17 julio, 2020
La historiadora Dawn A. Dennis hace un recorrido por la retórica de la supremacía blanca en Estados Unidos, existente desde el nacimiento de ese país y sostenida por disciplinas académicas. Donald Trump está lejos de ser el primer político racista en esa nación
Por Dawn A. Dennis / IPS
Que Estados Unidos representa la “tierra de los libres”, donde “todos los hombres son iguales”, es un mito. Esta narrativa no solo elimina o desplaza la historia de las comunidades indígenas, negras, chinas, mexicanas, e inmigrantes, sino que además coloca a los grupos blancos, considerados superiores, sobre otras etnias y razas.
En 2020, las grandes manifestaciones contra el racismo han comenzado a remover los símbolos de la supremacía blanca.
En el Gran Bretaña los manifestantes lanzaron al río Avon el monumento de Edward Colston cuya fortuna se atribuye al comercio de esclavos; en Amberes (Bélgica), la estatua del Rey Leopoldo II fue blanco de ataques; y en Nueva Zelanda, fue removida la figura de John Hamilton, conocido por ser artífice de la guerra contra el pueblo māori.
En 1965, Malcolm X auguraba: “Al final, los oprimidos y los opresores se enfrentarán”.
¿Quiénes son los que niegan la historia, el racismo, y la violencia racial? Negar la historia es ocultar la verdad, pero lo que se ha callado volverá a conocerse.
La violencia racial se sustenta y expresa a través de un lenguaje racista. Tal como señala el escritor Ralph Ellison, “la forma de segregación más insidiosa y menos comprendida es la de la palabra. Porque si la palabra tiene la potencia de revivir y hacernos libres, también tiene el poder de cegar, encarcelar y destruir”.
La retórica de la supremacía blanca ha existido desde los inicios de Estados Unidos. Surgió en el mundo Atlántico en el siglo XVI. Ibram X. Kendi señala que fueron los españoles (siglo XVI) los primeros en llevar la ideología racial a América del Norte, seguidos, un siglo después, por los ingleses.
En las 13 colonias, tanto las tradiciones religiosas como las teorías científicas justificaron la esclavitud. Los colonizadores europeos, explica Ronald Takaki, percibían a los indígenas como bárbaros y salvajes incivilizados, y los asociaban con el demonio.
Durante el período de la Ilustración, el nuevo pensamiento científico incorporó las ideas raciales y propulsó el racismo científico.
Filósofos como Benjamin Franklin, Carolus Linnaeus, John Locke y Thomas Jefferson creían que los americanos blancos eran superiores a las personas esclavizadas provenientes de África, los negros libres y la población indígena.
A fines del siglo XVIII, las revoluciones atlánticas cuestionan el colonialismo europeo y expanden nuevas ideas políticas, pero solo la revolución haitiana (1791-1804) culmina con el fin de la esclavitud. En Estados Unidos, la constitución fue escrita por hombres blancos para hombres, una carta fundamental que excluyó a las mujeres, los negros y los pueblos originarios.
Bajo la influencia del darwinismo social, personalidades como Samuel Cartwright reforzaron la creencia de que la raza blanca era superior.
A comienzos del siglo XIX, el Nordicismo, la idea de que los pueblos nórdicos pertenecían a una raza superior, se expandió. Los textos de Arthur Schopenhauer, filósofo alemán que atribuía a la raza blanca una supremacía cultural, tuvieron gran recepción en Estados Unidos.
Los contenidos de los cursos de historia no solo omiten la verdad, sino que además sostienen una interpretación racista del pasado que enaltece a los hombres blancos como héroes de la historia.
Si bien la Guerra Civil (1861-1865) terminó con la esclavitud, surgieron grupos terroristas como el Ku Klux Klan que utilizaban la violencia extrema para defender la hegemonía de la supremacía blanca y establecer la segregación racial. Estos grupos aterrorizaban a la población negra.
En 1896, la Corte Suprema, en el famoso caso Plessy v. Ferguson, declaró que la práctica “separados pero iguales” no contradecía la Constitución.
