Las siguientes historias son pedazos de los corazones de algunas mujeres triquis que cuentan sobre la angustia, indignación, la zozobra y una profunda tristeza de las que esperan. Esperan crecer para casarse, esperan a que sus maridos migrantes regresen, esperan volver a vivir en paz, esperan justicia, pero sobre todo esperan regresar a su Tierra Blanca
Texto y fotos: Isabel Briseño
YOSOYUXI, OAXACA.- Tierra Blanca es un paraíso verde enclavado en la mixteca alta de Oaxaca donde las montañas tocan las nubes bajo el cielo muy azul. Las mujeres triquis ataviadas de rojo andan libres sobre los caminos y la tranquilidad impera. La tierra es húmeda y los pies descalzos sienten la suavidad al recorrerla.
Las mujeres se sientan largos ratos a platicar bajo la sombra de un árbol. Cuando se cansan, agarran camino y se acompañan junto a algún río cristalino. Mangos, plátanos, zapotes, mameyes, guayabas, naranjas, entre otras frutas son arrancadas de los frondosos árboles; parece que en Tierra Blanca todo se da. Siguen el recorrido hasta llegar al cultivo de algún familiar al que apoyan a sembrar el frijol, el maíz o los quelites.
Echan tortillotas al fogón, de esas que los citadinos no conocemos. Lavan su ropa mirando las montañas tupidas de verde o aplastan los chiles y el tomate en el molcajete para comer con totopos junto a sus hijos.
Esa era la vida tranquila de cualquier mujer triqui de Tierra Blanca. “Así vivíamos. Tú podías caminar libre”, dice Angélica. En Tierra Blanca se respiraba libertad, según cuentan sus habitantes originarias.
Esa historia, sin embargo, cambió desde aquel 26 de diciembre del 2020 en que les fue arrebatada la paz. Ahora son mujeres, en su mayoría, que fueron desplazadas junto a sus hijos, hijas, padres, madres, suegros, suegras, cuñadas.
Antes esperaban en su hogar a que en algunos años regresaran sus esposos, hermanos, hijos que migraron para poderlos abrazar y disfrutar junto a sus seres queridos el esfuerzo conjuntopara construir no solo una casa, sino el que pensaban era el patrimonio que les aseguraba tener esa vida pacífica, libre y feliz de la que ahora solo queda el recuerdo.
Las mujeres triquis de Tierra Blanca ahora también anhelan ser ellas las que puedan volver a disfrutar de sus casas, de su tierra, de su comida, de su tejido y de la tranquilidad que les fue arrebatada.
Las mujeres triquis son mujeres fuertes que de jovencitas conocieron a algún muchacho de Tierra Blanca en algún baile o porque alguna hermana o amiga se los presentó y al decidir casarse, después de algunos años de noviazgo, se mudan a la tierra de donde son originarios los hombres. Ahí echan raíces, y ven nacer y crecer a sus hijos e hijas.
El matrimonio vive junto apenas un par de años, después el hombre migra a los Estados Unidos para trabajar y enviar, poco a poco el dinero que les permita iniciar la construcción de su vivienda.
—¿Extrañas a tu esposo?
—¿Es difícil no verlo en tantos años?
—Sí, pero una se acostumbra y me habla diario
—¿Sí regresan?
—Algunos sí, otros ya no, pero nosotras los esperamos
—¿Qué dice sobre el desplazamiento?
—Que le haga la lucha por volver pero si no se puede, que ni modo, pero que no me arriesgue.
Desde la carretera, a lo lejos se observan puntos de distintos colores esparcidos sobre un verde escarpado. Son enormes casas que se han construído con el trabajo de los esposos de las mujeres que los esperan.
Los hombres envían dinero desde la unión americana, como dicen ellas, y las mujeres supervisan la construcción. Los materiales para construir una casa se venden al doble o triple del precio que en otras zonas, debido al difícil acceso. Para llegar a Tierra Blanca hay que recorrer un camino de terracería desde el Carrizal que está aproximadamente a 1 hora caminando y a 20 minutos en automóvil.
“Los triquis vivíamos bien, con nuestro refrigerador grande, pantallas, camotas grandes, baños grandes, cocinas amplías como esas que tienen los gringos, todo bueno, eh”, dice el tío Lauro.
—¿Usted vive en Tierra Blanca?
—No, ahí nací pero me fui. Mi jefecita sí vive allá, ella no quiere estar en otro lado que no sea su pueblo, cuesta más trabajo que los abuelitos quieran dejar su tierra.
—¿Usted también tiene casa en Tierra Blanca?
—Sí, la mía y la que le hice a mi madrecita, por eso ando acá metido porque no es justo que perdamos todo.
—¿A qué se dedica?
—Como todos, me fui varias veces pa´l norte pero llegó el día que me cansé y también junté un dinerito pa’ comprar un terreno en el Estado de México y ahí puse un negocito de plata, con eso vivo.
El costo de construcción de una casa va desde el millón de pesos hasta los 4 millones aproximadamente, eso, más el costo de los muebles. Para reunir esta cantidad, un hombre puede tardar más de 5 años. Hay algunos que se van muy jóvenes al país vecino con la ilusión de construir una primera casa para sus madres; otros más construyen el hogar pensando en algún día regresar y formar una familia.
