20 diciembre, 2020
Miles de migrantes mexicanos retornados y deportados de Estados Unidos enfrentan el rechazo y la discriminación por no contar con documentos oficiales, o por su edad. Estas son sus historias
Texto: Kau Sirenio
Fotos: Duilio Rodríguez
Para Julia no fue fácil retomar la vida en México después de regresar de California, donde vivió 23 años con sus hijos. Lo primero que enfrentó fue el engorroso trámite de su credencial de elector; luego, la complicación de conseguir empleo. Nadie le ofrecía salario justo ni seguridad social. Y lo peor: la discriminaron por ser migrante. Durante años, asegura, cargó con ese estigma, a pesar de que no fue deportada de los Estados Unidos.
De acuerdo con Julia Salamanca, en México, miles de migrantes retornados y deportados enfrentan el rechazo y la discriminación por no contar con documentos oficiales; además, después de pasar gran parte de su vida fuera del país, regresan a una edad en que resulta difícil colocarse en un buen empleo, porque carecen de experiencia en un campo laboral tan distinto al que se acostumbraron en el otro país.
Para generar empleo se organizan en colectivos, como ahora que, para enfrentar la crisis generada por la pandemia de covid-19, elaboran cubrebocas y los exportan al país que los expulsó.
Los migrantes deportados abrieron puertas en la Ciudad de México cuando empezaron a tejer alianzas entre ellos para reinventarse: “Empezamos vendiendo dulces en el zócalo, porque no teníamos dinero para el pasaje y comida”, comparte Ana Laura López.
De la venta de dulces saltaron a la venta de playeras, y cubrebocas en la era de la pandemia. “Nunca pensé que estar organizados en un espacio como el Colectivo de Deportados Unidos fuera a cambiar mi vida; ahora tengo trabajo y me siento útil”, dice con entusiasmo Gustavo Dull mientras prepara sus artefactos de serigrafía.
Desde que nació el Colectivo de Deportados Unidos, empezaron a llegar migrantes deportados y retornados, unos a buscar consuelo o trabajo y los demás a proponer agenda de trabajo, como lo hace Adán Jácome León, que todos los jueves llega al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México a repartir cubrebocas con información del colectivo a los deportados.
Desde que regresó a México hace diez años, José Tinajero empezó a recuperar madera abandonadas en las calles de la Ciudad de México y la recicla para volverla al mercado mobiliario. “Trabajo la madera recuperada, para autoemplearme, porque la pandemia hizo más difícil la ciudad”, dice.
“Los jueves llegan dos vuelos, el primero viene de Texas, y el segundo sale de California. Cada vuelo trae a doscientos compas; todos son deportados; ellos casi no hablan con nadie por miedo al estigma. En México dan por hecho que un migrante deportado es criminal, gracias al discurso de odio que hay en contra de los migrantes”, explica Adán sin soltar su mochila donde lleva paquetes de cubrebocas que reparte a los migrantes que vienen de San Diego. California.
Julia sale de la concina con una tetera en la mano. “Hay té y café, como gusten”, suelta a bocajarro. Deja tres tazas en la mesa y regresa por azúcar, café y una caja con sobres de té. Toma asiento y empieza a platicar de su familia que se quedó en Pasadena, California; luego, salta a la Ciudad de México cuando regresó de Estados Unidos.
De 62 años de edad, Julia reconstruye su pasado como migrante. “Cuidé niños y limpiaba casas; me pagaban cinco dólares la hora; cuando había trabajo ganaba entre cien y doscientos dólares a la semana; con ese dinero ayudaba a mi esposo a pagar el gas y, a veces, la renta”, relata.
Julia vivió 23 años en Pasadena, California con sus tres hijos, pero decidió regresar a México después de separarse de su esposo por violencia intrafamiliar. Así fue como abandonó el sueño de los billetes verdes, para vivir casi en la indigencia en su país.
Mientras amarra sus cabellos canos, se anima a contar sus peripecias en México.
“Busqué trabajo en fábricas, por eso de seguro social, pero por mi edad me rechazaban; no me quedó de otra que trabajar en una tortillería; como no tengo agilidad por mi edad, me despidieron. De ahí, vendí pizzas en los tianguis; ahí me acusaron de robar 200 pesos; tuve que reponer ese dinero a pesar de que me pagaban 150 al día. Ese trabajo lo dejé porque no podíamos ir al baño, lo que me provocó infección en el riñón”, recrea.
Después de vender pizza en los tianguis, a Julia no le quedó otra opción que comprarse un triciclo para vender pan.
“Vendí pan; un día me agarró la lluvia y mis panes se me mojaron todos. No sabía qué hacer; me puse llorar bajo la lluvia, porque no sabía cómo salir adelante con mi venta. Claro, se le gana muy poquito. Decidí salir a tocar las puertas para lavar y planchar ropa, porque no tenía comida”, recuerda.
Con la ayuda de sus hermanos, Julia montó una pequeña tienda en Chalco, pero la pandemia de covid-19 la aisló más por ser persona vulnerable, así que sobrevive con lo poco que obtiene de la venta.
