21 octubre, 2020
En Chihuahua, la expansión de los grupos dedicados a la producción de drogas ha provocado el desplazamiento forzado de, por lo menos, 400 personas. En algunos municipios de la Sierra Tarahumara, donde la violencia y amenazas han provocado desplazamiento forzado, los grupos del crimen organizado son quienes deciden si se realiza o no el manejo forestal
Texto: Patricia Mayorga / Mongabay Latam
Fotos: Patricia Mayorga, Thelma Gómez Durán y Cedehm
En la Sierra Tarahumara, el pinole es un alimento vital. Es tanto el aprecio que se le tiene a esta harina elaborada con maíz que las mujeres indígenas la utilizan para “alimentar” a los aguajes: la esparcen en los lugares donde hay agua, para que no dejen de dar vida a las comunidades. Con el pinole también “alimentan” a los pinos, porque ellos traen el agua. Este ritual dejó de hacerse en los poblados donde sus habitantes fueron obligados a dejar sus ríos, sus bosques y sus tierras.
Desde 2017, por lo menos 410 personas fueron forzadas a desplazarse de sus comunidades en la Sierra Tarahumara —la cadena montañosa y área forestal que se extiende a lo largo de Chihuahua, al norte de México—, de acuerdo con datos de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas del Estado (CEAVE).
Tan solo en 2019, alrededor de 100 familias (300 personas) fueron obligadas a desplazarse de tres comunidades del municipio de Guadalupe y Calvo, de acuerdo con el informe Episodios de Desplazamiento Interno Forzado Masivo en México 2019, elaborado por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH).
Testimonios de personas desplazadas, así como lo documentado por organizaciones no gubernamentales y dependencias estatales, señalan que el principal detonante del desplazamiento forzado en la región es el control del territorio por parte de los grupos que se dedican al tráfico de drogas; los cuales, además, han diversificado sus actividades y ahora también manejan la tala ilegal.
En el informe elaborado por la CMDPDH, y publicado en agosto de 2020, se señala que “los desplazamientos de comunidades indígenas, ocasionados por disputas territoriales entre grupos delictivos, suelen ser comunes en la región serrana de Chihuahua, debido a que se trata de una zona de siembra de amapola y es parte de la región conocida como el Triángulo Dorado (ubicada entre los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa), caracterizada por la presencia de grupos ligados al narcotráfico”.
Organizaciones no gubernamentales dedicadas a la defensa de los derechos humanos en Chihuahua —entre ellas Consultoría Técnica Comunitaria (Contec), la Alianza Sierra Madre y el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (Cedehm)— han documentado que el desplazamiento forzado en la Tarahumara comenzó a ser más evidente a partir de 2011.
La CEAVE tiene registrados casos de desplazamiento forzado en 56 comunidades de municipios como Guadalupe y Calvo, Uruachi, Balleza, Saucillo, Delicias y Guachochi. A ese mapa se suman los municipios de Madera, Guazapares, Batopilas, Urique y Bocoyna, de acuerdo con lo documentado por organizaciones no gubernamentales.
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Desde hace poco más de cinco años, Cruz Sánchez Lagarda, indígena rarámuri, conoce lo que es el desplazamiento forzado. Su familia y otras más tuvieron que dejar El Manzano, en el municipio de Uruachi, al oeste de Chihuahua.
En entrevista, desde la ciudad donde está refugiado con su familia, Cruz Sánchez cuenta que el desplazamiento de los habitantes del Manzano comenzó a gestarse desde principios de 2015, cuando miembros de uno de los carteles de narcotráfico amenazaron a jóvenes de la comunidad que se negaban a ser reclutados por ese grupo. En febrero de ese año, uno de los hijos de Cruz Sánchez fue asesinado.
Un mes después, alrededor de 50 hombres armados y con el rostro cubierto irrumpieron en El Manzano, comunidad que forma parte del ejido Rogoroyvo. Los habitantes se defendieron y se dio un enfrentamiento que duró alrededor de siete horas. Los miembros del cartel advirtieron que regresarían. Fue por eso que alrededor de 36 personas, entre ellas la familia de Cruz Sánchez, fueron la primeras en dejar El Manzano.
Las amenazas contra la comunidad no cesaron. Por lo que, durante 2016 otras familias salieron del poblado.
Las personas desplazadas del Manzano dejaron sus casas, sus cultivos, su ganado y su bosque comunitario. Aquellos que, como Cruz Sánchez Lagarda, son ejidatarios de Rogoroyvo también dejaron vacío su lugar en las asambleas ejidales.
