El distanciamiento social es una de las principales medidas de mitigación para detener los contagios de covid-19. Pero en la Ciudad de México, una de las urbes más pobladas del planeta, el espacio es un bien escaso. Mantener la distancia es un privilegio que no todos pueden darse
Texto: José Ignacio De Alba
Fotografías: Duilio Rodríguez
Estas dos historias deberían ser iguales, pero son en extremo diferentes. Sus protagonistas son mujeres que sostienen a sus familias y que buscan guarecerse de la pandemia de covid-19.
Ambas viven en la misma ciudad, aunque no lo parezca: Una se ubica en Miguel Hidalgo, la alcaldía con menor densidad de población de las cuatro que están en el centro, y la otra en Iztapalapa, la alcaldía periférica que aglutina el mayor número de habitantes de toda la capital.
La Ciudad de México tiene una población de poco más de 8 millones de habitantes, sin contar sus zonas conurbadas. Es la región más conglomerada del país, y donde se concentra el foco de las infecciones, repiten todos los días las autoridades sanitarias.
Aquí conviven 5 mil 967 personas en cada kilómetro cuadrado. Una cifra muy lejana de los 61 habitantes por kilómetro cuadrado que hay en promedio en todo el país, según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística.
Pero aún dentro de la ciudad, la distribución de la población no es igual: Los 507 habitantes por kilómetro cuadrado que tiene la alcaldía rural de Milpa Alta son 30 veces menos que los 16 mil 590 que tiene Iztacalco, la alcaldía con mayor densidad de población.
Y los 7 mil 452 habitantes por kilómetro cuadrado de Miguel Hidalgo son la mitad de los 15 mil 635 de Iztapalapa.
En una ciudad donde millones de personas viven apiñonadas, el distanciamiento social durante la emergencia sanitaria es más que un privilegio. Estar aislado. Tener un cuarto, un baño, una cocina sólo para los más cercanos. Caminar las calles sin la molestia de toparse con alguien. Viajar en un transporte privado. Tener espacio y llenarlo es medida imposible para la mayoría.
Esta es una visita a los dos extremos de los espacios de la ciudad.
La actriz Rocío Verdejo nos recibe en su departamento de Polanco, el corazón de la alcaldía Miguel Hidalgo, una de las zonas más exclusivas de la capital. El fotógrafo y yo nos descalzamos apenas pasamos el umbral de la puerta. Nos apegamos a las reglas del lugar para no meter la suciedad de nuestros zapatos a la duela de su casa. También acordamos con nuestra anfitriona mantener la distancia con ella para prevenir cualquier posibilidad de contagio de covid-19.
En este departamento de 250 metros cuadrados es posible mantenerse lejos de las visitas. Nos sentamos a la mesa del comedor y nos platica un poco de su trayectoria artística: Recientemente participó en la serie Paramédicos (2012-2018) y actuó en más de una veintena de películas, entre ellas Matando Cabos (2004) y Arráncame la Vida (2008).
Esta semana cumple más de un mes en estricta cuarentena. No ha salido, más que al supermercado. Ahí usa guantes y tapabocas. Cuando vuelve de las compras, dedica tiempo a desinfectar los envases y las cosas que compró. También pasea a su perro, un chihuahueño llamado Patrón.
En esta casa se trata de sobrevivir al aburrimiento. Verdejo y sus dos hijos, de 11 y 9 años, pasan las horas viendo series, organizan juegos de mesa, hacen yoga y cada uno pasa largo tiempo solo en su cuarto, ocupándose con la computadora o el celular.
El departamento tiene un enorme balcón y un ventanal por el que entra la luz de la calle. Es silencioso. Huele piso recién pulido. Una maceta con una orquídea destaca entre las otras plantas que están en el comedor. Las cortinas traslucidas vuelven el espacio en un lugar apacible. Los cuadros son una extensión de esa tranquilidad: Imágenes en acuarelas de una playa veraniega, sin gente.
