No todas las personas desaparecidas están muertas. Muchas están vivas y son víctimas de redes de trata, trabajo forzado, o están impedidas para volver a casa. El colectivo “Búsqueda Nacional en Vida” reúne a madres de todo el país que se dedican a buscar a sus hijas e hijos en esas circunstancias, y a veces encuentran a los hijos suyos o a los de otras mujeres
Texto y fotos: Paloma Robles
Ilustraciones: La Lechuga Ilustradora
A la cárcel del municipio de Tonalá, Jalisco, en el occidente de México, llegan 22 mujeres que esperan su ingreso en la fila de visita. Ellas no son familiares de los internos, no conocen a nadie adentro. Son madres que buscan a sus hijos e hijas desaparecidas y que forman parte del colectivo Búsqueda Nacional en Vida.
Es 10 de marzo de 2020, las mujeres llegan vestidas de negro al penal de Jalisco sin celulares, libretas o plumas, como obliga el protocolo de ingreso. Entran sólo con la foto de su hija o hijo impresa en papel o estampada en sus playeras.
“Nos adaptamos a los requisitos que cada penal tiene (…) no alhajas, no aretes, no collares, no broches en el pelo, no tenis con agujetas, no calzado de huarache, tacón tampoco”, dice Rosaura Magaña, integrante del colectivo y enfermera jubilada. Ella busca en la cárcel de Tonalá algún rastro de su hijo Carlos Eduardo Amador Magaña, desaparecido junto con 3 muchachos por policías ministeriales de Tlaquepaque, Jalisco, en julio de 2017.
Rosaura no acepta perder a su hijo así, “de repente”, y se sostiene en la fe de que Carlos Eduardo está vivo: “Mi hijo tenía 20 años cuando se lo llevaron, ahora tiene 24 años, mi hijo está en una edad productiva, entonces yo hasta el último momento voy a esperar a encontrarlo en vida”.
Dentro del penal las mujeres apenas tienen unos minutos para recorrer los módulos, cotejar tatuajes y otros rasgos físicos, exhibir las fotos de sus hijos o hijas por los pasillos enrejados y ganarse la confianza de los internos. Muchos son jóvenes olvidados por sus propias familias.
“Ahí los tienen”, dice María de la Luz López Castruita, líder del Colectivo. “Sabemos que no hay comunicación con las familias. Inclusive hemos encontrado chicos que nos dicen: ‘tengo 5 años aquí y mi familia no sabe que aquí estoy’”.
Cuando les muestran las fotos, a veces los reclusos les dicen que los vieron en algún lugar o les comentan que sus hijos fueron compañeros suyos de trabajo. Si la fecha de desaparición es anterior a los hechos que relatan los presos, entonces surge una línea de investigación.
Ruth Gumersindo es mamá de Marco Antonio Guerrero, desaparecido hace 11 años en Altamira, Tamaulipas. El joven tenía un tatuaje en el antebrazo derecho con el nombre de su hija Jimena. Desde aquella región del norte Ruth viajó a Jalisco para sumarse a la brigada.
Ella explica que en las cárceles los celadores les rayan un número en sus brazos y las acomodan de tal forma que no estén cerca de los reclusos.
“Cuando vemos que se quedan viendo mucho a las fotos, que voltean y se regresan, entonces ya podemos preguntarles: ¿Se te hace conocido? ¿Crees haberlo visto?”.
Ruth encontró pistas de su hijo en el Centro Preventivo y de Readaptación Femenil de Tonalá. Allí, 2 mujeres reclusas le aseguraron haberlo visto en la enfermería del Penal Preventivo de varones.
“Pasa una chica y lo observaba y lo ve y me dice: ‘yo lo conozco’. ¡Ya te imaginarás! ¡Sentí que el hígado se me subía hasta las orejas!”, recuerda emocionada. Ahora lo que sigue para Ruth es regresar a su estado, ir a la fiscalía y ampliar su denuncia, diciendo que estuvo en Jalisco y que existe la posibilidad de que su hijo se localice en ese estado.
Para dar seguimiento al caso del hijo de Ruth, las comisiones locales de Búsqueda y de Derechos Humanos, tomaron la declaración de una de las internas y elaboraron un informe con los detalles de un “posible positivo”. Este es un concepto que repiten las madres al referirse a las pistas certificadas que cada una consigue para integrarlas a las carpetas de investigación de sus hijas e hijos desaparecidos.
“Somos puras madres con dolor, puras madres, que nos urge, localizar a nuestros hijos”, dice María de la Luz López Castruita, que desde hace más de 12 años recorre el país con la foto de su hija, Irma Claribel Lamas López, desaparecida en Torreón, Coahuila, a los 17 años.
