El sistema agroalimentario es responsable de 26 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero es casi imposible lograr los objetivos climáticos sin una transformación profunda de nuestros hábitos alimentarios
Por Ivanka Puigdueta Bartolomé y Alberto Sanz Cobeña / IPS
En los últimos años se ha generado un intenso debate sobre la necesidad de cambiar nuestros hábitos alimentarios por diversos motivos, entre los que se encuentra la preservación de los ecosistemas y los equilibrios planetarios.
En el origen de estos debates hay varios informes y artículos científicos. En ellos se alerta sobre las consecuencias negativas de mantener las actuales tendencias de producción y consumo de alimentos, y se informa de las opciones para mantener los sistemas alimentarios dentro de los límites planetarios.
La alimentación es una de las actividades humanas con un mayor impacto ambiental. No es la única, pero sí una de las más importantes. Por eso es urgente cambiar nuestros patrones actuales para mejorar el estado del planeta, al tiempo que obtenemos beneficios económicos y de salud.
Uno de los impactos que más preocupan de los actuales sistemas agroalimentarios es su gran contribución al cambio climático. La alimentación en su conjunto es responsable del 26 por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero.
Estas emisiones se producen en toda la cadena de valor, desde la producción animal y vegetal (52 y 29 por ciento del total de los sistemas alimentarios, respectivamente), su procesado y empaquetado (9 por ciento) y el transporte y distribución (9 por ciento). Un tercio de estas emisiones corresponden a pérdidas y desperdicios alimentarios.
Además, la forma en que producimos y consumimos alimentos en la actualidad está afectando gravemente a los ecosistemas y a la biodiversidad. Se estima que desde inicios del siglo pasado la abundancia de especies nativas se ha visto reducida en un 20 por ciento a nivel global, en gran medida por la sobreexplotación y degradación de los ecosistemas derivadas de la producción agroalimentaria.
Las consecuencias de estas pérdidas no son solo estéticas o patrimoniales (una riqueza ecosistémica de la que no podrán disfrutar las futuras generaciones), sino que suponen una amenaza para el bienestar y la seguridad alimentaria de las personas: la reducción del número de insectos y especies polinizadoras es un gran riesgo para la producción de alimentos.
Por otro lado, los sistemas agroalimentarios, tal y como están mayoritariamente diseñados hoy día, son altamente demandantes de recursos finitos o de lenta recuperación, como agua (más de 70 por ciento del consumo de agua dulce total), tierra (43 por ciento del uso de tierra libre de hielo y desierto), fósforo (90 por coento de la roca fosfórica usado en agricultura), energías fósiles (30 por ciento del consumo energético mundial), etc.
En el otro extremo, estos sistemas son una importante fuente de contaminación por el excesivo uso de nutrientes como el nitrógeno y fósforo y la incorrecta gestión de los residuos ganaderos.
Los impactos de las producciones agrarias, no obstante, no deberían ser vistos como responsabilidad única de quienes producen los alimentos. Las ganaderas, ganaderos, agricultoras y agricultores son un eslabón más de la cadena alimentaria. A menudo no son quienes más se benefician de ella, ni quienes más reconocimiento reciben por la labor crucial que desempeñan.
La culpa tampoco es de las vacas, ni de los cerdos, ni de los pollos, ni tan siquiera de la soja. También sería desafortunado culpabilizar a las personas por sus decisiones alimentarias.
Los sistemas agroalimentarios –desde la producción al consumo– están profundamente influidos por políticas agrarias y decisiones financieras que, lamentable y tradicionalmente, no han tenido en cuenta los impactos ambientales, sobre la salud humana o el bienestar animal. En estos eslabones se tiene más poder para definir qué, cómo y cuánto se produce.
No obstante, sería erróneo pensar que las decisiones de consumo son triviales en la configuración de los sistemas agroalimentarios. Los cambios en los hábitos individuales tienen un potencial mucho mayor del que a menudo se les atribuye.
El impacto ambiental directamente achacable a una sola persona puede parecer irrisorio a escala planetaria, pero no puede decirse lo mismo de las repercusiones en su entorno social. Recientemente se han desarrollado una serie de modelos climáticos que incluyen el factor social en sus ecuaciones matemáticas, frente a los tradicionales que solo incluyen variables biofísicas.
Considerar variables sociales permite observar cómo los comportamientos de unas personas influyen sobre otras, y qué impactos tendrían a escala planetaria. Según estos estudios, el aprendizaje social puede tener un impacto en la anomalía climática de más de 1℃.
Otras investigaciones advierten que es casi imposible lograr los objetivos climáticos sin una transformación profunda de nuestros hábitos alimentarios.
En el caso de la ciudadanía española, 97 por ciento afirma que le preocupa el ambiente y la mayoría percibe que le preocupa más que a su entorno social. Esto último, además de ser matemáticamente imposible, contribuye a inhibir la intención de actuar de manera sostenible e, incluso, de expresar preocupación o interés por cuestiones ambientales.
La interiorización de la idea de que a la mayoría de las personas no les importa el medio ambiente, y que lo normal es mostrar interés y preocupación por otras cuestiones –como el dinero, el tiempo, el confort o el estatus social– tiene consecuencias negativas.
En las últimas décadas, esta norma social ha afectado a nuestras decisiones, contribuyendo a transformar nuestros hábitos alimentarios hasta niveles difícilmente sostenibles tanto para el planeta como para nuestras arterias.
No obstante, llevar una alimentación sostenible es tan fácil como seguir una dieta sana, primar alimentos de temporada y cercanía, elegir alimentos producidos mediante prácticas ecológicas o agroecológicas y evitar el desperdicio alimentario.
Como sociedad, transitar hacia una alimentación sostenible puede ser tan fácil como favorecer contextos que inviten a tomar elecciones sostenibles, y hacer del consumo consciente y responsable un comportamiento a imitar.
*Ivanka Puigdueta Bartolomé es doctoranda en cambio climático y sistema alimentario, por la Universidad Politécnica de Madrid y de Alberto Sanz Cobeña es profesor e investigador en el Centro de Estudios e Investigación para la Gestión de Riesgos Agrarios y Ambientales de la misma universidad
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lo retomamos como parte de un convenio de republicación de IPS con la Red de Periodistas de a Pie.
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