A finales de septiembre, Víctor halló una mariposa a media calle que no podía volar; tenía un ala rota. Moriría pronto. ¿Quién puede pensar que una mariposa y un hombre pueden ser amigos?
Lydiette Carrión
En este mundo que llamamos Occidente estamos muy orgullosos de la Modernidad: este pedazo de historia que inició con el Renacimiento, luego la Ilustración y de ahí para acá hasta llegar a las orillas inciertas que unos llaman posmodernidad y otros los estertores del capitaloceno.
En esa modernidad, el pensamiento por antonomasia es el de Descartes: dudo hasta de mi sombra, dudo hasta de mi existencia, y de lo único que no dudo es de dudar. Dudo, entonces pienso, entonces existo.
En ese entonces se habla de alma, un alma que hace privilegiado al hombre (ojo sí, al hombre. Las mujeres están borradas de esa historia); los animales carecen de ella; son pequeñas y grandes maquinarias orgánicas, a las cuales se puede torturar y lastimar porque “no sienten como nosotros”.
A imagen y semejanza de ese hombre es que se crea el pensamiento moderno. Un pensamiento que pasa los siglos XVIII, XIX y hasa el XX dudando de si las mujeres, los animales, las plantas sienten algo parecido al privilegio sentir de los hombres. Luego establecen que todo es la “ley de la selva”, se obsesionan con los machos alfa, dan preponderancia a la fuerza.
Para el siglo XX hay este imaginario y esta ética construidos sobre la competencia: competitividad, productividad, competencia.
Esto también fue plasmado en las ciencias duras (por más que aseguren que la ciencia es completamente dura y objetiva). La vida, nos enseñaron, evoluciona y se mueve bajo las leyes de la competencia.
Pero ya desde el siglo pasado una bióloga, Lynn Margulis, demostró que en la evolución la cooperación entre especies era más determinante que la competencia. Ella se dedicó a estudiar cómo evolucionan los microorganismos y cómo se relacionan unos con otros.
“Todos somos comunidades de microbios. Cada planta y cada animal en la Tierra es hoy producto de la simbiosis”, escribió alguna vez.
A finales de septiembre, Víctor halló una mariposa a media calle que no podía volar; tenía un ala rota. ¿Quién puede pensar que una mariposa y un hombre pueden ser amigos?
Le puso unos gajos de mandarina, pero la mariposa no comía. Entonces él buscó un tutorial en internet para alimentarla; le adecuó una vieja pecera con bugambilias; la acercó a la ventana para que le diera el sol.
“Vi que no comía y mejor le doy néctar; aunque es complicado porque obvio no sabe comer así; entonces hay que esperar a que se calme, y con un palillo desenrollar su lengua (que leí apenas que se llama espiritrompa) y pues acomodarla en el néctar y listo”.
Víctor sabía que la mariposa no vivirá mucho. Pero ya le ha puesto un nombre: se llama Lola. Un nombre que recuerda a otro animal que desafió las normas que el humano ha impuesto a otras especies: Lola, la cuerva de Truman Capote, una cuerva que se creía perro y por eso no pudo volar para escapar. Una cuerva que emuló a Emily Dickinson, escribe Capote, quien también se creía poeta.
“Como que le gusta que la traiga en la mano”, dice Víctor.
Lo que vale la pena de la vida: la cooperación y en ese tránsito conocer al otro.
*Lola vivió un poco más que cualquier mariposa, comiendo néctar en la mano de Víctor.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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