Alejandro Agostinelli pasó de ser un ufólogo adolescente a dedicar su vida a desmontar teorías de la conspiración. ¿Por qué creemos, o mejor dicho, queremos creer en aliens, ovnis, medicinas milagro y conspiraciones de todo tipo, pero a veces nos cuesta trabajo creer en la ciencia? El periodista da algunas pistas al respecto.
Texto: Lydiette Carrión
Fotos: Pixabay
CIUDAD DE MÉXICO.- Esta pandemia nos ha arrebatado a seres queridos o nos ha quitado la salud. Y también ha detonado otros duelos: desde el que perdió su empleo, su casa, debió cambiar de proyecto de vida: dejar una carrera o profesión para sobrevivir; el niño de preescolar que ya nunca más vio a su mejor amiguito de la escuela. La mujer que hasta la fecha tiene secuelas graves por contagiarse hace un año. Y la muerte siempre rondando. Los que murieron por covid y los que lo hicieron por una suerte de efecto mariposa, donde las condiciones extraordinarias impidieron su tratamiento médico.
En estas condiciones, me encuentro pensando más a menudo en cosas religiosas; y por las noche miro los X Files saturada de nostalgia. Quiero creer. Quiero algo que me saque de la realidad. Alguna vez me lo dijo un profesor de pintura que tenía como 30 años dando clases: él notaba que cuando la situación del país era difícil, le llegaban más estudiantes queriendo pintar figuras fantásticas.
Me entero en el blog del periodista Alejandro Agostinelli. El pasado 25 de junio la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) del gobierno de Estados Unidos publicó un informe preliminar sobre la evaluación de Fenómenos Aéreos No Identificados (UAP, por sus siglas en inglés). Los UAP serían la versión moderna de lo que en los ochenta o noventa llamaban objetos voladores no identificados, OVNI.
En resumen, el informe justifica que se le dé financiamiento para seguir investigando sucesos que ya habían investigado previamente: una imagen de años atrás, un reporte que quizá en un principio se había desechado.
La urgencia por buscar ovnis es paralela a un creciente movimiento antivacunas; esto en plena pandemia que ha matado a casi 4 millones de personas (según las proyecciones serían al menos 8 millones).
Mientras, en México, la población cree en adivinos, chamanes, santos, santa muerte, pero desconfía de la ciencia.
¿Qué nos lleva a creer, o mejor dicho, a querer creer?
Alejandro Agostinelli es periodista; casi desde el inicio de su carrera se dedicó a investigar fenómenos aparentemente inexplicables, paranormales, y esto viene de una pasión: los ovnis. Cuando era un adolescente de 14 estaba convencido de su existencia, y antes de llegar a la mayoría de edad, se volvió escéptico. Agostinelli se acerca a esta reportera buscando información sobre una nota: las videntes que lucran con gente que busca a sus desaparecidos. Este investigador argentino quiere adentrarse en el papel que la fe juega en esas heridas abiertas. El investigador es investigado. El resultado es esta entrevista.
¿Cuánto tiempo duró tu proceso de ser «believer» a ser escéptico?
En 1977, a los 14 años formé mi primer grupo ufológico, integrado por amigos de la escuela secundaria. Todos creíamos en extraterrestres. Digamos que seguí siendo un creyente activo hasta los 17 años. Desde entonces no paré de acumular herramientas que me permitieron afinar cada vez más mi espíritu crítico. Lecturas, experiencias, estudios.
El primer hito de esa carrera se presenta el 14 de junio de 1980. Junto a los amigos del grupo decidí estudiar un caso a fondo, era un avistamiento masivo. Había testigos en todo el país e incluso en Uruguay, Paraguay y Brasil. De aquel raro estímulo visual se habían tomado fotografías desde diversos puntos geográficos. Las imágenes permitían tener una idea clara de las características, el tamaño, altitud y desplazamiento del objeto. Aquella vez me encontré con la simpática sorpresa de que las personas pueden describir un mismo evento de muy diferentes maneras. Una nave madre tan pronto puede ser una esfera luminosa, una rueda gigante o un chupete. No sólo eso: las diferencias entre los diversos testimonios nunca serán tan distintas como las que ofrecerá la prensa, que además introducirá nuevas variantes.
Así se me cayó la venda de una parte importante del misterio: que es el alucinante proceso de transformación que sufre el informe de una experiencia a priori extraordinaria. Desde la percepción, el registro en la memoria y la reelaboración del estímulo hasta la narración, el epicentro de ese relato deviene en una cosa bien distinta a la original. Si el que recibe esa historia es un periodista, un ufólogo, un youtuber, en fin, quién sea, lo que ese intermediario vuelque a los ojos o a los oídos del interesado será una versión colmada de arreglos de las más diversas procedencias; podrán ser desde los ornamentos fantásticos de un testigo curioso, instruido en la cultura platillista, hasta los oropeles provistos por los “expertos”. Es raro tropezar con informes que describen la percepción de objetos anómalos libres de toda esta hojarasca, lo era hace medio siglo.
Hoy, cuando disciplinas como la ufología han entrado en una fase de show desaforada y son cada vez menos los interesados en filtrar la información, estas narrativas modernas entran en una especie de lavarropas cultural que lo centrifuga todo y lo vuelve parte de un proceso de creciente complejidad.
¿Te queda algo de fe, algo de duda?