En los años siguientes, se aprobaron numerosas leyes que segregaron los espacios públicos, también se construyeron monumentos y memoriales.
El mito de la causa perdida influyó sobre la memoria colectiva de los estados del sur y se convirtió en la base de una nueva interpretación histórica sobre la Confederación y la Guerra Civil.
En Richmond, en el estado de Virginia, por ejemplo, un grupo de mujeres blancas creó la Confederate Memorial Literary Society, institución que tenía como solo objetivo construir una narrativa positiva sobre la esclavitud y enaltecer la confederación en la memoria colectiva.
De hecho, durante este período, que se inicia a partir de 1896, los neoconfederados introdujeron la teoría de los derechos de los estados y “enseñaron que la supremacía blanca era la forma correcta de organizar la sociedad”.
La conmemoración de la Confederación y la conservación del poder de los grupos blancos en los estados del sur ocurrieron al mismo tiempo que Estados Unidos expandía su imperio y sus ideas raciales en el Caribe y en Pacífico.
El mundo académico es cómplice de esta historia, y algunas disciplinas han contribuido a sostener ideológicas racistas y a fortalecer “este territorio que niega” la historia.
La antropología cultural surgió de la mano del racismo científico, mientras que la historiografía, hasta la década de 1970, excluyó la historia de negros, centroamericanos, mexicanos, y otras personas racializadas.
Durante una reunión de la Sociedad Americana de Archivistas, en 1970, el historiador Howard Zinn señaló que “por mucho tiempo los archivos olvidaron a gran parte de la sociedad y privilegiaron a los ricos y poderosos”.
En los cursos sobre “civilización occidental” no se abarca con profundidad la historia de la violencia racial o cómo surgió el lenguaje racista que la sustenta.
Diana Roberts acusa a académicos como Michael Hill, fundador de la Southern League en 1994, de “convertir la bandera confederada en un fetiche. Y a los confederados en héroes”.
En 2017, el historiador William Scarborough invocó el “patrimonio histórico” para justificar su apoyo a la bandera confederada en Mississippi. Dinesh D’Souza utiliza un lenguaje cargado de connotaciones racistas y, con frecuencia, ataca a historiadores como Kevin Kruse.
Académicos como Steven Pinker buscan relativizar la relación que existe entre racismo y ciencia, mientras Martin J. Medhurst, experto en retórica, ha recibido duras críticas de parte de importantes académicos por sus intentos de menoscabar la existencia del racismo estructural.
En Twitter se puede seguir este debate, así como la experiencia de académicas y académicos negros.
A comienzos de junio 2020, el presidente Donald Trump defendió el derecho de algunas bases militares a llevar el nombre de generales de la confederación ya que era su derecho a conmemorar el pasado; pero esta actitud solo contribuye a reafirmar que Estados Unidos pertenece a los americanos blancos.
En discursos y editoriales se continúa utilizando la retórica de la supremacía blanca, lo que refuerza la narrativa del racismo y la discriminación y la violencia racial en los Estados Unidos.
Este discurso no solo busca influir en la opinión pública, sino reescribir una historia que minimiza el impacto y el legado de la discriminación racial y la violencia racial.
En las redes sociales y foros virtuales, políticos, líderes mundiales, y académicos han refinado la retórica racial; sus declaraciones, controvertidas y agresivas, han resonado con amplios sectores de la población.
Después de las elecciones presidenciales de 2016, resurgió un lenguaje racista que no es siempre explícito, pero que busca llegar a las bases políticas de Trump.
Este discurso apela a sus partidarios que van desde los sectores evangélicos hasta grupos racistas violentos, como los Boogaloo Boys.
Durante su campaña, Trump “se distanció renuentemente” de David Duke, exlíder del Ku Klux Klan y político del estado de Luisiana. En lugares públicos, conferencias de prensa, y en Twitter, Trump ataca a musulmanes, inmigrantes, académicos, religiosos antirracistas, disidentes y críticos con su administración.
Este discurso racista y antiinmigratorio no es nuevo. Estados Unidos prohibió el ingreso de musulmanes en la década de 1790 y las leyes de Extranjería y Sedición definieron la composición racial aceptable de Estados Unidos.
