La Educación en la naturaleza ayuda a construir relaciones positivas, mejora la calidad de vida, potencia la educación ambiental y es clave para el desarrollo sostenible del país
Por Marlene Gras / @MarleneGras / @Muxed
Pocas veces se menciona la protección, conservación y restauración de los ecosistemas naturales, la flora, la fauna, la biodiversidad como un campo prioritario de estudio a nivel obligatorio, superior o su profesionalización como “trabajo del futuro”. Sin embargo, son numerosos los estudios que alertan sobre lo riesgos inminentes que enfrentamos a nivel global, y con consecuencias locales: algunos son el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, las crisis del agua y la alimentaria.
Si la supervivencia de la humanidad depende de la forma en que interactuamos con el entorno y de ser capaces de protegerlo, ¿por qué no se catalogan como profesiones del futuro? Es sencillo, el marco de pensamiento que así las denomina aún está enfocado en la producción de bienes y su transacción económica inmediata, pero pronto estas carreras serán mejor valoradas, porque de ellas depende nuestra subsistencia como especie.
Enfrentamos gravísimos retos: se estima que en México se ha perdido alrededor del 50% de los ecosistemas naturales. Las causas son múltiples: cambio de uso de suelo, desechos industriales, fuentes de calor y luz, extracción excesiva, caza furtiva. Es urgente rediseñar el manejo de la riqueza natural mexicana. Necesitamos personas motivadas y capacitadas para hacerlo.
Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) lanzados por la ONU para proteger el planeta y asegurar el bienestar de todas y todos incluyen la acción por el clima, vida submarina, vida de ecosistemas terrestres, energía asequible y no contaminante, agua limpia y saneamiento, entre otros más. Los ODS están interconectados y la educación de calidad es un habilitador insustituible: el mejor manejo de las áreas naturales sólo será posible con una educación de calidad.
“Nadie ama lo que no conoce”: es imposible poner atención en algo que no conocemos, mucho menos dedicar una vida profesional a protegerlo. Y ¿cómo “conoce” el ser humano? Muchas veces cuando pensamos en “aprender” o “educar”, pensamos directamente en el aula (ahora en la computadora). Situamos el aprendizaje en espacios cerrados, adentro. Incluso concebimos la escuela como un edificio, si acaso con cancha de juegos. Hemos disociado del aprendizaje las sensaciones y percepciones. Por ejemplo, parece normal enseñar las partes de la planta directamente de la ilustración de un libro, cuando sería más sencillo salir al patio escolar a observar una o varias y encontrar sus diferencias.
Hacer uso de imágenes, ilustraciones y modelos es una práctica deseable, pero es indispensable acompañarla de experiencias vivenciales. No basta con acercar el contenido a los estudiantes. Es necesario crear y acercarles oportunidades para que surjan preguntas, permitan involucrar sus sentidos y experimenten ideas y conceptos. No es lo mismo leer sobre la energía que generan los molinos de viento que sentir la fuerza del viento en la cara y luego generarla armando un dispositivo sencillo.
Educación ambiental: experimentar en primera persona la naturaleza, sus ciclos y procesos del mundo natural.
En muchos lugares del mundo hay un movimiento hacia la democratización de las áreas naturales. Es común que los turistas conozcan mejor las bellezas naturales de una región, y que entiendan su importancia cultural y científica, que los propios locales. Eso tendría que cambiar. ¿Cómo lograr que los locales aprecien la importancia de la riqueza natural que los rodea? ¿De dónde saldría la motivación por cuidarla y protegerla? ¿Cómo entenderían cómo protegerla?
En México existen esfuerzos interesantísimos de ecoregión que involucran a la comunidad: en las praderas de Chihuahua y los humedales tamaulipecos, entre otros. Sin embargo, existen pocas oportunidades de educación en la naturaleza para los más pequeños y durante la trayectoria escolar. El currículo mexicano abarca el estudio de los seres vivos, los ecosistemas y la biodiversidad, pero no contempla de forma explícita el estudio en campo.
