Los estudiantes que se juegan, literal, el pellejo defendiendo Mactumactzá saben que de su organización y de las decisiones que tomen depende que esa escuela siga abierta: esa única oportunidad para los estudiantes más pobres del país.
Lydiette Carrión
Hace poco edité unas memorias para exalumnos de la normal rural de Ayotzinapa. Es un libro que está en proceso de edición y pronta publicación. Se trata de un documento único en su tipo, porque no se sabe mucho de la vida cotidiana en estas escuelas.
Esa secrecía tiene razón de ser.
Las normales rurales fueron un producto del México posrevolucionario. En ese entonces el gobierno apostó a un modelo de internado para formar a futuros maestros que darían educación a sus comunidades, las más remotas y marginadas de México.
Ese origen de los jóvenes que se forman ahí sigue siendo el mismo: son hijos de campesinos, o de los sectores más pobres del país, cuyas familias no podrían solventar el costo de mandarlos o mantenerlos durante la universidad. De ahí la importancia y el valor que tienen. Las normales rurales –en su mayoría– ofrecen el servicio de internado y alimentación. Mientras editaba el libro que comentaba párrafos arriba, los testimonios se repetían: la posibilidad de comer tres veces al día y estudiar era algo para muchos, un lujo que no habían conocido nunca.
En 1935, y ya en esta efervescencia socialista cercana a la época cardenista, los propios normalistas, crearon su Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, (la la FECSM), porque determinaron que era necesario defender sus derechos y sus escuelas de posibles embates del gobierno.
No se equivocaron.
A los pocos años, de estas escuelas–internado surgieron luchadores sociales de enorme importancia: Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, por nombrar a los más conocidos. El primero, a partir de lecturas marxistas, y sobre todo de su propia realidad, concluyó que había apostar por la transformación social mediante la guerrilla; pero también previó la necesidad de formar cuadros políticos. Él dejó una semilla de organización, círculos de lectura, procesos autogestivos de politización popular con el objeto de asegurar la supervivencia de la normal.
Es quizá el legado más importante de Cabañas, y el menos conocido.
Desde entonces, las normales rurales funcionan como ningún otro centro estudiantil en el país. Mediante organización, coordinación entre escuelas y movilizaciones, la FECSM ha alcanzado su principal objetivo: que las autoridades no desaparezcan sus instituciones.
Repito, dada las condiciones de marginación de los hijos de campesinos, jornaleros y trabajadores pobres del país, el sistema de internado y garantizar que esos espacios sean ocupados por quienes más lo necesitan es, para miles, el único modo de acceder a la educación superior, de salir de los círculos de pobreza más duros del país. Y vaya que los han querido cerrar.
Cada año deben marchar, hacer plantones, huelgas: las peticiones son las mismas: no reducir la matrícula, asegurar un trabajo al salir, aumentar gasto destinado a alimentación. Por ejemplo, recuerdo que en algunos de los testimonios de Ayotzinapa, cada día el gobierno del estado designaba 22 pesos para la alimentación de cada estudiante.
Para mantener esas condiciones, los estudiantes casi cada año sufren muertes. Cada año los estudiantes ponen sangre contra el cierre de sus escuelas. Represión, enfrentamientos con la policía. Una y otra vez los testimonios se agolpan: protestar, para lo más pobres en este país, protestar para las hijas y los hijos de campesinos, es jugarse la vida.
Ellos saben que se juegan su futuro y el de las generaciones que vienen.
En este libro que pronto saldrá a la luz, varios de los exalumnos narran los golpes que a inicios de la década de los 2000 sufrieron dos normales: la de Mactumactzá y la del Mexe. En 2003, la mayoría de las normales rurales habían tenido movimientos exitosos. En Mactumactzá estaban en su movimiento anual para asegurar las plazas magisteriales.
La FECSM estaba confiada, los jóvenes, tranquilos, ya habían ganado en otras escuelas. Pero de pronto, algo cambió. Hubo una traición; de pronto la narrativa del gobierno estatal cambió y lo que parecía ya una negociación acordada, se rompió.
Después de eso las protestas aumentaron, y lo siguiente fue una represión brutal contra mujeres, hombres, madres de familia e incluso niños pequeños que se encontraban en Mactumactzá apoyando la movilización.
La lucha se perdió. El gobierno del estado cerró por varios años el sistema de internado. Y mientras, a nivel federal se movía otro ataque contra las normales: bajo la misma dinámica sería cerrada la normal de El Mexe en Hidalgo.
Por eso, ahora las y los estudiantes que se juegan literal, el pellejo defendiendo Mactumactzá saben que de su organización y de las decisiones que tomen depende que esa escuela siga abierta: esa única oportunidad para los estudiantes más pobres del país.
Desde aquí todo mi respeto y admiración a los normalistas rurales de México.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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