La nueva reforma eléctrica busca detener el abuso que ha sido la transferencia sistemática de bienes públicos y comunitarios al sector empresarial más favorecido del país. Pero no todo es miel sobre hojuelas. La propuesta deja de lado algo fundamental: la inclusión del sector social y las comunidades
Twitter: @etiennista
En un mar de (des)información y dada la incesante manipulación mediática impulsada por opositores al actual gobierno, toma tiempo navegar todo lo que se dice sobre un tema en sí complejo como es la energía y su gobernanza. Requiere pues de cierta dedicación distinguir mentiras de hechos y simple retórica de argumentos con sustento entre dos visiones en disputa, sobre la función del Estado en la sociedad, que la propuesta de reforma eléctrica hace nuevamente aflorar.
A estas alturas, sin embargo, deberá ser claro para toda persona despierta que la Reforma Energética de 2013, además de corruptora del sistema parlamentario mexicano, buscó, en materia eléctrica, formalizar lo que ya ocurría en los hechos desde el salinismo: el desmantelamiento gradual del aparato estatal, la Comisión Federal de Electricidad en particular, para asentar y profundizar la privatización del sector eléctrico en el país, empezando con la generación.
El hecho de que el desarrollo de plantas de generación privadas se haya inclinado en últimos años hacia las energías ‘limpias’ es meramente circunstancial. Empresas transnacionales y actores políticos sabían del inmenso potencial del territorio mexicano para las energías eólica y solar (como ejemplo, el Istmo de Tehuantepec que tiene de los potenciales eólicos más importantes del mundo). Pero sabían también lo lucrativo que resultaría construir un marco regulatorio y reglas de juego en el naciente mercado eléctrico a conveniencia de las empresas privadas. ¿Los grandes beneficiarios? Empresas energéticas como Iberdrola, Enel y EDF (entre muchas otras) y grandes corporaciones, mexicanas o subsidiarias, operando en el país, que ante sus altos consumos de electricidad optaron por, entre otras figuras, ‘autoabastecerse’, con lo que además la CFE perdió a sus más grandes consumidores.
Resaltan casos como el de FEMSA, una empresa con una amplísima cartera de daños a la salud pública, a comunidades y sus territorios, así como al tejido urbano de las ciudades mexicanas con sus omnipresentes tiendas OXXO, sin hablar del casi aniquilamiento de la tienda de barrio familiar. Figura también Wal-Mart, empresa que en México nació como una máquina corruptora de autoridades municipales para construir en tan solo unos años su segundo mercado a nivel global, además con un pésimo récord en derechos laborales.
En suma, lo que ha ocurrido en los últimos años es una transferencia sistemática de bienes públicos y comunitarios al sector empresarial más favorecido del país, con el beneficio adicional que brinda la mercadotecnia verde pues siempre habrá algún público incauto. Ahora sabemos que las familias mexicanas pagan en sus hogares hasta tres veces más por unidad de electricidad que, por ejemplo, las tiendas OXXO o las corporaciones Wal-Mart y Bimbo. Solo en una cabeza retorcida por el pensamiento neoliberal es esto un beneficio público, por más toneladas de C02 que hayan dejado de emitir estas empresas*, pues en este argumento ambiental se omiten el despojo y los abusos a las comunidades que hasta ahora caracterizan a los grandes parques eólicos y solares en el sur y sureste del país, donde se encuentra gran parte de la generación privada dentro del rubro considerado como energías limpias.
La magnitud del atraco a lo público es escalofriante. La exposición de motivos de la propuesta de Reforma Eléctrica presentada por el presidente Andrés Manuel López Obrador el pasado 30 de septiembre habla de cientos de miles de millones de pesos anuales por medio de una mezcla de figuras y transacciones tanto legales como ilegales. En este sentido, la nueva reforma eléctrica busca simplemente detener el abuso. Plantea regresar al lugar que tenía la CFE antes de 2013 para de ahí iniciar una otra trayectoria, donde el Estado tenga la rectoría del sector eléctrico y pueda gestionar y planificar el Sistema Eléctrico Nacional -como un bien público- así como guiar la transición energética. Sobre esto último, proponer la propiedad pública de la extracción del litio no solo fue una jugada política ejemplar, sino que será un elemento fundamental para la soberanía energética en la transición a las energías renovables.
Pero no todo es miel sobre hojuelas. La propuesta de reforma constitucional deja nuevamente de lado algo fundamental: la inclusión del sector social y las comunidades. O, como lo ponen diversos colectivos y organizaciones, en esta batalla entre lo privado y lo público se invisibilizan las comunidades y sus esfuerzos por aprovechar de forma comunitaria las energías renovables, así como los derechos de comunidades indígenas sobre sus territorios y sobre la energía misma, cuyo acceso no debe ser solo un derecho humano individual sino también colectivo. La reforma eléctrica es en este sentido poco imaginativa, pues prevalece una visión centralista, cuando una de las virtudes de las energías renovables es precisamente su potencial para descentralizar la generación y con ello democratizar la energía. Garantizar a las y los mexicanos el acceso asequible a la electricidad no serán tareas ni logros menores. Pero las comunidades tienen memoria: en su larga historia la CFE ha cometido muchos agravios a comunidades rurales e indígenas con proyectos de generación de energía, y no hay garantía de que no vuelva a suceder. Los tiempos llaman a otra forma de relación con los territorios y con las comunidades que los habitan, que además suelen ser propietarios, de manera colectiva, de la tierra.
Algunos encontramos resquicios para la esperanza. Pese a la prisa que seguramente llevará el proceso legislativo existen legisladores y funcionarios del más alto nivel del gobierno federal con oídos sensibles, también dada su historia de la mano de movimientos sociales y procesos comunitarios. Aunque no existe ninguna garantía, algunos más optimistas buscaremos que esta reforma eléctrica sea mejorada, abriendo la puerta a una transición energética justa y democrática. Este gobierno y la presente legislatura, en el Congreso y el Senado, tienen una oportunidad única para lograr una reforma eléctrica no solo necesaria sino de avanzada.
(*) Justo antes de enviar esta columna me entero por el editorial de hoy de La Jornada de un comunicado de organizaciones ambientales en contra de esta reforma eléctrica. Pese a mi aprecio a organizaciones firmantes coincido en esta ocasión solo con el hecho de que estamos frente a una emergencia climática. En lo demás, como lo señala la editorial de La Jornada, me sorprende la ausencia de crítica a la legislación actual y a la ruta de privación y mercantilización de la energía en nuestro país, así como el sesgo hacia las generadoras particulares, cuando gran parte de su generación sigue proviniendo de plantas de ciclo combinado, usando incluso gas importado proveniente de Estados Unidos. Enfrentamos una crisis climática, sí, pero no es la única crisis, y cualquier transición deseable requiere de procesos sociales y resultados justos, y lo que hoy tenemos no puede distar más de lo uno y de lo otro.
Profesor de ecología política en University College London. Estudia la producción de la (in)justicia ambiental en América Latina. Cofundador y director de Albora: Geografía de la Esperanza en México.
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