Lourdes Hernández Martínez de 31 años nació en una comunidad llamada la Sabana, ella se casó con un hombre de Tierra Blanca y tuvo 4 niñas, de 12, 8, 7 y 2 años de edad. En Tierra Blanca se quedó su casa, su carro y su dinero. Su esposo trabaja construyendo casas en Estados Unidos. Una vez se fue 3 años, luego regresó y se volvió a ir durante casi 5 años.
—¿Nunca le pidió que se fuera con él?
—Una vez me lo dijo pero yo no quiero ir a Estados Unidos porque yo no te como cualquier cosa (responde mientras pela semillas de girasol que come). Ni chalchichas, ni jamón, mi gusto es el chilacayote, la calabaza, el ejote, el frijol de la olla, totopo y tortilla hecha a mano, esa es mi comida. La carne que hay allá no es como la de acá, yo no confío en esa carne, me da miedo comer carne de caballo o de perro porque allá sí venden cualquier cochinada y aquí no, acá todo es fresco.
—¿Qué es lo que más extraña de Tierra Blanca?
—Extraño mi casa, mi cama, el vivir bien, el vivir tranquila, comer a la hora que quiera, dormir a la hora que quiera. Cuando nos tuvimos que salir, lloré durante todo un mes, no quería comer, no quería hacer nada.
Estar todas juntas no es lo mismo. Ya sea en la Ciudad de México o en Yosoyuxi le genera tristeza. La comida no alcanza y deben hacer guardias durante la noche para cuidarse. No se duerme bien porque no están dentro de sus casas, están bajo una lona delgada o amontonados en el albergue.
—¿Te acostumbraste a estar en la Ciudad de México?
—No, la comida y las tortillas no son buenas, el baño huele re feo y nos robaban nuestras cosas los que viven en la calle.
La banda suena a lo lejos, en la cancha de Yosoyuxi se celebrarán unos XV años. Al otro lado del jolgorio en una cocina pequeña, se encuentra menos festiva Antonina Martínez de 44 años. Tiene una voz muy dulce y queda. Su mirada está perdida, se percibe un abandono y una tristeza infinita. Hablando siempre en triqui, responde que nació en la comunidad de Coyuchi.
Ella tiene un hijo varón que vive en Estados Unidos y 4 hijas, 3 ya se casaron. La mayor tiene 24 años y vive en Oaxaca con su esposo, dos viven en Estados Unidos, y la menor de 16 años es con la que vivía en Tierra Blanca hasta antes de ser desplazadas. Su hija estaba estudiando, y es lo que más le preocupa, que ya no pueda continuar porque todos los ahorros que tenía para los estudios se quedaron en la casa junto con la computadora.
Aprendió a tejer a los 10 años de edad por necesidad, cuando perdió a sus padres. Comenzó elaborando pequeñas bolsas y cada que terminaba una la vendía para mantenerse. Se casó 5 años más tarde, a los 15.
Antonina se dejó de su esposo, “se fue con otra”, dice, pero ella se quedó en Tierra Blanca porque ahí se construyó su casita. Trabajaba el telar de cintura y con eso se mantenía, vendía los huipiles que elaboraba y de eso generaba recursos, además vendía pollos ya crecidos en Juxtlahuaca, el pueblo que es el centro de comercio que queda a 2 horas.
Una vez separada, se le quedó toda la responsabilidad económica y regresó a elaborar huipiles. Si necesitaba con urgencia dinero debía dedicarse por completo a la confección de la colorida pieza. En 6 meses terminaba uno si le dedicaba día, tarde y noche, pero si lo hacía a ratos, el tiempo de fabricación se duplicaba. “Pienso en mis hijas cuando tejo un huipil, al venderlo tenía dinero para los gastos”. Ahora no tiene cómo seguir elaborando las preciosas prendas porque los materiales se quedaron en su casa y los hilos son caros.
10 mil pesos eran sus ahorros recientes, para reunirlos dejó de comer huevo y carne. “No valió la pena el esfuerzo porque ese dinero ya se perdió, se lo quedaron ellos, (se refiere a los que los desplazaron)”. Antonina suspira profundamente y mira al horizonte mientras Isa traduce sus preocupaciones. Gabriela, la única de sus hijas que quería estudiar, ya no cumplirá su sueño. Ella tenía los mejores promedios en la escuela, estaba estudiando la prepa en Oaxaca.
Guadalupe Martínez es originaria de Yosoyuxi, comunidad que ha acogido a los desplazados durante los retornos fallidos. Tiene 53 años y tiene 3 hijas, una está casada y dos son solteras. Su esposo falleció hace 4 meses en Estados Unidos. Tenía 20 años cuando se casó.
Ella sembraba y también hacía telar de cintura y es lo que más extraña. Cuando los hombres están, son ellos quienes se encargan de la milpa y de ir a recolectar la leña pero cuando ellos se van a Estados Unidos son las mujeres quienes realizan también esas tareas.