Con la llegada de la covid-19, esta actriz de 44 años suspendió su entrenamiento para correr el Maratón de Chicago, que sería en octubre. Seguramente no se realizará, pero de cualquier modo ella se mantiene en forma sin la necesidad de salir a la calle. Hace dos horas de ejercicio al día en la sala de su casa, con una rutina de ejercicios que incluyen yoga.
Su aislamiento es tan logrado que extraña el contacto con sus seres queridos. Dice que estos días no se ha podido levantar antes de las 9:30 de la mañana. Son días raros. Intentó buscar en Airbnb una casa con jardín para ir a pasar la cuarentena, pero estas semanas la aplicación dejó de dar servicio.
“Es como si la vida me hubiera preparado para este momento, llevo tres meses meditando diario, yo sé que tengo un sistema inmune muy fuerte”, dice ella, que usa ropa holgada y cuenta que es vegana y consume suplementos alimenticios.
Luego matiza: “En las tardes sí me entra mucha ansiedad y como dulce, y me vale. Esto no es un castigo, ni modo de no comerme el helado de leche de almendra”.
—¿Cuánto tiempo podrías aguantar la cuarentena?
—Pues no sé, la verdad es que un día a la vez. No sé cuanto tiempo dure yo así, tan peaceful. Pero todos estamos aprendiendo muchísimo del encierro, quien no esté aprendiendo de esto, pues no sé…”
— ¿Tu qué has aprendido?
— Pues va a sonar muy trillado, pero se extrañan cosas tan que tenemos ahí, tan que damos por hecho. Antes ir a la montaña pues era equis. Ahorita es de: ‘guau lo que daría por un día de montaña’. O ver a tus amigos, un abrazo.
—¿Qué es a lo que más le tienes miedo?
— A que la gente se ponga muy punk afuera, a que caiga tanto la economía que la gente empiece a hacer rapiñas en supermercados.
—¿Cómo te imaginas que sería el peor lugar para estar en esta cuarentena?
— No me importa el lugar. Lo que me preocuparía es no tener paz interior. Eso, sería lo peor.
A unos pasos de la casa de Rocío Verdejo está el Parque Lincoln, uno de los más emblemáticos de la zona.
Algunas personas pasean a sus perros en los días de cuarentena. También salen a caminar para guardarse el resto de la tarde. La gente usa tapabocas, careta, guantes de látex y lentes para el sol.
Las áreas comunes en esta delegación tienen rampas para personas que usan sillas de ruedas. Incluso hay canaletas para que los ciegos puedan conducirse por las banquetas de las calles. Aunque ahora las calles lucen vacías.
En Polanco el espacio no se improvisa, se diseña, se ordena. La decoración es una manera de homologar el entorno, de envolver los lugares bajo la misma atmósfera. El arte también es una forma de derrochar el espacio.
Incluso la basura tiene su sitio. Prevalece el orden. Los parques tiene reglamento y las relaciones humanas están mediadas a partir de la legalidad, de los horarios, de la prohibición o, en todo caso, por la amabilidad. Aquí, se introduce con facilidad la distancia social (dos metros, según lo recomendado).
La gente medita en el parque, algunos de los que pasean a sus mascotas o a los niños usan batas de “nanis”. Es un parque en el que uno puede realmente sentirse solo. Hay animalillos que viven como ardillas o pájaros. El agua de las fuentes está limpia. La escena idílica la corona una estatua llamada “La familia feliz”.
Parece tonto, pero aquí las cosas se usan para lo que fueron pensadas. Si una banca se construyó en los años cincuenta, sigue ahí –incluso recién pintada-, como una reivindicación de su espacio. La naturaleza tiene un lugar asignado, no se le permite crecer más allá de lo permitido. Y no toda la naturaleza es permitida: Hay ardillas pero no ratas.
Pero en Polanco ni siquiera es necesaria la distancia social. No se necesita compartir los espacios que, en todo caso, se compran o se rentan.
