El lugar donde se construirá el aeropuerto alterno de la Ciudad de México fue una de las haciendas más grandes de la Nueva España. Los jesuitas financiaron sus misiones gracias a este latifundio ovejero y pulquero
El jesuita Pedro Sánchez puede ser considerado como el fundador de la hacienda de Santa Lucía. Los anales detallan que, una tarde, el hombre de sotana negra montó un caballo “confiado de la guía divina” y recorrió caminos hasta que descubrió el lugar formidable.
La compró el 13 de diciembre de 1576, día de Santa Lucía de Siracusa, junto con otras posesiones: yeguas, ovejas, cabras, caballos, perros y ocho esclavos negros “enfrenadados”, es decir, con grillete.
Los jesuitas que no eran tan adeptos a la esclavitud se permitieron poseer a la servidumbre “siempre y cuando se le diera una atención especial a sus necesidades espirituales”.
En su libro “Una hacienda de los jesuitas en el México colonial: Santa Lucía”, el historiador Konard Herman relata que, con los años, la tenencia de esclavos aumentó a más de 200 y la hacienda se convirtió en uno de los latifundios más grandes de la Colonia.
Ejemplificadora es la historia de un hacendado de Querétaro que se enfrentó con los pastores de Santa Lucía porque algunas de sus 100 mil ovejas llegaron a los pastizales del terruño queretano. El conflicto escaló hasta las autoridades virreinales que protegieron los intereses religiosos.
La hacienda prosperó, sobre todo, por la excelente producción de lana y pulque, bebida de los dioses aztecas y brebaje de los desposeídos en la Colonia.
Funcionó durante 195 años, hasta que los jesuitas fueron expulsados del territorio de la Corona en 1767. Sus bienes fueron confiscados y pasaron a manos de las autoridades virreinales, que dividieron el territorio y vendieron las cinco estancias de la hacienda. Entre la lista de nuevos propietarios estuvo Pedro Romero de Terreros, uno de los hombres más ricos de la Nueva España.
En la base aérea de Santa Lucía, construida en los años cincuenta, se conserva parte de una de las antiguas estancias. Los magueyales nacen de forma silvestre en el lugar, nada queda de la fama pulquera, ni de los animales de trabajo.
En lugar de los esclavos y sirvientes hay ahora unos 7 mil militares que trabajan y viven en la base aérea más importante del país.
Es una pequeña ciudad con cines, oficina de correos, comedores, hospital, alberca, bomberos, tenientes coroneles y capillita guadalupana. Las calles llevan a circuitos de obstáculos donde entrenan los soldados, la actividad del lugar es, sobre todo, aérea. La tierra es rasa y bien podada.
Andrés Manuel López Obrador ordenó a las Fuerzas Armadas construir aquí un aeropuerto que sustituya al que estaba proyectado en Texcoco.
No deja de ser curioso que el primer español que ocupara el lugar fuera un militar: el soldado Juan González Ponce de León, leal a Hernán Cortés, y quien fue el primero en someter a los pobladores originarios de la zona. Los pueblos otomís, tepanecas, ocolhuaques y chichimecas fueron despojados de sus territorios y luego empleados en labores del campo. Muchos otros fueron desplazados a lo que hoy es Ecatepec, Estado de México.
Ahora, el Ejército diseña y planea instalaciones “que representen a un país por su ingenio constructivo y su sencillez en el uso de materiales y sistemas”, según explican los ingenieros militares.
La base aérea está rodeada de casas de interés social que son promocionadas con nombre pomposos como “Nueva Granada”. Sobre la carretera se venden pulques curados de fresa, melón, guayaba y avena. La barbacoa vive de su fama y el camino es famoso por sus asaltos.
El nombre verdadero de la basea áerea es “Alfredo Lezama Álvarez”, pero la fuerza de la costumbre hace que la gente la siga llamando Santa Lucía. El nuevo aeropuerto civil se llamará “General Felipe Ángeles” pero los documentos del gobierno lo nombran con las siglas AISL: Aeropuerto Internacional de Santa Lucía.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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