Los ataques de Trump contra China recuerdan un pasado xenófobo relacionado con la prohibición a la inmigración china en 1882 y la deportación de residentes chinos en 1889.
El acoso se extiende a otras comunidades de inmigrantes. Durante una reunión sobre inmigración en 2018, Trump declaró que no quería que llegaran inmigrantes provenientes “de países de mierda”, como Haití, El Salvador, y países de África.
Trump también ha atacado a los inmigrantes mexicanos, un discurso que resuena en su base de seguidores. Al describir a los inmigrantes mexicanos como “animales”, Trump utiliza la misma ideología racial que Shakespeare usó para describir Calibán en La Tempestad, y que siglos más tarde impulsó la violencia de los ingleses hacia las comunidades indígenas.
Trump se ha destacado por convocar a los nacionalistas blancos y afirmar que Estados Unidos es un país de hombres blancos. Como señaló Roxanne Dunbar-Ortiz, “los nacionalistas blancos no son marginales en el proyecto estadounidense; deben ser entendidos como los descendientes espirituales de los colonos”.
El eslogan Make America Great Again (hagamos grande a Estados Unidos otra vez) se basa en el deseo de retroceder en el tiempo. Volver al país anterior a la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965.
Para las actuales organizaciones de supremacistas blancos y grupos racistas, estas leyes simbolizan el fin de una época. Utilizan conceptos como “genocidio blanco”, “despojo blanco”, y “la gran teoría del reemplazo” para crear miedo y legitimarse.
También utilizan los mitos de “crímenes de negros contra negros” para validar las ideologías raciales y la idea del Renacimiento estadounidense, que es impulsada por una organización seudo-académica que difunde el mito de la criminalidad negra, el racismo científico y la eugenesia.
Trump recurre con frecuencia a la frase “ley y orden”. Su forma de criticar a la izquierda, condenar a la prensa, y describir lo Antifa son un fiel reflejo de su visión racista de la historia.
Al describir a la prensa como enemiga del pueblo y reprimir a los manifestantes que protestaban en los alrededores de la Casa Blanca, Trump nos recuerda la censura y las tácticas represivas utilizadas por el dictador chileno Augusto Pinochet (1973-1990) y el actual presidente brasileño Jair Bolsonaro.
Trump no es el primer político en utilizar un lenguaje racista. Los gobernadores George Wallace (Alabama), Orval Faubus (Alabama) y Ross Barnett (Mississippi) fueron famosos por sus tácticas de amedrentamiento y acoso.
Ronald Reagan criticó la cultura que existía en la Universidad de California en Berkeley. Al igual que Wallace, Reagan jugó con las ansiedades y los temores, y usó un lenguaje racista para describir a los delegados de la Organización de las Naciones Unidas de Tanzania: para él eran “monos”.
Cuando Richard Nixon anunció en 1971 una “guerra contra las drogas”, esta se dirigió contra los “hippies” y los negros.
En 1981, el estratega republicano Lee Atwater reveló durante una entrevista la estrategia de utilizar un lenguaje específico para atraer a los racistas, una estrategia que había comenzado en 1940 cuando los demócratas dejaron de apoyar la legislación racista.
George Bush padre utilizó la historia de Willie Horton para cuestionar la entrega de permisos de salida a presos.
El comportamiento de Trump tampoco es nuevo. Fue acusado de prácticas discriminatorias en la vivienda en 1973 y publicó un anuncio de página completa en apoyo de la pena de muerte tras el arresto de los Central Park Five, un grupo de adolescentes afroamericanos y latinos acusados de golpear y violar a una mujer blanca.
Hoy somos testigos de un importante realineamiento del mundo. En una reciente entrevista con la televisión británica, Angela Davis afirmó que en este momento de la historia somos testigos de un “cuestionamiento global del racismo”. Prestemos atención.
La autora es historiadora, docente y experta en raza y etnicidad de la Universidad del Estado de California, en Los Ángeles.
Este artículo fue publicado previamente por IPS. Lo reproducimos con su autorización.
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