Estos testimonios relatan las historias de dos jóvenes en Guerrero, secuestrados y obligados a trabajar para grupos narcotraficantes. Uno escapa, a otro lo detiene la policía por delitos contra la salud
Texto y fotografía: Amapola Periodismo
Cleo reprime el llanto y traga saliva. Se nota el esfuerzo que hace para mantenerse serena. Toma la fotografía de su hijo, desaparecido el 16 de julio del 2016, entonces de 15 años, a quien dice, hombres armados se lo llevaron por la fuerza de una calle de Chilpancingo.
Cleo investigó por su cuenta y supo que un grupo del crimen organizado lo tuvo retenido, en un sembradío de estupefacientes en Guerrero, en donde fue detenido por la Fiscalía General de la República (FGR) y, ahora, podría estar preso en una cárcel del norte del país.
Simón buscó a su hijo cinco meses y varios días. Lo secuestraron en marzo del 2019. En agosto del mismo año, un conocido le enseñó la fotografía de un joven en poder de un grupo de policías comunitarios, quienes, de acuerdo con la información, lo habían rescatado en un cerro, en el que se había perdido. “Vi esa fotografía y no lo reconocí, aunque tenía un aire familiar. Me quedé mirándolo bien y era él, aunque estaba muy cambiado, prácticamente irreconocible”, cuenta Simón, mientras su hijo lo escucha.
De acuerdo con el Centro de Derechos de las Víctimas Minerva Bello, grupos criminales que se disputan territorio en Guerrero, fuerzan a jóvenes a integrarse a sus filas. En la comunidad de Xaltianguis, del municipio de Acapulco, tras el desmantelamiento y detención en noviembre de este año de más de 30 integrantes del grupo Los Dumbos, por parte de fuerzas federales y estatales, padres y madres de esa población relataron que los obligaban a que sus hijos se unieran a ellos, para la siembra de drogas o los utilizaban como halcones para vigilar las entradas y salidas de la comunidad.
Cleo no tiene la certeza, pero sus investigaciones indican que uno de los detenidos en una operación de la FGR es su hijo, por la edad, por sus características físicas, por sus señas particulares, y porque su intuición de madre se lo dice.
Por su cuenta, porque la FGR no ha hecho ese trabajo, irá próximamente al reclusorio en el que sabe está su hijo detenido para solicitar la revisión de los archivos.
No fue fácil conocer este indicio sobre el paradero de su hijo. Ha estado en contacto con policías investigadores que realizan las indagatorias respectivas y buscó por su cuenta. En ningún momento se confió de las investigaciones oficiales.
Con sus propios medios, haciendo preguntas peligrosas y siguiendo pistas confusas, supo que a su hijo, quien ahora tiene 18 años, se lo llevaron a trabajar a un campo de estupefacientes y también era obligado a trabajar de pistolero.
La madre de otro desaparecido le dio las señas de dónde tenían al hijo de Cleo, igual que al de ella. Un campo en el que, según supo, había decenas de muchachos como los hijos de ambas, lugar en el que los torturaban física y psicológicamente.
Cleo tiene la esperanza de que su hijo sea el joven de 18 años recluido en una cárcel del norte del país. Pero no se quiere apresurar e ir a buscarlo sin la certeza de que sea él. Paciente, espera el permiso que solicitó para abrir los archivos de ese penal.
El hijo de Cleo desapareció el 16 de julio del 2016, alrededor de la una de la tarde. Era un adolescente entonces. Salió de su casa junto con un sobrino, hijo de su hermano mayor, a las canchas de la colonia a jugar baloncesto.
El sobrino de Cleo, un par de años menor, regresó solo y llorando. Contó que del trayecto de su casa a la unidad deportiva, un carro con tres hombres dentro comenzó a seguirlos. A ambos menores les dio miedo el aspecto de esas personas. Optaron por regresar, para lo cual se cambiaron de acera, pero entonces, los tres hombres se bajaron del carro y se llevaron al hijo de Cleo.