Nunca fui una persona religiosa. Bueno, es una afirmación que se puede matizar. Si en plena adolescencia estás a la pesca de extraterrestres que te evitarán ir a la escuela, porque cuando aterricen lo revolucionarán todo y sabrán todo sobre el viaje espacial y el futuro de la humanidad, esa puede ser también una búsqueda religiosa, una manera alternativa de alcanzar a un “padre superior”.
No soy ateo sino agnóstico; que es la incapacidad por dar un veredicto sobre la existencia o inexistencia de un dios –siendo la materia divina un asunto incognoscible por definición. También me defino materialista cultural, a lo Marvin Harris; y realista científico, como Mario Bunge; en el sentido de que los límites del conocimiento son los que proporciona la ciencia, y lo que está fuera de esos conocimientos son materias pendientes para la ciencia. Es decir, no son, por su naturaleza incognoscible, objeto de investigación de disciplinas heterodoxas que casi siempre no son sino parodias de la metodología científica.
Dicho esto, no me jacto de mi falta de fe. Conozco personas religiosas que llevan su fe con mucha felicidad; y no soy quién para juzgar a sus vidas más o menos virtuosas que la mía, que carece de esa religiosidad. Aun así, pienso que entre los no-religiosos hay un subgrupo que somos capaces de disfrutar del estado de maravilla latente de lo religioso y encontrarlo también en otras manifestaciones culturales. Tal vez podemos asombrarnos de grandiosas pequeñeces del universo con la misma pasión, incluso con cierta nostalgia por esos dioses en los que no hemos sido capaces de creer.
¿Sigues buscando alguna prueba?
No tengo otro remedio, soy periodista. Ahora, si te refieres a pruebas de la existencia de naves extraterrestres, buscar ese tipo de evidencias no está entre mis prioridades. Obviamente soy un observador entusiasta de las personas que afirman haber sido testigos o poseer pruebas; y no te voy a decir si esas personas prometen traer restos de humanoides escondidos o de la decoración interior de un platillo; siempre estaré encantado de escucharlos o de mandar a analizar esos artefactos.
Esas historias de ciencia ficción plebeya me fascinan, son mi alimento de cada día. He aprendido mucho sobre el sentido de la cultura popular escuchando esos testimonios, tratando de comprender lo que significan.
¿Cuál es tu motor para seguir indagando en estos temas?
La duda, junto a la curiosidad, son los motores del conocimiento. Quizá por eso, por las dudas y por la curiosidad, no sé si en ese orden, sigo buscando.
Con tu conocimiento y experiencia, ¿crees que en América Latina la gente es más propensa a creer en lo no comprobado, en fenómenos extraterrestres o en lo sobrenatural?
No es más propensa en América Latina que en otros continentes; lo que cambian son los contenidos en arreglo a las regiones, los segmentos poblacionales, los niveles de educación y, si hacemos un corte histórico, por los cambios sociales y culturales.
Hasta hace unos 25 años, por ejemplo, en las capas medias había un enorme interés por la ufología y lo paranormal que descansaba en la credibilidad de ciertos testimonios, como los reportados en semanarios o programas como los de Jaime Maussan. A nivel más general estaba de moda el caso Roswell, la posibilidad de que una nave extraterrestre estrellada fuera un secreto militar de los Estados Unidos.
Esta tendencia creció con los años, al punto de que las teorías de la conspiración monopolizan casi todo el mapa de divulgación y entretenimiento del llamado “periodismo paranormal”. Hoy más que nunca, este puede ser ejercido casi por cualquier persona con carisma, conectividad y tiempo para aprender de sus colegas youtubers, porque a ninguno de ellos le pidas que lea.
El conspiracionismo se disparó y visibilizó con los antivacunas; con la pandemia lo vimos más claramente que nunca. Pero ese movimiento anticientífico espasmódico, para nada homogéneo, se nutrió por años de una producción cultural pseudocientífica tan bien representada por el terraplanismo –que es casi completamente audiovisual: no hay libros o artículos, hay canales de Youtube–.
Hoy todos creen en todo a la vez; el conspiracionismo es un agujero negro que devora todas las conspiraciones y quizás es así porque el conspiracionista moderno es un consumidor compulsivo, se vuelve experto en crear una realidad alternativa sobre la base de todas las conspiraciones en las que cree.
Esta corriente anticientífica ¿de dónde viene? ¿De Estados Unidos? ¿O acaso es internet la que potencia las teorías de la conspiración?
Vienen de todas partes. Internet es el aleph, el gran catalizador.
Antes de la explosión de las redes sociales los contenidos que tenían más posibilidades de inserción eran por mérito, calidad, capacidad de entrar en diferentes estratos sociales y desde luego por los capitales que apuestan a la idea: Es raro que perdure un mercado sin inversores. Las redes sociales abonaron un terreno donde florecieron nichos y una avalancha de outsiders que abrieron juegos novedosos, entre ellas propuestas desreguladas como las conspiracionistas.
Una de las cosas que nos tocó ver en esta pandemia es cómo políticos o referentes mediáticos que representan a amplias capas de la población compraron, lo más campantes, teorías extrañas y enloquecidas. Cosas que el siglo pasado no pasaban hoy son rutina. Es posible gracias a las redes sociales, la globalización cultural y la expansión endemoniada del capitalismo. Este momento del mundo es crítico porque si bien hay muchos que están luchando contra ese estado de situación no son escuchados, o muy poquitos los escuchan. Junto al hambre es uno de los grandes dramas del siglo XXI.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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