que conocíamos dejase de existir, algunos miembros de la élites económicas y políticas dijeron frases como: “El que madruga será ayudado… De manera que alguien que sale más temprano y toma el metro a las 7 de la mañana tiene la posibilidad de una tarifa más baja que la de hoy. Ahí se ha abierto un espacio para que quien madrugue pueda ser ayudado con una tarifa más baja”. O: “Los pacientes siempre quieren ir temprano a un consultorio, algunos de ellos, porque no solamente van a ver al médico, sino que es su elemento social, de reunión social”. O: “Es un debate transversal, sobre todo en un país donde la gran mayoría son o somos propietarios, no tenemos mucho más, porque es nuestro patrimonio… la casita, dos departamentos”. O: “Todos los días recibo reclamos de gente que quiere que el Ministerio le arregle el techo de un colegio que tiene gotera, o una sala de clases que tiene el piso malo. Y yo me pregunto, ¿y por qué no hacen un bingo? ¿Por qué desde Santiago tengo que ir a arreglar el techo de un gimnasio?”. Y quizá la más significativa, por lo que pasaría 10 días después: “En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, es un verdadero oasis, con una democracia estable, el país está creciendo”.
En un país donde el billete de metro cuesta lo mismo que en Francia, pero el sueldo mínimo es 4 veces menor; que tiene uno de los sistemas de salud más precarizados y privatizados, donde la gente tiene que realizar a menudo un bingo para costear tratamientos contra el cáncer o para mejorar la infraestructura de una escuela pública, donde buena parte de la población no logra llegar a fin de mes por causa de las deudas y uno de cada tres no cuenta con casa propia, y sobre todo, donde gran parte de la población está endeudada; la ausencia de tino era un síntoma de una enfermedad mayor.
Los autores de estas palabras tenían varios puntos en común: eran hombres, de clase alta, con cargos de poder, todos miembros del segundo gobierno de la alianza de derecha Chile Vamos. Un ministro de Economía, un subsecretario de Redes Asistenciales, un ministro de Vivienda y Urbanismo, un ministro de Educación. Y por último, el presidente de la República.
“¿Cuál es el problema de esta élite”, se pregunta Rovira “Está muy desconectada. No tiene integración vertical. Y eso es lo que el estallido social dejó en absoluta evidencia: que cuando estas élites están tan desconectadas de la realidad generan una serie de problemas de gobernabilidad”.
10 días después de que Piñera demostrara que vive en un país distinto al de otros 17 millones de personas, vino el estallido.
Nadie sabe a ciencia cierta cuál fue el tiro de gracia que terminó con un país a cuyas heridas no se le prestaba mucha atención. Desde fuera o con distancia se repetían frases hechas que colaboraron a la creación de un mito que la élite se contó a sí misma: Chile, un país latinoamericano comparable a Suiza o Inglaterra.
Quienes tenían claro que se trataba de un mito eran los trabajadores que debían salir temprano para cruzar la ciudad y sabían que madrugar no los ayudaría. También los ancianos que salían antes que el sol para conseguir un cupo en el consultorio médico, no para charlar en un club social.
Por supuesto, también lo sabía ese extenso grupo de profesionales que pese a haber estudiado —endeudándose por 15 o 30 años — sigue viviendo en casas rentadas, compartiendo techo con amigos, porque pensar en una casa propia está lejos de ser una realidad. Lo tenían claro los estudiantes que llevan años saliendo a marchar para pedir educación de calidad y tener salas de clases dignas, por donde no se cuele la lluvia o el frío en cada invierno. Pero sobre todo la gran mayoría de la población, que sabe que Chile puede ser muchas cosas pero en ningún caso el oasis que describía el presidente.
Lo cierto es que la ministra de Transporte anunció 30 pesos de aumento en el billete de metro, y que un día, un puñado de estudiantes se saltó un torniquete y evadió el pasaje para protestar; y que luego se sumaron otros y que, con celular en mano, la imagen se viralizó y cada día se multiplicaban; que el jumper no fue impedimento para que las chicas saltasen la barrera y corrieran hacia el tren; que señoras se entusiasmaran y se contagiaran de rebeldía y hubo abuelos que dijeron que estaba bien, qué los jóvenes tenían razón, que hasta cuándo el abuso y las pensiones miserables y que lo que dijo el ministro o más bien, los ministros, era inaceptable.
Y así, sin que nadie supiera bien quién o cuándo, se comenzó a prender cada esquina y las calles se llenaron; y 16 días después de que el presidente dijera que este país es un oasis fue la marcha más grande de Chile, y solo en Santiago 2 millones de personas se juntaron en ese punto que divide dos mundos y por unas horas el muro invisible en medio de la ciudad dejó de existir.