Inmediatamente buscaron al adolescente, empezaron por las calles de la colonia y extendieron la búsqueda a los asentamientos cercanos. Cleo marcó al celular y su hijo contestó; le dijo que no se preocupara y que no hiciera nada, que estaba en la colonia Plan de Ayala con unos amigos que le habían hecho una broma y que más tarde lo llevarían a casa. Pasó mucho rato después de esa llamada y como no aparecía volvió a marcar, en esta ocasión, aunque entró la llamada, sólo escucharon llorar al adolescente. Luego volvió a marcar y, a partir de la tercera llamada, sólo escuchó el sonido característico de un equipo apagado.
Al día siguiente, Cleo acudió a la Fiscalía General del Estado (FGE) para interponer la denuncia pero una Agente del Ministerio Público se negó a integrar la carpeta de investigación. La representante social le dijo que no se desesperara porque seguramente su hijo se había ido de pinta con sus amigos de la escuela.
Regresó al otro día y a regañadientes la Ministerio Público levantó la denuncia y se activó la alerta Ámber, pero jamás hicieron ninguna búsqueda.
“Mantuvieron la alerta dos días, al tercer día le pusieron localizado. Yo me enojé mucho y les fui a reclamar. Exigí que si sabían dónde estaba mi hijo que me lo entregaran”.
Desde el 2017, Cleo se unió a los colectivos de madres con hijos desaparecidos de Iguala y Chilpancingo.
Cleo cree saber dónde está su hijo pero está preocupada porque padece asma y necesita medicamentos especiales para que su salud no se deteriore.
“Tiene que controlar su enfermedad con una pomada que yo le ponía o inyecciones” recuerda.
El 15 de septiembre del 2019, el hijo desaparecido de Cleo cumplió 18 años.
A Simón le dieron un número de celular al que tenía que hablar para recuperar a su hijo. “Me pusieron como condición ir solo”, agrega.
El padre cumplió las condiciones, por eso, él y su hijo, quien perdió 25 kilos los cinco meses que estuvo en cautiverio, ahora están juntos.
Para estos momentos, han pasado cinco meses del regreso. El joven respira hondo. Cuenta su su historia como esclavo de un sembradío.
“Nos obligaban a trabajar, a veces, hasta 12 horas seguidas; regresábamos a la casa de seguridad y nos daban de comer sólo sobras”, cuenta.
Dice que durante todo ese tiempo, nunca les dieron de beber leche o comer un trozo de carne.
A los jóvenes reclutados los utilizaban en dos tareas: la de cultivar y recoger la siembra de la amapola y la de procesar la cocaína en un laboratorio.
Cuenta que él prefirió ponerle más empeño en la siembra porque él no quería estar en el laboratorio para no enfermarse con los productos químicos.
“Si me hubieran llevado ahí (al laboratorio clandestino) no sé qué hubiese pasado conmigo, seguramente estaría enfermo por inhalar eso (la droga) o a lo mejor ya estuviera muerto”, cuenta.
Sus captores lo amenazaban con frecuencia. Llegaban y le apuntaban con el arma y le decían que si hacía algo lo matarían, le recorre un escalofrío por la piel.
“Si haces algo para escaparte, te vamos a matar. Aquí vas a estar, aquí nadie te salva”, le decían y le ponían el arma en la cabeza.
Sus captores eran jóvenes de 20 años, algunos de hasta 15. Dos eran mayores. Un día, lo dejaron abandonado en un lugar de la sierra y eso lo aprovechó para escaparse.
Cree que sus captores creían que se iba a escapar pero se perdería y moriría. No sabe cuántos días caminó por montes y veredas, hasta que un grupo de policías comunitarios lo encontró.
Este material se publicó originalmente en Amapola Periodismo Transgresor. Se reproduce con su autorización y como parte de una alianza de medios. Aquí se puede consultar la publicación original.
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