Una réplica constante contra la universalidad de las becas de estudiantes es la siguiente: ¿Por qué mis impuestos se gastan en “premiar” estudiantes que no se esfuerzan?
Lydiette Carrión
Una réplica constante contra la universalidad de las becas de estudiantes es la siguiente: ¿Por qué mis impuestos se gastan en “premiar” estudiantes que no se esfuerzan? En otras palabras, por qué el dinero público se debe usar para que un estudiante termine sus estudios. ¿Por qué el dinero público debe usarse para esto?, frente a esto me pregunto: ¿cuáles son los gastos válidos para el dinero público?
Hace unos 30 años todavía, se consideraba que la educación, el acceder a mayores rangos educativos podría garantizar también mejores condiciones de vida, y capilaridad social. Actualmente, existe la idea (parcialmente correcta) de que no es así, de que tener una licenciatura no garantiza un trabajo digno. Ni siquiera, en ocasiones, una maestría o doctorado. Ojo, hablo de percepciones.
Entonces, si un mayor grado académico no garantiza una mejor calidad de vida, ¿por qué nos molestamos en tratar de que la mayor cantidad de población alcance más grados educativos?
Pero hasta donde han arrojado los estudios, un mayor grado académico, si bien no es la panacea ni garantizaba la capilaridad social que tenía décadas antes, sí sigue siendo una herramienta para mejorar la calidad de vida.
Por ejemplo, los organismos internacionales han señalado que a mayor escolaridad de las madres de familia, hay más acceso a la salud, la educación y la nutrición de los hijos. Es decir, la escolaridad de la madre no necesariamente implicó un aumento en el ingreso económico; pero sí en una mejor gestión de los recursos disponibles, sus hijos comen mejor, son más apegados a la escuela, tienen mejor acceso a la salud. Las mujeres quizá no tienen la suficiente educación académica para independizarse económicamente; pero la poca que tienen ha hecho la diferencia en la vida de sus hijas e hijos.
En una ocasión un amigo me platicaba cuando entró a la universidad. Hubo un chico que venía de un pueblo muy pobre, de algún lugar remoto que actualmente no recuerdo. Desgraciadamente, el estudiante foráneo no pudo continuar; no recuerdo si hubo un problema familiar o no resistió la presión. Regresó a su pueblo. Al paso de los años mi amigo se encontró con su amigo. Este joven que tuvo que dejar la universidad había vuelto a su pueblo, pero con lo poco o mucho que adquirió en la escuela, hizo algunas reformas en su negocio familiar y con ese pequeño capital intelectual hizo las reformas necesarias para que su familia lograra convertirse en una de las más prósperas de su pueblo.
Cuando, en México, uno de los países más desiguales del mundo, se habla de becas para estudiantes de nivel medio superior y superior, no es necesariamente con la expectativa de que todos los jóvenes llegarán hasta el doctorado o posdoctorado. Eso sería genial, maravilloso; y ojalá que en el futuro podamos fijarnos eso como meta a nivel nacional.
Cifras tristes: estudiantes ausentes
Pero partamos de los hechos actuales: en México la educación primaria tiene una eficiencia de casi el 100 por ciento. Pero la deserción y el rezago comienzan a instalarse en secundaria, y luego, más grave en bachillerato. Ahí, la SEP reporta una eficiencia terminal de entre el 71 y el 69 ciento aproximadamente; en otras palabras, de 100 adolescentes que ingresan a primero de bachillerato, se gradúan 70.
La tasa neta de escolarización para bachillerato es del 64 por ciento aproximadamente. Es decir, el 64 por ciento de los adolescentes mexicanos que deberían estar estudiando su prepa, su CCH, lo hacen. Hay casi un 40 por ciento que no. ¿Dónde están? Una pista: el 70 por ciento de los no estudiantes son mujeres.
¿Un dinero directo a la estudiante le permitirá liberarse de algún yugo familiar?, ¿podría prevenir tal vez un embarazo adolescente?
Ahora bien, a nivel universitario las estadísticas bajan aún más: ahí la cobertura, según las mismas cifras de la SEP está entre el 40, 45 por ciento. Es decir, menos de la mitad de los adolescentes y jóvenes de entre 18 y 22 años están estudiando la licenciatura. Y de esa cantidad, sólo terminará el 67 por ciento.
¿Es que todos los “flojos”, desinteresados y “malos estudiantes” nacieron en México? Pues no. Hay causas estructurales, sistémicas, que pasan necesariamente por la desigualdad, la falta de educación de calidad, la violencia, esa mal llamada guerra contra el narcotráfico, que instalan una cultura de la desesperanza y la sobrevivencia.
Si Juan, un estudiante de sietes, un cínico, poco interesado en la escuela, recibe una beca de ayuda, quizá esa ayuda no le permita ver “la luz” de la importancia académica, del bien vivir. Pero quizá le permita contar con un certificado de bachillerato que le acerque un empleo un poco más digno, o que quizá, al paso de los años pueda presentar para ingresar a una licenciatura.
Ese dinero no es un “premio” para el estudiante; es una inversión social. Es ver, mirar, en dónde se estancan los estudiantes y dónde se pueden torcer sus vidas. Entender que ese dinero es una inversión en las y los adolescentes de todos. Asegurar generaciones un poco menos precarizadas, con un poquito más de herramientas. Es un seguro que quizá rescate a uno o dos del reclutamiento del crimen organizado.
Ojo, no es la única medida; requiere otras acciones, una muy importante es la de mejorar la educación pública, rescatar el espacio público… infinidad de cosas pendientes. Pero un paso es ese: una bequita escolar.
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