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Sánchez Lagarda fue comisariado ejidal de Rogoroyvo de 1999 a 2000. Durante ese tiempo, una de las acciones que realizaron los integrantes del comisariado fue impulsar el aprovechamiento forestal en su territorio colectivo.
El indígena rarámuri recuerda que, además de contar con un plan de manejo forestal, se impulsó la compra de un aserradero para dar valor agregado a la madera que producía la comunidad.
“Producíamos madera y la vendíamos a empresas de Parral y Delicias… Todos ganábamos”, cuenta Cruz Sánchez. El dinero que se obtenía por la venta de la madera se distribuía entre los ejidatarios. A la par, cada uno tenía su parcela donde sembraba principalmente maíz y otros productos, según la temporada.
Los ejidatarios tuvieron diferencias por cambio de sus autoridades; aun así, el trabajo forestal siguió adelante. Entre 2010 y 2011, decidieron adquirir un nuevo aserradero, a través de un programa del gobierno estatal que les permitía pagar la mitad del costo.
Sin embargo, apunta Cruz Sánchez, fue durante esos años que la situación comenzó a descomponerse en la región. La violencia, los asesinatos y las amenazas se incrementaron.
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El proyecto forestal que tenía la comunidad El Manzano se paralizó hace poco más de tres años. De los 445 ejidatarios de Rogoroyvo solo quedaron alrededor de 300. La mayoría dejó la comunidad por la violencia y otros más por la falta de trabajo.
El territorio comunitario comenzó a resentir los nuevos tiempos: “Empezaron a derribar pinos para sembrar amapola (flor de la cual se extrae el látex con el que se produce la goma de opio)… Los arroyos se fueron secando. El bosque está abandonado”, lamenta Cruz Sánchez.
El desplazamiento forzado no solo golpea la vida de las comunidades y de las personas. Su onda expansiva también la resienten los bosques.
Cuando una comunidad que ha realizado manejo forestal se ve obligada a dejar su territorio, “no hay quien cuide en forma ordenada el bosque”, resalta Federico Mancera-Valencia, investigador del Centro de Investigación y Docencia (CID), que depende de los Servicios Educativos del Estado de Chihuahua.
Para tener un bosque sano, explica el investigador, es necesario realizar diversos trabajos, entre ellos la poda de los árboles. Si no tienen ese cuidado, los bosques están expuestos y más vulnerables a incendios y plagas.
En Uruachi, el municipio donde se encuentra el ejido de Rocoroyvo, desde hace cinco años no se realiza aprovechamiento forestal; por lo tanto, tampoco se ha reforestado en los bosques de la zona, de acuerdo con Refugio Luna García, director forestal de la Secretaría de Desarrollo Rural del gobierno de Chihuahua.
Lo mismo sucede en los municipios de Guazapares y Urique, donde comunidades completas —de indígenas y mestizos—, han huido porque les han arrebatado sus tierras, como lo han documentado organizaciones como el Cedehm y la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos A.C (Cosyddhac).
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En todo el estado de Chihuahua, 1017 predios tienen permisos para aprovechamiento forestal: 226 son ejidos, 28 comunidades y 763 predios particulares, de acuerdo con datos de la Secretaría de Desarrollo Rural.
Personas de Urique y Uruachi, que pidieron el anonimato por seguridad, señalan que miembros del grupo delictivo que controla la región dieron la orden de no ejecutar los permisos de aprovechamiento forestal. Eso provocó que ejidos y comunidades detuvieran las actividades relacionadas con el manejo de los bosques.
Del total de autorizaciones para manejo forestal en el estado, 18 están en Urique (16 ejidos y dos predios particulares); siete en Uruachi (seis ejidos y un predio particular) y 12 en Guazapares (siete ejidos, una comunidad y cuatro predios particulares). Así que, de acuerdo con estas cifras, 37 predios no pueden ejecutar los permisos para hacer uso legal del bosque.
En esos tres municipios se inhibió la actividad forestal y comenzó la corta de árboles para abrir “tierras mahueches”, como les llaman a los terrenos preparados para la siembra de amapola.
En Bocoyna, municipio donde también se han registrado casos de desplazamiento forzado, es común el robo de “guías” y otros documentos que permiten transportar la madera y demostrar que tiene un origen legal, asegura en entrevista el delegado de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), Manuel Chávez Díaz.
