Sin libertad de prensa ni autoridades electorales autónomas, y con los opositores perseguidos y encarcelados, el previsible cuarto “triunfo” de Daniel Ortega convierte a Nicaragua en el referente mundial de la antidemocracia
Twitter: @chamanesco
Nicaragua es, hoy, el ejemplo claro de lo que no debe ser una democracia: la prensa libre y crítica es censurada, la oposición está imposibilitada de organizarse para competir, quienes levantan la cabeza como posibles líderes contra el régimen son perseguidos, hostigados y encarcelados.
Antes de las elecciones de este domingo, siete precandidatos presidenciales fueron arrestados, más de 30 líderes opositores fueron detenidos, dos formaciones opositoras con posibilidades de competir fueron ilegalizadas y cinco partidos satélites del régimen fueron habilitados para protagonizar una farsa electoral.
Las reglas de la contienda política -absolutamente inciertas- son diseñadas e impuestas por una mayoría legislativa oficialista, y el resultado se ha vuelto absolutamente predecible: siempre gana Daniel Ortega, quien ha convertido las urnas en el escenario de una pantomima para reelegirse una, otra y otra vez.
En su tercera reelección -consumada con unas elecciones “completamente fake”, según las calificó la Unión Europea-, Ortega logró superarse a sí mismo: en medio de un Estado policiaco de sitio, tuvo que usar todo el aparato estatal para hacer parecer que había votaciones -que no elecciones-, pues todos sus opositores reales decidieron hacerle el vacío.
Según crónicas publicadas en el diario El País y el sitio El Confidencial, las calles de Managua lucían vacías, gracias al llamado a no votar difundido por la oposición bajo el lema de “hoy no voto” y el hashtag #YoNoBotoMiVoto.
Es lógico el miedo del régimen a elecciones libres: según encuestas citadas por medios nicaragüenses que operan desde el exilio, más del 65 por ciento de los votantes hubieran optado por una fuerza opositora, en caso de haberla encontrado en la boleta.
En plena jornada electoral, el presidente utilizó los medios de comunicación para irrumpir con un mensaje en el que denostó a sus opositores llamándolos “golpistas, terroristas, conspiradores que no quieren la paz”.
En los meses previos, el gobierno utilizó el aparato de justicia para sacar a sus contendientes serios de la jugada.
Seis precandidatos presidenciales acabaron tras las rejas, y Cristiana Chamorro -hija de la expresidenta Violeta Barrios y quien tenía más posibilidades de enfrentar a Ortega- fue sometida en junio a arresto domiciliario.
No es la única integrante de la familia Chamorro acusada de delitos inventados por el régimen, perseguida y obligada al exilio o al ostracismo: su hermano Carlos Fernando Chamorro, director de El Confidencial, tuvo que exiliarse desde 2019; su hermano Pedro Joaquín y su primo Juan Sebastián también fueron arrestados.
Otras voces críticas han sido igualmente apagadas en Nicaragua, como la del escritor universal Sergio Ramírez, quien se exilió desde octubre en España tras la orden de detención emitida en su contra.
Paradójicamente, Sergio Ramírez vive un segundo exilio: el primero ocurrió durante la dictadura de Anastasio Somoza, ésa a la que Ortega, él y muchos otros nicaragüenses, combatieron en los años 70 y 80.
Hoy, el dictador que firmó su orden de detención es el mismo Daniel Ortega del que Sergio Ramírez fuera vicepresidente en su primer periodo presidencial, entre 1985 y 1990.
Ramírez ha sido un crítico de cómo el comandante sandinista convirtió los ideales de la Revolución en un pretexto para justificar la dictadura que comparte con su esposa y vicepresidenta (algunos nicaragüenses le llaman co-presidenta), Rosario Murillo.
En la Nicaragua de Ortega y Murillo, los escritores tienen que irse para ejercer su oficio en libertad; los medios de comunicación sufren acoso y persecución hasta lograr rendirlos frente al régimen; los periodistas son forzados a apoyar a la familia gobernante o, de lo contrario, son censurados, amedrentados, golpeados, desaparecidos, asesinados u obligados al exilio.
En la Nicaragua de Ortega, no hay autoridades electorales autónomas y confiables, no hay reglas de equidad en la contienda; las elecciones carecen de la vigilancia de la prensa crítica y tampoco cuentan con observación internacional o con el aval de un solo opositor real.
La democracia se convirtió en farsa electoral.
Así, el cuarto periodo presidencial de Daniel Ortega iniciará bajo el estigma de ilegitimidad que suele perseguir a los tiranos. Ante su crisis política y el poco respeto de su pueblo, es previsible que Ortega haga lo que suelen hacer los dictadores: imponer un régimen aún más duro e intolerante.
Pobre Nicaragua, se ha convertido en un referente mundial de la violación sistemática a las libertades y los derechos humanos; es el ejemplo de cómo una democracia electoral, si no se cuida, puede devenir en dictadura.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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