Las banquetas amplias, camellones anchos, convierten en un raro accidente tropezar con alguien.
Ocupar el espacio cuesta en todos los sentidos, aún para el visitante. Al parquímetro hay que juntarle monedas. El transporte público, entre más barato, más compartido –menos deseado-. La distancia social en el metro es imposible, pero en EcoBici es algo mucho más probable. En coche es un éxito.
Una solitaria mujer conduce su camioneta mientras usa una masacrilla N95 (para uso exclusivo de personal médico). No importa el ridículo, porque aquí se puede ser prevenido hasta el exceso.
Pero el espacio en Polanco también es esclavizante. Hay gente que se dedica a mantenerlo: Jardineros que cortan el pasto en las áreas verdes, personas que limpian ventanales, cuadrillas que remodelan banquetas, barrenderos que lo dejan limpio.
En el Parque Lincoln, Juan Alanís y sus siete compañeros de trabajo se dedican, todos los días, a barrer los adoquines, limpiar las fuentes, y regar los árboles. El hombre de overol verde, que barre las hojas no pasea con su familia en este parque a pesar de que vive en la Ciudad de México. “Es que yo no soy de aquí” explica.
En Polanco hay un debido uso, una pulcritud en el ambiente, donde ni siquiera el virus parece tener cabida.
Caminar por esta colonia y las zonas residenciales de Miguel Hidalgo en estos días da la sensación de que sus habitantes ni siquiera están aquí. Y así es: Muchos se mudaron provisionalmente a casas en la playa, a lugares de descanso, Acapulco, Ixtapa, Cuernavaca, Tepoztlán, “Valle”.
Porque ni siquiera este espacio es suficiente.
Esta es la alcaldía de la ciudad con más contagios por covid-19. Básicamente, uno de los municipios con más contagios en el país.
Pero aquí, en Iztapalapa, la vida parece transcurrir casi con normalidad en la cuarentena. En esta demarcación está buena parte de la fuerza laboral de la Ciudad de México: obreros y trabajadores de todos los servicios viven aquí. Casi 2 millones de personas.
Para llegar, en plena emergencia sanitaria, hay que sobrevivir al tráfico vehicular. Las banquetas resquebrajadas y angostas están atiborradas de puestos ambulantes. Porque aquí la informalidad es una forma de vida.
En Iztapalapa el graffiti es una forma de apropiación del espacio: Poseer una pared, aunque sea en el imaginario, por una ligera capa de aerosol, que describe (¿con desesperación?) “yo estuve aquí”.
Aquí, el verdadero culto es religioso, sus vírgenes y sus Jesús, la imagen del salvador que sufre cabe en todas las casas, en las esquinas y murales. Aquí se tiene tanta fe que se crucifica a Cristo cada año, en una multitudinaria celebración que reúne a millones de personas y que por primera vez, en este año se llevó a cabo a puerta cerrada.
Aquí, lo normal es no poseer. Hay una constante apropiación de lo ajeno y de lo público. No hay ladrones, hay “amantes de lo ajeno”, dice un chico que habita en un barrio de esta localidad, donde se vive en una interminable improvisación.
“Sabemos que ya viene el virus, pero qué podemos hacer” dice el propietario de un puesto ambulante de verduras que no ha parado a pesar de las restricciones oficiales.
Más que vivir a partir de reservas materiales, se vive de las reservas culturales: El tremendo desorden alienta una diversidad apabullante. Se vive de compartir, sobre todo, por necesidad. Se comparte la calle, el transporte, el mercado.
La ocupación del espacio es violenta, hay una constante rebatinga por ocuparlo. No hay ley que intervenga, en todo caso, es la fuerza la que impone.
En el Jardín Cuitláhuac, frente a la alcaldía de Iztapalapa, hay unos 200 puestos ambulantes que invadieron la plazoleta.
En uno de esos puestos vive Blanca Larios, en un espacio de 5 metros cuadrados.