De acuerdo con testimonios de personas desplazadas de Bocoyna —quienes pidieron permanecer en anonimato por seguridad—, los grupos delictivos cortan la madera, van y la entregan a un aserradero. A varios dueños de aserraderos los obligan, con amenazas, a comprar madera que no tiene documentación.
En lo que va del año, en el municipio de Bocoyna han asesinado a varios líderes ejidales, entre ellos a Joel Zamarrón, presidente ejidal del Retiro y Gumeachi, a su hermano Adán Zamarrón, quien era expresidente del mismo ejido. También mataron al tío de ambos, Juan Zamarrón. Las familias de Joel, Adán y Juan se encuentran desplazadas. En el ejido y sus alrededores se han registrado actividades de tala ilegal y, posteriormente, incendios.
En julio de 2020, el fiscal general de Chihuahua, César Agusto Peniche Espejel, declaró que las ganancias de la tala clandestina se estiman entre los 75 mil (3500 dólares) y 220 mil pesos (10 300 dólares) por cada camión cargado con madera.
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A finales de 2016, la Secretaría de Desarrollo Rural detectó una comunidad que tenía permiso de aprovechamiento forestal y que fue desplazada por un grupo delictivo: se trata del ejido de Yoquivo, localizado en el municipio de Batopilas.
Refugio Luna García, director forestal de la Secretaría de Desarrollo Rural, explica que a esa comunidad se le había otorgado apoyo para la modernización de su aserradero. En una de las visitas que realizaron los funcionarios de la dependencia estatal encontraron que solo unos pocos habitantes permanecían en el ejido.
“Las autoridades comunitarias ya no vivían ahí. Unos estaban en una ciudad y otros en otra. Como pudimos, los localizamos. Encontramos la manera de apoyarlos para que regresaran. De ese ejido son como 300 personas; la mayoría ya regresó, otros no”, asegura Luna García.
En la actualidad, la Secretaría de Desarrollo Rural apoya a la comunidad para que recupere el manejo forestal comunitario; es decir, que no solo realicen aprovechamiento de la madera en forma legal, sino que además realicen trabajos de reforestación, restauración y vigilancia para evitar incendios y plagas en el bosque.
En el municipio de Batopilas hay cinco ejidos que tienen permisos de aprovechamiento forestal; además de otros cinco predios que son de particulares.
El delegado de la Conafor en Chihuahua, Manuel Chávez Díaz, asegura que la dependencia federal tiene entre sus objetivos impulsar y fortalecer el manejo forestal comunitario en el estado. Aunque reconoce que no existe un plan específico para trabajar con las comunidades forestales que enfrentan el problema del desplazamiento forzado.
El ejido Yoquivo, cuyos habitantes han podido regresar a su territorio, es un caso aislado. Una posibilidad que se mira muy lejana para otras comunidades y personas que viven desplazadas.
Por ejemplo, las personas desplazadas del Manzano, en el municipio de Uruachi, desde 2015 han presentado denuncias en varias instancias nacionales e internacionales, entre ellas la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), pero no han tenido avances.
“Antes teníamos, por lo menos, reuniones más seguidas con el fiscal y otros… Yo siento que como que ya no quieren atender. No les vemos interés”, dice Cruz Sánchez.
Hace dos años, un grupo de desplazados del Manzano y de la comunidad de Monterde —ejido de Ocoroyvo, en el municipio de Guazapares— pidió apoyo a la Fiscalía General del Estado para visitar sus propiedades. La visita les dejó claro que no hay condiciones para regresar: después de que estuvieron en la zona, fueron asesinados familiares de los desplazados de Monterde.
En octubre de 2019 se corroboró, una vez más, que no hay condiciones para que regresen a la Tarahumara: Cruz Soto Caraveo, desplazado de la comunidad de Monterde y quien denunció amenazas de grupos criminales que utilizaban sus tierras para sembrar droga, fue asesinado cuando visitó su municipio para realizar trámites agrarios. Ahora su familia trata de reconstruir su vida en una ciudad del estado, lejos del bosque.
Lo mismo buscan hacer las familias de indígenas desplazados de sus comunidades de diferentes municipios, quienes se organizan para impulsar la construcción de viviendas en la periferia de la ciudad donde hoy se encuentran. Entre sus planes está nombrar a un gobernador indígena para preservar sus tradiciones, sus ritos, aunque se encuentren lejos de la Tarahumara y de sus bosques.
Este trabajo fue publicado por Mongabay Latam. Lo reproducimos con su autoriación.
Corresponsal de la revista semanal Proceso.
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