La vida de las mujeres en los surcos no vale nada para los empleadores y las instituciones. Sólo la solidaridad familiar y comunitaria permite resolver las problemáticas más urgentes, pero para las mujeres quedan excluidas de estos lazos por el machismo, no queda protección alguna
Por: Ariane Assemat* / Campo Justo
Desde su infancia, la vida de Rosa ha sido marcada por el duro trabajo en los surcos y por la discriminación, resultando en trágicas pérdidas familiares. La primera fue a los 10 años, cuando en el camión que la llevaba junto con su familia rumbo a los campos de Sinaloa, vio morir a su hermano con meses de nacido: “le dio mucha diarrea y vómito, no aguantó y se murió en brazos de mi mamá. Llegando allá ya estaba muerto mi hermanito. El mayordomo con el que íbamos no quiso apoyar para decirle al chofer que nos regresáramos, hasta nos aconsejó tirarlo en un canal de agua, pero no quisimos”.
Años después, ya de adulta, Rosa llegó a Chihuahua con su familia y vivió una nueva tragedia: “el ranchero tenía sus tierras a un lado de la pista, y del otro lado rentaba unos cuartos deteriorados, de los que él pagaba una parte y nosotros poníamos la otra parte; para ir a trabajar teníamos que cruzar la pista muy temprano, cuando todavía estaba oscuro a las 5 de la mañana; a mi mamá la atropelló un camión de Lala en la autopista que estaba cruzando para ir a trabajar. El patrón no nos dijo nada, ni tampoco la persona que nos llevó, no nos dijo nada, ni se acercó para ver cómo estábamos… Haga de cuenta que no pasó nada, ellos fueron a trabajar, tranquilos… nomás me quedé yo con el resto de mi familia, para ver qué se hacía con el cuerpo de mi mamá”.
Para los patrones y las instituciones, las vidas de las personas jornaleras no valen nada. El maltrato es el pan de cada día en los surcos, tanto por parte de los patrones, como de las instituciones que responden con indiferencia a las necesidades de las familias jornaleras, particularmente de las mujeres, cuando ven violados sus derechos laborales, en particular a la seguridad social, que implica no solamente el acceso a atención médica, sino también pensiones por invalidez, compensaciones por la muerte de un familiar en el contexto laboral, pago de invalidez por enfermedades y el parto.
Pero ser jornaleras significa vivir al día, sin ningún tipo de apoyo ni prestaciones. Ante la ausencia de las instituciones, la solidaridad familiar y comunitaria permite resolver las problemáticas más urgentes, pero para las mujeres que quedan excluidas de estos lazos por el machismo, no existe protección alguna.
Éste es el caso de Rosa: casi no regresa a sus tierras natales, ya que en su comunidad la maltratan por ser madre soltera. En los últimos años ha estado recorriendo los campos agrícolas del noroeste y bajío con su hija menor de edad, siguiendo las temporadas de pizca; ambas quedaron embarazadas en una zona agrícola, y al no contar con seguridad social ni apoyo familiar, estuvieron obligadas a trabajar hasta el último día de su embarazo, realizando jornadas extenuantes de sol a sol, cargando hasta dos “arpillas” de 30 kilos de chile serrano y botes de jitomate, en contacto directo con los pesticidas, y sin supervisión médica alguna.
Realizaron un viaje de dos horas para llegar al hospital más cercano, en el que dieron a luz con un par de semanas de diferencia entre ambos partos. Afortunadamente, el embarazo de riesgo de Alberta, por ser adolescente, transcurrió normalmente; mientras el parto de Rosa se complicó, requiriendo cesárea. Al día siguiente, regresaron a su vivienda, un cuarto compartido con veinte personas más y una sola toma de agua, con dos recién nacidos, sin ningún recurso ni apoyo de instituciones. En los días posteriores, Rosa sintió fuertes dolores y tuvo que ser internada de nueva cuenta. La cesárea no cicatrizó bien y se infectó; estuvo a punto de morir por ello. En el hospital nadie se tomó la molestia de explicarle lo que estaba pasando, en vez de ello se responsabilizó a Rosa por no haber seguido las medidas de higiene necesarias en su delicada situación, sin cuestionarse sobre las condiciones en las que vivían las dos mujeres y los dos recién nacidos, ni con qué dinero iban a comprar, además de los alimentos y el pago de la renta, los pañales y los materiales de curación.
Ante tan dramática situación, se solicitó el apoyo del DIF estatal; sin embargo, ante la lentitud burocrática con la que se trató la demanda, Alberta tuvo que tomar la decisión de ir a trabajar a los campos, aun cuando su parto era muy reciente y debía guardar reposo durante al menos un mes. A sus 15 años, tiene bajo su responsabilidad un hijo recién nacido, un hermanito y una madre en una situación de salud muy delicada. Con el duro trabajo de los campos, apenas logra juntar lo necesario para cubrir los pañales y la despensa.
Lo que viven las mujeres jornaleras en los campos es una violación a los derechos humanos laborales más básicos y a la dignidad humana. Una crisis humanitaria que afecta también a niñas y niños, condenados desde que nacen a una vida de miseria y atropellos. Frente a ello, desde la Alianza Campo Justo, seguimos llamando a las instituciones a que tomen en sus manos su obligación de garantizar una vida digna para la población jornalera que alimenta al país.
* Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”, Alianza Campo Justo.
** Persona de la comunidad que lleva grupos de personas jornaleras a trabajar, fungiendo como intermediario con la empresa.
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