De niño, Héctor Franco aprendió a poner cierres y botones a pantalones y caminas, además de hacer dobladillos y reparar las prendas que los clientes le llevaban a su papá. En aquellos años, a Héctor no le gustaba el oficio, pero su padre le ofreció una paga a la semana. Eso lo convenció para tomar las tijeras y la máquina de coser para siempre.
Héctor nunca se imaginó que el oficio de la familia fuera su aliado en Oakland, California, donde vivió 23 años reparando uniformes de militares y policías de esa ciudad, servicio que le permitía cierta seguridad en el pequeño negocio de costura.
A Héctor le diagnosticaron la diabetes cuando se estaba tratando de una úlcera; además, se le complicó todo porque sus ojos ya no le respondían. Así que decidió regresar a México para descansar y seguir su tratamiento, pero al cruzar la garita de Otay, Tijuana, Baja California, la policía de migración detectó que su visa había vencido, así que lo ficharon y salió como deportado de Estados Unidos.
“Fui a la clínica que está a la vuelta donde trabajaba, porque el doctor era mi amigo; cuando me revisó, me sugirió que regresara a México a descasar un tiempo porque la diabetes me impedía trabajar. Al llegar a México tuve problema para tramitar mi credencial de elector, porque llegué justo en el proceso electoral de 2018”, recuerda.
Una vez que tuvo su identificación, Héctor buscó trabajo en la Ciudad de México, pero su edad le jugó mal.
“Mi edad me dificulta mucho encontrar trabajo, así que fui a la delegación; ahí me consiguieron trabajo en una Soriana; por la pandemia me descasaron por ser de grupo vulnerable, edad y enfermedad. Me mandaron a descansar; la compañía me ayudó con medio sueldo por un mes y medio, pero a partir de mayo dejaron de pagarme”, revela.
Antes de dejar el trabajo de limpieza, Héctor supo, en una plática con un excompañero de trabajo, que el Colectivo Deportados Unidos empezarían a elaborar cubrebocas y necesitaban un sastre para la manufacturarlas. Así fue como llegó al colectivo, para retomar el oficio que aprendió en su infancia gracias a unos pesos que su papá le entregaba cada fin de semana.
El arte de sazonar chile chipotle, Guillermo lo heredó de su madre cuando de niño vivía en Puebla. Ese platillo le permitió reinventarse para sobrevivir en la Ciudad de México, porque su edad le impide conseguir trabajo.
Ahora, Guillermo Salamanca agradece al Colectivo de Deportados Unidos, por gracias a esta organización ahora tiene su propia marca de chile chipotle: El Chipocludo. Reconoce: «Además, retomar el aprendizaje de mi infancia me permite tener ingreso. Pero te soy sincero, desde que empezó la pandemia mi venta ha caído. Antes vendía más vasos de chile, pero ahora se ha esfumado”, explica.
Después de trabajar 2o años en Chicago, Illinois –de lavaplatos primero, hasta que escaló a mesero–, Guillermo volvió a México, gracias a los ahorros que le dejó ese trabajo, pero se encontró con trámites engorrosos para montar su propio negocio. El ahorro que tenía se agotó y se quedó desempleado. Ahora vive de la venta de El Chipocludo.
Cuando Ana Laura llegó al aeropuerto de Chicago para viajar a México a visitar a su familia, ya la esperaban agentes de Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por su sigla en inglés), quienes revisaron sus documentos y después la subieron en el vuelo que ella misma compró, con la diferencia que salió de Estados Unidos con el reporte de deportada. Con el castigo de 20 años para no pisar Estados Unidos.
El caso de Ana Laura López se debió a su activismo en aquella ciudad, donde intentó organizar a sus compañeras para formar un sindicato después que los nuevos dueños de la tienda donde trabajaba empezaron a acosar a los trabajadores con más carga de trabajo por ser migrantes indocumentados irregulares. Intentaron organizar un sindicato, pero perdieron la elección. Meses después les pidieron documentos en regla, como no contaban con ello, se vieron obligadas a dejar el trabajo.
La activista cuenta que la necesidad de contar con documentos y empleo los llevó a organizarse en el Colectivo Deportados Unidos. “El 16 de diciembre del 2016, nos reunimos por primera vez; es la fecha oficial de la fundación del Colectivo. Nos reunimos afuera del museo Franz Mayer, porque ahí fue la entrega simbólica de proyectos productivos a la comunidad de la Ciudad”, refiere.
Agrega: “Así empezó nuestro punto de reunión, una vez a la semana. Durante varios meses, estuvimos ahí; luego vino el proceso de asimilación de la deportación y reintegración; pero lo curioso es que, ya no fue individual, sino colectivo. Eso fue clave. Ya no éramos uno, sino muchos de mis compañeros que en ese momento nos reunimos que ahora ya estamos adaptados y más reintegrados a México ya con objetivos más claro”.
Este trabajo fue realizado para la Organización Internacional de Trabajo. Lo reproducimos con autorización de los autores. Aquí puedes encontrar la publicación original
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