Esta es una crónica de la peregrinación a San Juan de los Lagos, Jalisco, uno de los lugares más católicos del país. La determinación de los devotos por visitar a la virgen y darle gracias los hace caminar decenas de kilómetros. Para la fe no hay camino demasiado largo
Texto: José Ignacio de Alba
Fotografía: Daniela Pastrana
SAN JUAN DE LOS LAGOS, JALISCO.- Al “panza verde” Catarino le faltaban 70 kilómetros por caminar y ya le dolía la espalda, las arrugas de su cara se habían tornado rojas. Al viejo se le formó una capa blanca de sal que cubría sus mejillas. Las fosas nasales se abrían tratando de inhalar suficiente aire como para abastecer su falta de oxígeno. Su hijo, con un hoyo en el zapato también pedía tregua: no lo lograron. La milagrosa virgen aún estaba lejos.
El maestro de obra Saúl Castro y yo abandonamos a Catarino y a su hijo para seguir nuestra caminata por veredas de tierra desde León, Guanajuato, hasta San Juan de Los Lagos. Los más de 80 kilómetros de viaje apenas empezaban y para mantener el optimismo lo mejor era no pensar en las 17 horas que nos restaban de camino.
Saúl venía encomendado a la virgen, yo tenía fe en que mis tenis Nike no me fallarían.
A mi compañero de viaje me lo había encontrado después de haber caminado 15 kilómetros en un paisaje desolador. Castro llevaba unos zapatos remendados con ixtle, clavos y mezclilla.
En octubre de 2014, era la primera vez que yo iba a San Juan y encontrar la ruta entre el ramal de veredas que seguían los peregrinos era bastante sencillo: elegir el camino con más basura nunca me falló.
Saúl viajaba más incómodo que yo. Él llevaba sus pertenencias en un morral roto que le cortaba la circulación del brazo. A veces era necesario que lo llevara sobre la espalda como bulto para descansar sus extremidades. Las referencias en el camino eran las montañas: “pasando la montaña de allá, ahí venden agua”, “¿Ves el Cerro de la Mesa? Ahí es la mitad del camino”.
En Lagos de Moreno cruzamos por la pista del aeródromo abandonado Francisco Primo de Verdad y Ramos. El aeropuerto se construyó en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari cuando su primera esposa, Cecilia Occeli, volaba a esta región de Jalisco para visitar su pueblo natal. Ahora, el lugar está lleno de perros, plantas que crecieron en la pista y la basura de los peregrinos.
El paso por rancherías estimulaba el comercio en zonas donde casi nadie pasaría normalmente. Los perros, desacostumbrados a ver a tanto caminante, no dudaban en lanzarse a los tobillos, ya de por sí maltrechos por la caminata.
Poco antes de llegar al Cerro de la Mesa, una montaña mocha que fue refugio de cristeros en la guerra santa de los años veinte, nos encontramos con un peregrino que emprendía su caminata desde ahí, sus hermanas habían decidido llevarlo hasta ese punto para que seguro llegara. Para ese momento ya éramos tres.
El sol cayó cuando llegamos al Cerro. A partir de ahí empezó el “turismo de ranchería”: los comercios dedicados únicamente a atender a los caminantes. Decenas de personas en medio de parajes solitarios ofrecían a los peregrinos aguas, refrescos, comida, pilas para lámparas hasta altas horas de la noche.
Cada vez era más frecuente encontrar a otras personas caminando, su presencia era gradual conforme nos íbamos acercando a San Juan. A esa hora se tenía que lidiar con el dolor en los pies que apremiaba desde hacía varias horas.
Seguíamos un sendero techado por miles de estrellas que se embellecían entre más nos adentrábamos en la oscuridad. De cuando en cuando, alguno de los tres daba un traspié distraído por el espectáculo astral.
Nos perdimos en el enramado del camino. Empezamos a dudar si valía la pena regresar al último punto conocido o caminar hacia la carretera siguiendo el ruido de los automóviles. Carlos Dávila llegó a una conclusión: “O regresamos o seguimos pa’ delante”. Elegimos seguir caminando pa’ delante, campo-traviesa.
Después de algunos minutos entre espinas de mezquites y saltando bardas de piedras de las casas llegamos a la carretera, estar ahí era reconfortante para los pies, que después de caminar 12 horas por terracerías y empedrados ya iban ampollados.
En la carretera se camina en sentido contrario a los coches, sobre el acotamiento. El frío de las tres de la mañana arrecia cuando los autos arrojan un soplo de aire gélido provocado por la velocidad.
Una familia nos dio el primer alimento formal que comimos en todo el camino, después de caminar 14 horas sin descansar. El detalle de la familia hizo que a Saúl se le salieran algunas lágrimas de alegría. Estaba emocionado de que la gente se apiadara de nosotros.
El dolor que sentía había subido de intensidad. A esas alturas, me limitaba a arrojar los pies, como dando patadas, para poder seguir caminando. Mi paso empezó a verse disminuido con el transcurrir de las horas. Saúl y Carlos empezaron a dejarme atrás, hasta que fueron tragados por la oscuridad. Nunca los volví a ver.
Caminé algunos kilómetros más, mientras decenas de peregrinos me rebasaban. Mi paso se había vuelto muy lento. En una tienda en la orilla de la carretera decidí tomar mi primer descanso; pensé en dormir un rato pero los peregrinos recomiendan no dejar que el cansancio te venza; el cuerpo se relaja tanto que el miedo a despertar y no poder caminar más me hizo desechar la idea.
Solo y casi rendido conocí a Ramón Durán, que me propuso caminar lento. Así caminamos el último tramo. El sol salió tras nosotros. Hicimos en siete horas lo que debimos de haber recorrido en cuatro. El cansancio quita las ganas de platicar, el tedio de la carretera enmudece a cualquiera.
Llegamos, por fin, a la Catedral de San Juan de los Lagos, que desde hace 100 años es visitada por millones de peregrinos para ver a la virgen milagrosa. Vimos la “sagrada” imagen de 30 centímetros de “Nuestra Señora de San Juan”. Ramón se persignó y yo tuve ganas de echar mi tenis a la basura.
*Esta crónica fue publicada originalmente en la revista Diálogos, de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García.
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