Es la tarde de un jueves de julio y en los jardines del ex Congreso Nacional, en el centro histórico de Santiago, hay un movimiento inusual. Ha pasado un poco más de una semana desde que se instaló la Convención Constitucional. Un salto en el tiempo desde el 18 de octubre de 2019, cuando todo comenzó. Luego de eso vinieron meses en las calles, represión, más de 400 personas con daños oculares, muertos, presos, incendios, desmanes, robos, renuncias, acusaciones, más humo, una performance feminista que se viralizó, más marchas, muros pintados, un monumento rayado, re pintado y, finalmente, retirado de la llamada zona cero hacia rumbo desconocido.
La pandemia mundial llegó a Chile y en medio del encierro se organizó un plebiscito para saber si era cierto que la ciudadanía quería terminar con una Constitución heredada de Augusto Pinochet, escrita por una comisión elegida de manera arbitraria, por hombres que se encerraron entre cuatro paredes, y definieron el destino de su país por las próximas cuatro décadas. La opción Apruebo, que respaldaba la idea de una nueva Carta Magna, arrasó con el 78.27 % de los votos. El rechazo ganó en las tres comunas más ricas del país.
“En el estallido se notaba una rabia profunda contra algo” dice Hassan Akram. “Una rabia contra el modelo, contra los abusos.
El economista mira con la distancia que le concede el poco más de año y medio que ha pasado en este recorrido que comenzó en las calles. Recuerda los resultados de una encuesta que por esos días realizó la Universidad de Chile en la que un 85.8 % de la gente a quienes se les consultó apoyaba al movimiento social y un número similar respaldó avanzar hacia una nueva Constitución, además de manifestar un apoyo transversal a reformas a los sistemas de pensiones, salud y educación.
De esos días aún quedan presos en las cárceles. Por eso en esta tarde de invierno, algunas de las 155 personas que conforman la Convención Constitucional se pasean inquietas por los jardines de este edificio que dejó de funcionar cuando Pinochet trasladó el Congreso a Valparaíso como una señal de descentralización que solo se quedó en el gesto. Un grupo de familiares de esos manifestantes que reclaman ser presos políticos ha sido detenido mientras exigía la liberación de sus hijos, hermanos, sobrinos y esposos, todo esto en las cercanías de donde funciona la Convención. También han arrestado a varios de los constituyentes, y el vicepresidente de la Convención, el abogado constitucionalista Jaime Bassa, ha tenido que interceder y recordarle a la policía que sus pares cuentan con un fuero especial.
La escena en sí era impensada hace apenas un par de años. Las elecciones en que se eligió a estos representantes que redactarán la nueva Constitución reafirmaron el síntoma: fue el fracaso de los partidos políticos tradicionales y el triunfo de independientes, de gente común, sin apellidos aristocráticos, pertenecientes a pueblos indígenas, pieles morenas, personas comunes que estaban en las calles, en las plazas o en sus centros sociales luchando y participando colectivamente. Es simbólico.
“Lo simbólico es tremendamente importante, sobre todo cuando se habla de una Constitución”, dice Akram mientras abre los ojos recordando entusiasta “porque una Constitución no es un programa de política pública. No son cambios concretos. La Constitución es la estructura para después hacer nuevas leyes, la estructura para después hacer cambios. Entonces, esta es una etapa previa, es una etapa precisamente de sentar las reglas y por ende, es una etapa simbólica, y la importancia de ser la primera Constitución en la historia de la humanidad con paridad de género y, además, con un país que nunca ha aceptado su plurinacionalidad, tener una mujer mapuche hablando mapuzugún y las distintas otras lenguas de Chile. Todo eso va hablando de un contexto distinto”.
Hassan Akram se refiere a la elección de Elisa Loncón como presidenta de la Convención, ella es una de las representantes mapuche en uno de los 17 escaños reservados para pueblos originarios.
El día que los convencionales juraron, las autoridades del gobierno organizaron un acto en el frontis del palacio para seguir los protocolos sanitarios por la COVID-19. Cuando las imágenes son tan obvias no queda mucho por explicar: por primera vez un órgano político representativo se parecía tanto a su pueblo. Había una diversidad inusual que hacía parecer distintos a los que siempre fueron la regla. En un rincón, amontonados, atónitos, la élite política tradicional observaba el acto destartalado, colorido, inusual para un país donde el clasismo ha sido determinante para definir gustos, nombres, espacios y posiciones.