Lucy recuerda muy bien el último día que vio a su hija. Era miércoles 13 de agosto de 2008; Irma tomó sus cosas y se fue de casa sin permiso. Tenía días buscando pretextos para ir a un concierto de Caifanes en Saltillo. Lucy pensó que era una rebeldía más de su hija, pero Irma no volvió. Su esperanza es encontrarla con vida.
Desde entonces se ha dedicado a organizar labores de búsqueda en grupos, con los que recorre calles, hospitales, salas de emergencia, centros de rehabilitación o de detención de menores, clínicas psiquiátricas. Y ahora, las cárceles. En esos lugares las madres buscan una pista, un testimonio, una descripción que las ayude a encontrar en algún sitio a sus desaparecidos.
En México las instituciones de justicia están empeñadas en convertir a las personas desaparecidas en cifras de muertos o restos hallados en fosas. Por eso la labor de Búsqueda Nacional en Vida es todo un desafío que reta las inercias y las omisiones de la impunidad.
“Las familias ya estamos cansadas de buscar a nuestros familiares en basureros, en cuevas, en ríos en montes. A ellos se los llevaron vivos y por eso vivos los estamos buscando. Exigimos a las autoridades que hagan su trabajo. Si no lo hacen, que apoyen a las familias para que podamos hacer búsqueda en vida porque ya estamos cansados de buscarlos en muerte”, es una de las consignas que más repiten en sus manifestaciones las madres de Búsqueda Nacional en Vida.
El colectivo nació en el año 2017, en Coahuila, donde organizaron su primera jornada de búsqueda, acompañadas por el obispo Raúl Vera, figura clave en la defensa de los derechos humanos.
A su causa se han sumado más de 100 familias de todo el país que se organizan por whatsapp y dos veces al año salen a jornadas de búsqueda. Han recorrido distintos estados: Coahuila, Oaxaca, Veracruz, Michoacán, Guerrero, Morelos y Jalisco.
Las técnicas de investigación de este colectivo de mujeres pueden compararse con las más profesionales de la autoridad. Ahora saben cómo conseguir la sábana que registra las llamadas telefónicas de los celulares de sus hijos o sus hijas para revisar desde dónde y a quién llamaron antes de que les perdieron el rastro. También revisan las redes sociales, verifican si sacaron dinero de un cajero automático o si pidieron un taxi.
Al seguir la pista de su hija, Lucy López supo que Irma había tomado un carro de sitio para buscar una dirección a un hora de distancia de su casa. Con la ayuda de los choferes de su barrio, logró rastrear en pocas horas el último lugar donde Irma había estado.
“Duramos ahí como unas dos horas, entonces le hablamos a la patrulla. Estaban ahí los policías tratando de que abriera la puerta y entonces me dice uno, ‘señora vaya y ponga la denuncia porque su hija es menor de edad y esto es secuestro”. Así, Lucy supo que su hija había quedado atrapada en una red de trata. Desde ese día 13 de agosto de 2008 su propósito ha sido encontrarla viva y en cada entrevista que da a la prensa aprovecha para enviar recados a su hija.
“Me gustaría que [este mensaje] llegara a Cari, me gustaría que llegara a mi hija, que ella viera que yo no he dejado de luchar, que voy a seguir luchando hasta que me muera. El último suspiro lo voy a entregar a ella, a la búsqueda”, dice en entrevista.
Lucy explica que las autoridades no le han puesto interés a la búsqueda de personas vivas. Los esfuerzos se han concentrado al rastreo de cuerpos enterrados en fosas y al final de cuentas no dan los resultados que ellas quisieran.
“Se están llenando los laboratorios de restos y restos y restos y las autoridades no le están poniendo interés a la búsqueda en vida” comenta Lucy, impaciente de encontrar a todos los desaparecidos vivos que -dice- les “están esperando”.
La justicia tiene una deuda con ellas. Los gobiernos a veces la asumen y a veces, no. Ella es una de las afortunadas porque ha contado con el apoyo de las autoridades de su estado. Pero la mayoría de las veces las madres y sus acompañantes cubren sus gastos individuales y hacen colectas para saldar los costos.
Algunas cuentan con viáticos porque están inscritas al Registro Nacional de Víctimas (RENAVI). Sin embargo, para su última caravana en Jalisco, el RENAVI incumplió los compromisos firmados y las madres tuvieron que pedir 60 mil pesos para pagar su transporte. Todavía conservan esa deuda.
En el último año, el RENAVI sufrió un recorte y el fondo para búsquedas ya no admite el registro de nuevas familias. En delante, no contarán con recursos para buscar.
Así, las familias del colectivo se organizan por cuenta propia ante la falta de resultados de las autoridades. Cada historia les comprueba, que por la ruta institucional los casos de desaparición de sus hijos e hijas quedan empantanados en el eterno papeleo y la omisión de ministerios públicos empeñados en perseguir causas penales desde sus oficinas, sin salir a campo.
