Ésta es una pandemia histórica, la primera genuinamente global; producto también de un mundo híper interconectado, incapaz de detenerse frente a los peligros para “no afectar al gran capital”. ¿Qué es de este mundo lo esencial?
Uno de los momentos más emblemáticos de mi paso por el CCH Sur fue en la clase de biología. Quinto y sexto semestre. Bioquímica. Ahí aprendimos que los virus no están propiamente vivos per se. Son entes biológicos. Son sólo material orgánico que, para estar técnicamente vivo, debe infectar un organismo. Cuando la profesora (no recuerdo su nombre, pero era una excelente maestra, tanto que hubo un tiempo en que pensé optar por estudiar biología, y no comunicación o periodismo, como finalmente hice) nos reveló la naturaleza inquietante de los virus, el nuevo “insulto”, broma, entre amigos era: “No eres una persona. Eres un ente biológico”.
Sí. Los virus son algo muy extraño, muy inquietante, e incluso han sido retomados por la ficción. Por ejemplo, en la historia de Guillermo del Toro, Oscura. Ahí, el vampirismo es causado por un virus. Por eso es que los vampiros no están vivos ni muertos. Son entes biológicos.
En Matrix, el Sr. Smith es un virus de computadora, que infecta todos los programas, replicándose a sí mismo hasta el infinito. Una falla del sistema. (¿Es eso un virus?¿Una falla de la vida?)
En la serie de televisión The walking dead, el argumento es que un virus desconocido infecta a las personas y las convierte en zombies sedientos de sangre humana y matan a otros. Éstos, por supuesto, se levantan de la muerte, diseminando así la enfermedad.
En este último, hay un capítulo memorable. Cuando los protagonistas se enteran de que no es que los zombies sean los únicos portadores del virus. Todos los seres humanos del planeta –los pocos que sobreviven cargando rifles y enfrentándose a estas sociedades postapocalípticas que tanto gusta a la cultura estadounidense– tienen el virus y se activará cuando mueran. [Esto recuerda la situación del coronavirus: Los expertos advierten: deben de haber muchos más infectados, que no afectados. De ahí la premisa de “quédate en casa” aunque te sientas bien.]
Todos son portadores, no sólo los fiambres que caminan hambrientos; también el niño de 13, la mujer que va a dar a luz.
La promesa entre los sobrevivientes es disparar a la cabeza cuando llegue el momento; asegurarse de que el cuerpo siga inerte.
Quédate en casa.
Hace unos días, el diario El País publicó un artículo de opinión: “Los datos están mal”. Ahí, el autor explica que si bien los análisis matemáticos pueden explicarnos la propagación del COVID-19, se necesitan datos fiables. “Y no los tenemos”.
En ningún país se sabe cuál es la cifra real de personas contagiadas. En Italia, por ejemplo, dejaron de hacer pruebas a personas con pocos síntomas. Sólo analizan cuadros de enfermedad muy obvios. Ahí, que la letalidad ha sido la más alta del mundo, los datos arrojados sugerirían que el COVID tiene una mortalidad del índice del 7 por ciento.
Pero en Corea del Sur, por su parte, donde se han hecho muchos análisis a población abierta –y no sólo a quienes muestran síntomas– los porcentajes son bien diferentes: la letalidad alcanza el .7 por ciento.
La columna citada y otros más ponen en duda que el número de infectados sean los que manejamos. ¿Entonces cómo entendemos esta enfermedad? ¿Cómo estudiaremos su verdadero rango de fatalidad, o sus posibles consecuencias secundarias?
Pero más aún, ¿cómo combatimos el pánico, esa epidemia que –desde ciertos ángulos– se ve aún más peligrosa que el coronavirus?
Se habla de que es un virus nuevo, ajeno, extranjero, que puede permanecer hasta media hora flotando en pequeñas partículas de saliva y, aunque por medio del aire hay poco riesgo de contraerlo, esas pequeñas partículas aterrizan en superficies y, desde ahí, sí que podemos infectarnos…
El virus encarna el temor al enemigo interno. Algo en nuestro interior que se rebela contra nosotros, y que nos mata. Que nos cambia, nos afecta, modifica. Dejamos de ser nosotros, ya que estamos infectados de algo que es ajeno, que no somos nosotros. En Perú, recientemente unos habitantes quemaron un grupo de murciélagos; los culpaban del coronavirus. El virus murciélago. Trump, por su parte, con racismo y xenofobia habituales, lo llama el “virus chino”.
¿Cuántos virus ajenos, transmutados, respiramos cada día? En la calle, en las infames ventilaciones de cines, edificios monumentales, junto a los basureros municipales.
Esta xenofobia nuestra, que se manifiesta en cosas tan sutiles. Por ejemplo, y hablando de murciélagos: la toxoplasmosis. Se refiere que puedes contagiarte del guano de murciélago, al entrar a una cueva. Y sí, es verdad. Pero lo que pocos señalan es que sería más fácil adquirirlo en un cine, por la ventilación artificial.
¿Cuántos entes biológicos agarramos cada día desde los tubos del metro, y más aún: cuántas células de nuestro cuerpo se vuelven contra nosotros cada día? Alguna vez leí que nuestras defensas localizan y destruyen miles de células cancerosas cada día.
Como si el virus encarnara la muerte propia que todos llevamos dentro: nuestro propio reloj de caducidad.
Una nota de AFP. En Los Ángeles, Estados Unidos, se presentó el primer caso de coronavirus antes, pero Nueva York dobla o triplica el número de casos y muertes. Algunos atribuyen esto al clima, otros a que Nueva York es una ciudad apretada, densamente poblada –llena de rascacielos con aire acondicionado y viviendas pequeñas– y Los Ángeles es una ciudad extendida, como la mayoría de las poblaciones de la costa oeste.
Eso nos lleva a pensar: Qué clase de ciudades construimos, qué refleja el tipo de sociedades que vivimos.
A inicios de milenio se hablaba de los globalifóbicos. Aquellos que repudiaban el neoliberalismo y la idea de aldea global. Los globalifóbicos alegaban que no era así, pero advertían los peligros de la desigualdad. Del hecho de borrar fronteras únicamente con perjuicio a los más desposeídos.
Globalifóbicos, los acusaban.
Ésta es una pandemia histórica, la primera genuinamente global; producto también de un mundo híper interconectado, incapaz de detenerse frente a los peligros para “no afectar al gran capital”.
Para sostener lo anterior basta revisar por qué los países en su inmensa mayoría actuaron tarde y ocultaron datos: para no dejar de producir; para no perder competitividad. Ahora mismo, estamos en casa detenidos. Las autoridades informan que el gobierno ha parado, por precaución, sólo aquellas actividades esenciales.
¿Quién decide qué es esencial y quién lo hace cumplir?
Muchos deben trabajar. No se ha detenido la industria de la construcción. No han parado las maquiladoras ni los callcenter. En China, van con cubrebocas y con #sanadistancia a las fábricas.
Los niños no pueden salir. Pero me pregunto qué tan esencial es que un niño tenga acceso a áreas verdes. Que una mujer que sufre ataques de pánico en España pueda salir a dar la vuelta sin que la detenga la policía.
¿Qué es de este mundo lo esencial?
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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