Quizá es demasiado pronto para afirmarlo, pero que la líder de los 155 sea una mujer, de origen pobre, de una región golpeada por la violencia de Estado, representante de un pueblo que ha sufrido el despojo y la humillación, y donde además ha sido la aristocracia la que los ubicó por décadas en posiciones que miró con desdén, ha sido quizá la reivindicación popular más grande de un país que aún se burla del acento campesino indígena y corrige a los niños y niñas que tímidamente pronuncian una palabra en su lengua materna en vez de hacerlo en castellano. Pero además, una mujer que es lo que siempre la élite celebró: la excepción. El éxito de la meritocracia.
Elisa Loncón, una profesora de inglés, que tiene doble doctorado en Lingüística y Humanidades y es académica de la Universidad Católica y la Universidad de Santiago de Chile, fue electa por 96 votos para liderar la directiva de la Convención.
Su presencia en el escenario, con una voz suave, portando su tradicional vestimenta, usando el tiempo a un ritmo que no acostumbramos, ha marcado un hito en los espacios de poder.
Cada vez que la políglota Loncón pronuncia palabras en mapuzugun hay reacciones. Convencionales de la élite tradicional y elegidas en las comunas donde ganó el rechazo, como Teresa Marinovic, se irritan y alegan que el castellano es la lengua común, que paren el show, que hasta cuándo.
Loncón tiene la paciencia de quien ha tenido que lidiar toda una vida con una sociedad que la pone a prueba. Cuando le disparan odio, racismo y clasismo, ella responde reivindicando la ternura y, de paso, incorporando un vocabulario que la mayoría desconoce.
“Quiero poner el énfasis en el poyewn, es el amor y es la base para poder entendernos, comprendernos, escucharnos. La invitación que hace mi pueblo y que siempre hicieron mientras yo crecía, mientras nosotros hemos sido agredidos, siempre me dijeron: ‘El poyewn, hija’” decía Loncón con la mirada atenta de Jaime Bassa y el silencio de la asamblea.
Y agregó:
“Con el amor es posible vencer el odio, es posible generar esperanza, es posible armar un futuro. Y la verdad es que yo, sentándome aquí, en este hemiciclo, como presidenta de esta Convención, llamo a todos los convencionales a hablar desde ese amor. Somos seres humanos, tenemos los mismos derechos y con ese amor yo creo que vamos a aceptar que somos diferentes , porque no somos iguales, porque hay identidades diferentes en todas las casas.”
Elisa Loncón
Solo el aplauso rotundo la interrumpió. Uno a uno, los convencionales se fueron poniendo de pie para continuar la ovación.
María Luisa Méndez está emocionada. Dice que está encantada con lo que ve en este proceso. La directora de COES me recibe en el campus Lo Contador de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Esta sede de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos está ubicada en una casona colonial que hoy es considerada Monumento Nacional y que da la impresión de estar en medio de una zona rural y no en Providencia, una comuna donde habita la clase media alta, llena de cafés hipsters y bares de moda.
Es un día lluvioso de agosto y el campus está vacío. La pandemia ha limitado al máximo las clases presenciales y el amplio patio de naranjos cargados huele a tierra mojada y humedad.
María Luisa, profesora asociada del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de esta universidad, dice que la Constituyente es un proceso político-cultural y se manifiestan las tensiones que existen entre las mismas élites.
Méndez mira a su alrededor y piensa en esta facultad como un ejemplo de su estudio actual, en el que observa cómo en torno a la esfera económica también hay una esfera cultural que convive en espacios como este, donde hay una producción de identidad, una producción simbólica sobre el arte, sobre la belleza, sobre cuestiones estéticas y que van de la mano con un sector económico que trata de disputar ese valor.
De pronto, la Convención aparece como remolino que mezcla y desarma el orden que hasta ahora se aceptaba como establecido. En la presidencia de Loncón, Méndez ve que se cierra un ciclo.
“Hay una parte que la mayoría de la población esperaba”dice Méndez; “y es que se destrabara esta hegemonía política, económica, cultural y que pudiesen efectivamente emerger las voces, las demandas y el sentir de posiciones que habían estado históricamente excluidas. Revertir esta cosa sombría que tuvimos durante tanto tiempo en el país como teniendo que responder a esta idea del éxito del país ordenado, del país modelo y, en realidad, poniendo bajo la alfombra todo este sufrimiento cotidiano de deuda, de maltrato, de sufrimiento físico y ambiental.”