Rosaura Magaña explica que las fiscalías no atienden con prisa las denuncias por desaparición, las primeras diligencias demoran entre 15 a 30 días y lamenta que sólo envían oficios a otras dependencias pero no salen a buscar.
A pesar de la urgencia, apenas hace dos años existen comisiones gubernamentales para la búsqueda de personas a nivel federal y estatal, y no siempre están encabezadas por gente experimentada. Son tan recientes que en los hechos no queda claro su papel en las investigaciones. Esta falta de claridad deriva en una rivalidad cada vez más evidente con las fiscalías.
A noviembre del 2020 México acumula más de 79 mil 500 personas desaparecidas y no localizadas, pero apenas en agosto pasado entró en vigor un protocolo homologado de búsqueda que intentará facilitar la recuperación de personas con vida.
Las cifras del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas, presentadas en julio pasado, revelan que 104 mil 652 personas fueron localizadas con vida. Pero la autoridad no especifica la causa de la ausencia, y solo reconoce que 303 son casos de personas desaparecidas de forma involuntaria. O sea, a la fuerza. La misma cifra actualizada a noviembre arroja 803 casos.
Por la noche, entre las trabajadoras sexuales que recorren las calles, las brigadas del colectivo también buscan a mujeres que podrían ser víctimas de trata, explica Lucy López al pensar en su propia hija Irma Claribel.
“Estamos conscientes de todo lo que puede pasar con nuestros hijos. También sabemos que si desaparecieron y si no estaban metidas en el crimen organizado, si no se metían con nadie y, era una chica bonita, atractiva, no la van a secuestrar para matarla, se la van a llevar para trabajarla”, dice en entrevista.
Las buscadoras contrastan sus propios registros de trabajadoras sexuales con los que tienen las unidades municipales de sanidad, donde las mujeres actualizan el tarjetón que acredita que no padecen ninguna enfermedad de transmisión sexual.
En esa oficinas les muestran archivos con fotos y apodos de las mujeres que llegan a salubridad y aunque es información muy confidencial, con los años han logrado que las autoridades confíen en ellas.
Lucy no titubea al decir que sus hijas podrían estar atrapadas en redes de trata y sus hijos retenidos y forzados a trabajar para el crimen organizado.
“Sabemos que hay campos donde tienen trabajando a los muchachos (…) los mantienen con vida porque les sirven más con vida; a las chicas, les sacan más dinero con vida.”, apunta la líder del colectivo.
Patricia López busca a su hijo Pablo Sánchez López, un joven de 24 años, desaparecido el 16 de marzo de 2013 en el centro de Morelia, Michoacán. Para ella, las personas que viven en la calle son la mejor fuente de información. A ellas pregunta si han visto a Pablo y a su vez indaga si alguna persona está perdida.
La obsesión de Patricia por las calles comenzó hace aproximadamente un año, cuando encontró en Hermosillo, Sonora, a César un joven originario de Jacona, Michoacán, que llevaba 8 años perdido. Los mismos 8 años que Patricia ha buscado a su hijo.
El Regreso de César a casa no fue fácil, en su familia había resistencia de acogerlo de nuevo. “A veces no estamos preparadas para recibirlos”, confiesa Patricia.
Cada noche durante las brigadas de búsqueda, como la realizada en Jalisco en marzo pasado, las mujeres hacen un recuento de los hechos y los dichos recolectados. Con la ayuda de “los solidarios”, que son jóvenes de distintos estados que apoyan a las madres durante esas jornadas, ellas registran las instituciones o lugares que visitaron y el nombre o apodo de quien les dió información.
“Se hace una minuta y una bitácora de las actividades que se realizan día a día y se pone el número de módulo, el tiempo, la fecha, el número de celda, y ya se hace ese registro”, explica Rosaura Magaña, en entrevista.
Los datos recolectados sirven para afinar sus estrategias de búsqueda. Por ejemplo, en el Hospital Civil de Guadalajara, el personal recomendó a las madres buscar en los centros psiquiátricos de servicio público. Ese tip arrojó un buen resultado.
La tarde del viernes 13 de marzo afuera del Instituto Jalisciense de Salud Mental (SALME), ubicado a 15 minutos del Aeropuerto de Guadalajara, en Tlajomulco, bajo un árbol que la protege del calor de la tarde, Martha Montelongo comparte un refresco mientras conversa con otras madres de la brigada.
Martha Montelongo es mamá de Rocío Lizbeth Medina, desaparecida en Tamaulipas, hace siete años. Con sus compañeras espera noticias sobre Adolfo, un joven de Veracruz que en su visita por los pasillos del sanatorio detectaron el día anterior: estaba ingresado en calidad de desconocido y cuando se detuvieron ante él les dijo que ayudaran a regresar con su familia.