Países (Finlandia y Australia), ciudades (San Francisco, Río de Janeiro y Boulder) y barrios (El Bronx), han incorporado este elemento en sus currículos y en la vida de sus sociedades. Han entendido que la educación en la naturaleza es un aspecto clave de la educación ambiental. Australia, por ejemplo, integró competencias específicas sobre seguridad ambiental, salud y ambiente, ecología, conciencia ambiental, conservación y manejo del ambiente, y literacidad ecológica. En las escuelas de estos lugares se encuentran patios escolares transformados en huertos y conservatorios de plantas locales, donde se dan clases regularmente; “aulas en la naturaleza” y de aventura; jardines polinizadores educativos y museos sobre física ubicados al pie del mar, con exhibiciones que muestran los verdaderos efectos en la naturaleza. Abundan niñas y niños, desde preescolar, visitando en grupo bosques o parques y haciendo observaciones de aves, plagas, efectos del clima, o registrando huellas de animales locales o migrando. También hay grupos de adolescentes, con entrenamiento previo, visitando áreas naturales e incluso recogiendo datos científicos en vinculación con el esfuerzo de alguna universidad o centro de investigación locales. Todo con mucho respeto y con el principio “no te lleves más que fotos y no dejes más que tus huellas”. Para lograrlo se han diseñado trayectos formativos para docentes en educación ambiental.
En México, hay ejemplos de prácticas educativas estrechamente conectadas al entorno local, sobre todo en escuelas comunitarias e indígenas. Empezamos a ver pequeños intentos de huertos y compostas, pero aún separados de la propuesta curricular y la cultura escolar, cuando muchas de las unidades de aprendizaje de preescolar, primaria, secundaria y bachillerato podrían abordarse, al menos parcialmente, explorando afuera.
Cuando la Educación en la Naturaleza se acompaña de procesos de reflexión –además de ser clave para el futuro sostenible y parte fundamental de la educación ambiental– brinda oportunidades verdaderamente significativas para desarrollar relaciones positivas con el ambiente, con los otros y con nosotros mismos. La evidencia nos muestra beneficios interesantes: Promueve el desarrollo integral de los estudiantes en las dimensiones sociales, académicas físicas y psicológicas;incrementa la calidad de vida y la interacción social; motiva a la actividad física; fomenta la inclusión de personas con discapacidad; y propicia la educación intercultural, facilitando la integración de usos, costumbres y aprendizaje contextualizado.
México tiene el segundo lugar en obesidad infantil y, en PISA, casi ningún estudiante se encuentra en el nivel 5 o 6, en el área de Ciencias. Es decir que no pueden aplicar de manera creativa y autónoma su conocimiento de la ciencia en una amplia variedad de situaciones, incluidas las desconocidas.
Para hacer realidad esta educación es necesario que existan, en todo el país, áreas naturales en entornos urbanos y en escuelas y corredores de fauna. Además, deben ser accesibles y seguras.
Una reflexión con perspectiva de género: cuesta trabajo imaginar un grupo de jóvenes mujeres acampando en un bosque solas; o una científica recogiendo a solas muestras del volcán Popocatépetl o haciendo observaciones de jaguar en el bosque de Tamaulipas, Durango o Chihuahua. Seguramente las hay, pero las condiciones de violencia de nuestro país son una barrera más para poderse involucrar en prácticas de campo y peor aún para las mujeres. Sólo 35.1% de los profesionistas en Ciencias de la tierra y atmósfera son mujeres, por cierto, un campo profesional bastante bien remunerado.
Entonces ¿de qué nos estamos perdiendo? ¿y nuestras niñas, niños y jóvenes? ¿qué relación podría tener esto con su elección de carrera? Y ¿con el desarrollo sostenible de nuestro país?
Es momento de ocuparnos ganando espacio para la naturaleza y para nuestra virtuosa interacción con ella. Empecemos por espacios verdes intencionales en escuelas, museos, parques y áreas ejidales especialmente asignadas por la comunidad que sirvan para la educación, conservación y cuidado. Sigamos con la integración en el currículo nacional de la educación ambiental, incluyendo la Educación en la Naturaleza.
Nota sobre la covid-19: me imagino si hoy tuviéramos una cultura más fuerte de Educación en la Naturaleza, sin duda sería más fácil transitar a un protocolo de regreso escalonado a las escuelas con espacios fuera de las aulas. ¡Que no nos tome otra vez por sorpresa!
*La autora es integrante de MUxED. Licenciada en Educación y Desarrollo y Maestra en Educación Internacional por la Universidad de Estocolmo. Estudia la Maestría en Innovación Educativa para la Sostenibilidad en la Universidad del Medio Ambiente y es consultora en materia de educación y desarrollo. Le apasiona crear ambientes de aprendizaje seguros, significativos, dinámicos e inclusivos en donde puedan desarrollarse personas involucradas, creativas, felices y capaces de contribuir a un mundo más justo y en sintonía con la naturaleza Contacto: gras.marlene@gmail.com
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