En tiempos normales, esta mujer de 53 años vende juguetes en su puesto, pero con la contingencia la alcaldía ordenó que todos los locales de este jardín se mantuvieran cerrados.
Larios explica que su puesto le daba unos 300 pesos al día. Vendía pistolas de juguetes, burbujas, pelotas y loterías. Pero últimamente ha estado más amolada, cuenta. Hace como tres meses, cuando fue al centro para surtir su puesto la asaltaron y le robaron los 3 mil pesos que llevaba.
“Llore tanto que pensaron que me iba yo a enfermar”, relata.
Ahora, durante la contingencia, los locatarios le pagan 100 pesos al día por cuidar los puestos ambulantes durante las noches. Con ese dinero se hace cargo de sus cuatro nietos, que le dejó su hija.
—¿Cómo se está cuidando de covid-19?
—Hasta ahorita que no he visto nada pues no creo, pero mantengo a mis nietos encerrados en lo que son peras o son manzanas, mientras yo me voy a trabajar.
La mujer viste una sudadera y unos pants. Sentada en una silla, ve pasar la gente entre los estrechos pasillos que y no pierde de vista los locales del jardín que debe cuidar.
Explica que normalmente vive en dos cuartos que comparte con 8 nietos y 3 de sus hijos.
Pero ahora, en la cuarentena, le conviene dormir en el puesto, porque en su casa está llena. Incluso dice que hay días “que yo me quiero salir de ahí y largarme”.
—¿En qué gasta lo que gana aquí?
—Compro 2 o 3 sopas que me cuestan 30 pesos y el kilo de jitomate está a 12 pesos. Ya serían 42, les compro tortillas y si puedo les echo un kilito de alón de pollo y ya se me fueron los 100 pesos. Y les compro algo para tomar y ya. Luego mis niños me piden leche y pan en la noche y yo les dijo “no hijos, ahora si no hay. Ahora sí aguántense”.
La mujer se encarga sólo de mantener a 3 de sus nietos. Cada uno de sus hijos se hace cargo de los suyos. Con la pandemia intentaron cambiar su esquema familia.
“Le dije a mis hijos: ‘ahorita nosotros somos una unión, hay que juntar todo lo que compremos. Un día pongo la comida yo y otro día la ponen ustedes’”.
Pero la unión nunca se pudo echar a andar porque los ingresos limitados obligaron a cada uno a mantenerse por su cuenta.
La mujer duerme sobre una tabla, un hule espuma y se cubre con una cobija. Dice que no le conviene cenar en las noches para no ir al baño, porque en el Jardín Cuitlahac no hay sanitarios. Está preocupada porque con las lluvias el agua se cuela entre las lonas hasta el lugar donde duerme.
—¿A qué le tiene miedo?.
-Tengo miedo a que se me vayan a enfermar mis niños. También tengo miedo a enfermarme yo. Que se acabe toda la comida y ya no haya nada o que yo ya no tenga nada para darles a ellos.
—¿Que es lo que más quisiera en estos momentos?
Pues tener seguridad para mis niños. Yo lo que más quisiera y más anhelo (llora) es tener un terreno para mis niños, porque igual y después me muero y qué va a ser de ellos. Qué va a ser de mis niños, quisiera comprarme un terrenito para tener a todas mis hijas juntas, para que ya no estén sufriendo.
—¿Pero no tiene casa?
—Es que los cuartos donde vivimos son de mi hermana.
Antes de despedirnos, le pido que se imagine el terreno que le gustaría tener. Ella explica con detalles algo que ya ha imaginado otras veces: “Un terrenito y ahí levantamos cuartos con láminas y de ahí, poco a poco se va a ir fincando. Ya nos iríamos levantando, yo lo que quisiera es tener a todas mis hijas juntas, conmigo, porque ya el día que yo me muera tendrían un lugar donde estar. Y también tener dos gallinitas, de esas que ponen, ponedoras. Y estar yo viejita y aventarles ahí su maíz”.
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