En épocas prehistóricas, relata la antropóloga Riane Eisler, hubo una organización social basada en la colaboración y la solidaridad. Algo que quizá algunos llamarían “matriarcado”, pero en la que ningún sexo estaría por encima del otro
Twitter: @lydicar
Esto ocurrió hace ya varios años. Mi amiga L., doctora en filosofía, me recomendó un libro. Pero me lo recomendó por debajo de la mesa. Me advirtió: “No es una autora muy valuada en los círculos académicos; la acusan de poco rigurosa. Pero a mí me gusta mucho”.
L. se refería a El cáliz y la espada, escrito por la socióloga y antropóloga Riane Eisler. Ella establece que en épocas prehistóricas, sí hubo una forma de organización social basada en la colaboración y la solidaridad. Algo que quizá algunos llamarían “matriarcado”, si bien el término no sería correcto: en esta sociedad, ningún sexo estaría por encima del otro.
Sin embargo, esta civilización solidaria, basada en los vínculos, en algún momento sufrió una crisis cataclísmica. Y tras el quiebre, surgió una civilización distinta, basada en la dominación, en la espada; algo que muchas personas llamamos patriarcado.
Eisler relata cómo los registros del paleolítico, las pinturas rupestres, las estatuillas de mujeres, narran una época en la que las personas trataban de explicarse el misterio de la vida: partos, reproducción, relación de cada ser vivo con el todo. Sin embargo, ése no es el enfoque que se enseña en la mayoría de las investigaciones.
“Todavía prevalecen prejuicios de eruditos anteriores; [y] ellos vieron el arte paleolítico en términos del estereotipo convencional del ‘hombre primitivo’: sanguinarios, guerreros, cazadores-guerreros. De hecho, muy diferentes de algunas sociedades más primitivas, recolectoras cazadoras, descubiertas en los tiempos modernos”.
Más adelante el análisis es más sugerente: en un principio, los arqueólogos y eruditos del siglo XIX atribuían la autoría de pinturas y esculturas a los hombres del paleolítico. Nunca a las mujeres.
En el arte del paleolítico de todo el mundo hay un tema insistente: figurillas y pinturas de mujeres de grandes caderas o vientres voluminosos. Pero los primeros investigadores veían estas obras como meros objetos sexuales masculinos. Como el playboy o el porno del paleolítico: “venus” obesas (no se planteaba ni siquiera el hecho de que representara a una mujer embarazada), producto del deseo sexual irrefrenable del hombre primitivo.
Lo mismo ocurría con dibujos también recurrentes: palitos o pequeñas lanzas. Se atribuían estas imágenes invocaciones para la caza. “Pero como Alexander Marshack […], tales pinturas y grabados lineales podrían fácilmente haber sido plantas, árboles, ramas, cañas, hojas”.
Eisler agrega: “Esta nueva interpretación explicaría lo que de otro modo constituiría una notoria ausencia de pinturas de tal vegetación en un pueblo cuya principal fuente de alimentación, al igual que para los recolectores–cazadores contemporáneos, debe haber sido los vegetales”.
Toda la historia viene a cuento porque, si es verdad que hubo un pasado que no hemos podido reconstruir, un pasado tan diferente de lo que concebimos… también es posible construir un futuro impensable bajo las lógicas de sometimiento actuales.
Y a ese mundo posible, muchos apostamos.
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Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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