Elisa Loncón resalta en el escenario, rodeada por tres hombres vestidos de oscuro. Su vestimenta tradicional mapuche captura la atención, pero además contrasta con el enorme lienzo que cuelga sobre su cabeza. Descubrimiento de Chile por Diego de Almagro es el nombre del cuadro pintado por Pedro Subercaseaux, en el que aparece glorioso sobre su caballo el conquistador español, considerado el primero en llegar al país, rodeado de indígenas y soldados. El pasado es una imagen estática y el presente es movimiento.
Pero no solo hay un contenido simbólico sino también popular. Un contenido que incomoda incluso a cierta vanguardia presente entre los 155. Una élite de “avanzada cultural”, podríamos decir. Méndez lo ve como una situación paradojal.
“Uno pensaría”, me dice, “que al tener una visión más progresista estarían más preparados incluso para convivir con un entorno efectivamente diverso. Pero también veo una dificultad porque son un grupo que se preparó para tener esa posición de liderazgo dentro de un progresismo que se mira a sí mismo. En realidad no es progresismo para el resto de la población, sino que dentro de la élite y que cuando irrumpen otras fuerzas su posición simbólica se ve mermada”.
Como cuando en el salón principal del ex Congreso Nacional aparecieron Pikachú y un dinosaurio azul. Bajo los disfraces figuraban dos convencionales: Giovanna Grandón y Cristóbal Andrade.
La tía Pikachú, como se le conoció popularmente durante la revuelta social, trabajaba como transportista escolar junto a su marido cuando decidió sumarse a las manifestaciones con el traje amarillo que encargó por AliExpress para subir el ánimo en las calles. Luego continuó apareciendo en barrios pobres de Santiago, participando en ollas comunes donde se le reparte comida a los vecinos que no tienen. Fue un fenómeno.
Su nombre sonó como candidata a la Convención, y junto a un cupo de una recién nacida organización llamada la Lista del Pueblo, consiguió un escaño. Por eso un día de julio, cuando la Convención aún no tenía un mes de existencia, apareció con su traje amarillo.
“Durante el receso (hora de almuerzo) hicimos este gesto porque muchísima gente me lo había pedido como símbolo de que el Pueblo y el 18 de Octubre están dentro de la Convención”, dijo la tía Pikachú cuando algunos criticaron la inusual performance.
Méndez sonríe. Recuerda la imagen: un personaje de animé y un dinosaurio desconcertando a todos a su alrededor.
“Llegan con sus cuerpos”, me dice ahora con una actitud seria. “Llegan con estos corpóreos. Llegan con todo este simbolismo y con su urgencia encarnada físicamente, corporalmente. Nadie más puede arrogarse la urgencia de ese cuerpo.”
El día que la Convención Constitucional cumplió un mes de funcionamiento, la presidenta y el vicepresidente se pararon frente a la prensa que esperaba expectante sus impresiones. Una periodista les preguntó: si cada uno tuviese que elegir una palabra para describir este primer mes ¿qué elegirían?
Loncón le dio la palabra a Bassa, quien algo sorprendido por la solicitud respondió amable y sonriente destacando la democracia y el rol de institucionalizar el proceso. Cuando fue el turno de la presidenta, Elisa Loncón prefirió salir de los tecnicismos.
“Yo pongo también algo del corazón y ya también he hablado de la ternura. Y tomado también de la poesía de nuestro Premio Nacional de Literatura, Elicura Chihuailaf, y él habla de la ternura de la hermosa morenidad. Aquí está instalada la hermosa morenidad desde el norte de Chile hacia el sur. Y con esa hermosa morenidad estamos soñando para dar a este país una Constitución que sea de todas, de todes y de todas las diversidades, y la ternura es también para los niños que están soñando. Porque hemos tenido reportes de niños que quieren ver un trabajo y un Chile distinto”.
Este texto es parte del proyecto Élites sin destino. Apoyado por el programa de medios y comunicación para América Latina y El Caribe de la Friedrich-Ebert-Stiftung (FES). Aquí puedes conocer el proyecto completo.
*Reportera freelance en Latinoamérica. Ha trabajado como corresponsal internacional cubriendo desde Europa, Asia, Medio Oriente y Latinoamérica. Sus publicaciones se han registrado en medios como La Tercera (Chile), El Desconcierto (Chile), El Comercio (Perú), Etiqueta Negra (Perú), The New York Times en español, Vice (México) y El Espectador (Colombia). Actualmente es corresponsal de Radio France Internationale en Chile y reportera freelance para medios nacionales e internacionales. También ha dictado talleres online y presenciales para organismos y medios internacionales. Es cofundadora y editora de Revista Late.
Portal periodístico independiente, conformado por una red de periodistas nacionales e internacionales expertos en temas sociales y de derechos humanos.
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