Hacía muchos huipiles y los juntaba, cuando ya tenía bastantes, los iba a vender los viernes a la plaza de Juxtlahuaca. Las madrinas o las suegras, dan huipil cuando apadrinan a otra mujer en alguna festividad.
Cuenta que sí se acostumbró a estar en la ciudad porque estaba con su gente y eso le hizo resistir las carencias y los malos tiempos.
—¿Se quedaría a vivir en la ciudad?
—No, yo quiero volver a mi pueblo.
—¿Y ustedes muchachas?
—Yo sí, responde a la carrera Diana.
—¿Por qué?
—Quiero estudiar una carrera en la que pueda ayudar a la gente.
—¿Y tú Daniela?
—Extraño mi pueblo y a mi perro, pero si me quedaba en México.
—¿Qué es lo que más les gustó de la Ciudad?
—La basílica.
Margarita Ramírez, de 44 años, es soltera llevaba toda su vida viviendo en Tierra Blanca, ahí nació y vivía con su papá, su cuñada y su sobrina. Sus hermanos emigraron también a Estados Unidos para trabajar. El señor Ramírez era sordo, salió como todos los días a pasear a sus animales al monte. Mientras estaba en el campo no pudo escuchar las balaceras y ahí lo asesinaron.
Silvia, cuñada de Margarita, dice que su suegro era una persona que se la pasaba trabajando en el campo. “Mire, usted, cómo lo dejaron”, exclama mientras muestra una foto de su celular, “prácticamente lo descuartizaron. No se que le harían pero aquí tiene mucha sangre, los pies se los ataron, hubo tortura antes de que lo mataran, le chisparon su brazo y su manita, le arrancaron la cabeza antes de darle el ese tiro de gracia con un arma de alto calibre”.
La gente de rastrojo se metió a las casas a sacar lo que les gustó, “eso da mucho coraje porque es el patrimonio que tiene uno gracias al trabajo de los esposos que se van tantos años a la unión americana”.
Silvia dice que se integró a la caravana que viajó a la Ciudad de México para exigir sus derechos.
“El señor presidente no hace caso, y mire mi suegro cómo terminó, no es justo, dice la mujer molesta mientras mientras ruedan lágrimas por sus mejillas.
Silvia se casó a los 34 años. Su esposo lleva 8 años en Estados Unidos. Ella cuenta que no se quería casar hasta que encontrara al hombre indicado, ¿y si fue el indicado?, si me hubiera dicho lo que iba a pasar aquí, no me hubiera casado. Su esposo tiene esperanza de que van a poder recuperar su casa y sus cosas pero a ella le queda muy poca confianza en las autoridades
“Estamos solos, nadie nos da seguridad, ni la policía, ni el presidente, nadie”.
— ¿Tiene esperanza de volver?
— No mucha porque ya hemos visto que no hay respuesta y no tenemos seguridad.
— ¿Se siente segura?
— Yo en ningún lado me siento segura. Las autoridades vinieron a proteger a los funcionarios, pero aquí nadie se quedó a cuidarnos.
Las mujeres de Tierra Blanca vivían en un paraíso, su paraíso. No se preocupaban por pagar renta. Las sonrisas de los niños se escuchaban hasta la medianoche porque podían jugar en las canchas de basquetbol o fútbol hasta esa hora, la inseguridad es algo que no conocían. La comida tampoco era un dolor de cabeza, comían sano y sin requerir mucho dinero.
No se puede abandonar el trabajo de toda una vida, no solo el de sus compañeros, también el que ellas hacían en el campo. Se preguntan dónde enterrarán a sus abuelos o dónde serán enterradas ellas por sus hijos si pierden su tierra.
Siguen luchando porque no quieren vivir en la Ciudad de México, regresaron por necesidad, por haber sido engañados con la promesa de un retorno seguro, pero la ciudad no les gusta, muchas mujeres, como Antonina, se sienten deprimidas por lo que vivieron en la capital mexicana.Sofía le pediría al presidente que “retire a esas gentes que han violado, golpeado, maltratado y despojado a tantas mujeres de sus hogares. No es justo que se queden con todas nuestras cosas y que sigan matando a nuestra gente”.
El pueblo de Tierra Blanca Copala ahora es un lugar vacío, su gente y su alegría está dividida entre los que pese a las incomodidades siguen acampando sobre la avenida Juárez de la Ciudad de México para no ser olvidados por las autoridades, y entre quienes eligieron esperar a que haya nuevas noticias entre los paisajes verdes de Yosoyuxi.
Tierra Blanca no es el primer pueblo con el que se quedan y no será el último si el Presidente lo sigue permitiendo, dice Bella. “Habemos quienes tenemos el apoyo de nuestros esposos, pero ¿y las mujeres que están solas?, ¿de qué van a vivir?, ¿qué van a comer si sus hilos y su telar lo dejaron en sus casas y no pueden seguir tejiendo para mantenerse? Ni ellas ni nosotras, merecemos ser desplazadas y despojadas de lo que es nuestro. ¿o usted dejaría que la sacaran de su casa?
Nunca me ha gustado que las historias felices se acaben por eso las preservo con mi cámara, y las historias dolorosas las registro para buscarles una respuesta.
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