Adolfo tenía tres años desaparecido. Su familia lo buscaba, pero no había presentado una denuncia. El joven, tenía 5 días de haber ingresado en el SALME, a donde lo llevaron policías municipales que lo detuvieron porque, según ellos, iba en estado alterado. Quedó registrado sin nombre completo y nadie en la institución verificó sus datos.
Tras dos días de trámites ante las comisiones de búsqueda de Jalisco y Veracruz, el colectivo logró que la familia de Adolfo viajara a Guadalajara para regresarlo a casa.
La noche del sábado 14 de marzo el muchacho se encontró de nuevo con su mamá. En los pasillos del psiquiátrico todo fue fiesta y cantos y se escuchaban los aplausos y gritos de emoción: “¡Bienvenido! ¡Bravo! (…) ¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo! ¡Bienvenido, Adolfo! ¡Te queremos!”.
“Fue bonito reencontrarlos”, dice Lidia Sanchez Tobón, quien busca a su hermano Ángel Gabriel Tobón Fuentes, de 17 años, desaparecido el 6 de junio de 2017 en Boca del Río. Ella fue quien descubrió a Adolfo cuando caminaba por los pasillos del SALME. Justo, semanas antes de unirse a la brigada de Jalisco acompañó a otra brigada de búsqueda en Veracruz donde había visto el rostro de Adolfo impreso en un cartel que lo exhibía como desaparecido. Por eso, cuando lo vio se le hizo conocido.
“Puede ser que algún día yo voy a encontrar a mi hermano”, dice Lídia emocionada.
A Lídia este tipo de reencuentros le regresan la esperanza: “Es la luz, es lo que tengo para seguir de pie. Porque créeme que cuando nos aferramos a buscar y a veces buscamos solo en campo. Llegas a tu casa tan devastada porque dices: hoy no lo encontré”.
Ella se refiere a las exhaustivas caminatas que emprenden los familiares de desaparecidos en cerros, valles, praderas y desiertos, buscando fosas clandestinas para exhumar cadáveres, una labor dolorosa a la que también se enfrentan en la búsqueda de sus familiares.
A pocos días del reencuentro de Adolfo con su familia, el 18 de marzo, la brigada de búsqueda por Jalisco quedó suspendida por la pandemia de Covid-19. Pero como les ocurre siempre después de cada jornada de búsqueda, las mujeres del colectivo volvieron a sus estados con conocimiento acumulado. En estos años han ganado experiencia en investigar mejor, dialogar con autoridades, coordinar apoyos de otras organizaciones y preparar cada vez con más detalle sus jornadas de búsqueda.
Las madres del grupo se han acostumbrado a los trayectos largos en camiones que las transportan de ciudad en ciudad; a peregrinar por calles que nunca habían pisado y a reclamar justicia en público y ante la autoridad.
En sus protestas recurren a puestas en escena y performances en los que se permiten imaginar que ya encontraron a sus hijos vivos.
Así ocurrió en su último viaje a la capital del país, en noviembre de 2019, en el Monumento a la Madre. Ahí, Herminia Castañeda Domínguez, mamá de Jorge Ulises Grijalva Castañeda, desaparecido en Torreón, Coahuila, en 2012, toma la mano de una figura de cartón e imagina que su hijo está vivo y sentado en una mesa larga, rodeada de otros comensales. Como está de regreso, Herminia le cuenta las novedades de la familia:
“Hijo, por más que te buscamos en ese tiempo andaba en búsquedas equivocadas, no hice lo que estoy haciendo ahorita: buscarte vivo. Pero gracias a Dios ya te trajo sin la necesidad de que yo ande sufriendo más buscando y haciendo cosas que no puedo”.
La idea de cenar con sus hijos de cartón, en una cena navideña ficticia, es su manera de exigir a las autoridades que se profesionalicen en este tipo de búsqueda de personas retenidas contra su voluntad, que, según Lucy, ni siquiera saben hacer.
“Queríamos decirles: ‘así es nuestra cena, preocúpate por buscarlo’, porque ya no queremos una cena de cartón, porque nuestras cenas, nuestras comidas, ya no nos saben ricas (…) Porque no sabemos si él está cenando o cómo la está pasando”, reclama Lucy.
Con los años, el bloqueo emocional que dicen sentir en los primeros meses de ausencia se desvanece y se convierte en energía que les permite sostenerse -dice Rosaura- en “la fe y la esperanza”, de que vivos los van a encontrar y de que, con todo el conocimiento que ahora tienen, rescatarán a tiempo a sus familiares.
Este texto forma parte de la serie “Camino a encontrarles: Historias de búsquedas”. Un proyecto de podcasts y reportajes escritos y coproducidos por A dónde van los desaparecidos, IMER noticias y Quinto Elemento Lab.
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