El caudillo Pancho Villa cometió una de sus famosas tretas en Tlatelolco; encarcelado, aprovechó el tiempo y aprendió a escribir. Luego, el Centauro del Norte hizo un escape formidable y, apenas salió, se fue otra vez a la errante Revolución Mexicana
La historia del encarcelamiento de Francisco Villa comenzó con esta carta rescatada por Paco Ignacio Taibo II, en su libro Pancho Villa; el autor es Francisco I. Madero y se dirige al caudillo: “He sabido que te has portado como los hombres y como los leales, dándole un ejemplo al traidor de Orozco. Te felicito calurosamente […] Espero te pongas a las órdenes del general Victoriano Huerta”. A partir de ahí, la cosa se echó a perder.
A los ojos de todo el mundo Huerta era un hombre de bajísimos escrúpulos; a los ojos de Madero -que era un tanto distraído- era un buen soldado.
Recordemos que Huerta, originario de Jalisco, había participado en las represiones contra los yaquis; también estuvo presente en la guerra de castas de Yucatán, sofocó las revueltas contra Porfirio Díaz en Guerrero y había fungido como escolta del dictador cuando éste huyó del país.
Huerta era tan borracho y mariguano que le inventaron la canción de La Cucaracha, que actualmente forma parte de cualquier compendio musical mexicano. En su momento los revolucionarios la cantaron en las noches de campaña.
Cuando Villa conoció a Huerta, éste le dio mala espina, sobre todo, por borracho -Villa era abstemio-. Por su lado, Huerta intentó congraciarse con el caudillo más eficiente y leal a Madero y lo ascendió de coronel a brigadier. Pero el gusto les duró poco.
Para Villa, el general Huerta no tenía méritos suficientes para mandarlo; las fricciones entre los personajes se fueron agravando mientras luchaban contra las rebeliones que querían derrocar a Madero. Pero el detonante del conflicto fue cuando la División del Norte expropió una yegua fina propiedad de Matilde Ramírez de Russek, esposa de un comerciante inglés que sobornó a Huerta con un coche para que le devolviera la potra.
Villa se rehusó a entregarla. Se hicieron de palabras y Huerta devolvió la yegua. La tacita estaba rota.
Huerta mandó detener al caudillo, que andaba con una fiebre tremenda. Los coroneles huertistas lo pusieron en un paredón para fusilarlo. Aún envuelto en su cobija, Villa cuestionó a los coroneles, repartió las pertenencias que traía y se preparó para morir el 4 de junio de 1912.
Los hermanos del presidente Emilio y Raúl Madero intercedieron por él ante Huerta y al final, el pelotón de fusilamiento atendió la contraorden.
Villa relataría después: “yo nunca había tenido miedo de morirme, pero en aquel momento, pero en aquella ocasión, vi tan cerca mi fin, que me pasó como un relámpago por el pensamiento la idea de que todo el navegar de mi vida había sido para nada”.
El Centauro del Norte libró la muerte en aquel momento, no así su encarcelamiento.
El hombre fue llevado de Jiménez, Chihuahua, a la Ciudad de México. Viajó en tren. Llegó a la estación Buenavista y de ahí fue trasladado a la cárcel de Lecumberri.
Madero no intercedió por Villa; en su lugar, optó por apoyar a Huerta. El caudillo era temido en las cúpulas gobernantes por ser “bueno para los balazos pero malo para la política”. Los tiempos de paz se avecinaban y mantener al Centauro alejado fue lo más práctico para Madero.
Los cargos bajo los cuales Villa fue acusado quedan muy desdibujados (robo, insubordinación, entre otros). El juez no lo procesó por ninguno, a pesar de eso el Centauro del Norte estaba preso, pero en la cárcel conoció al zapatista Gildardo Magaña, quien sería una especie de mentor.
Villa, que había pasado su vida en los montes a salto de mata, no sabía escribir y apenas leía. Magaña lo acercó a la lectura. Cual Edmond Dantés, el Centauro del Norte pasaría noches trajinando en los libros alumbrado únicamente con una vela. Conoció -entre otros- al Quijote, a Hernán Cortés, José María Morelos, a Miguel Hidalgo y Benito Juárez. Tiempo después admitió que prefería leer que comer.
Desde la cárcel, Villa le escribió cartas a Francisco I. Madero para pedirle que lo dejara libre, que lo dejara exiliarse en España, o al menos, que le diera una audiencia. Aún en su situación se mostró maderista hasta la médula. Pero lo más que logró el revolucionario fue que lo trasladaran a la prisión de Santiago Tlatelolco.
La prisión para Villa era insoportable. Acostumbrado a dormir cada día en un sitio diferente, al aire libre de los montes, el hombre se ahogaba en la celda.
Ayudado por un escribano de la prisión, Villa se vistió de doctor, se puso lentes oscuros y bombín, y aprovechó el gentío que había en una tarde de visitas para romper los barrotes de su celda y escapar. Se había rehusado a cortarse los bigotes, pero aún así pasó desapercibido. Abordó un taxi que lo llevó a Toluca y tiempo después llegaría a Estados Unidos.
Ese mismo año, 1913, Huerta tomó mató a Madero y tomó el poder. Desde el norte, Villa se preparó de nuevo, con una decena de hombres, para darle guerra al traidor.
Paco Ignacio Taibo II cuenta que algunos sobrevivientes de la División del Norte colocaron una fotografía del revolucionario y un mural en la celda donde estuvo preso el Centauro del Norte.
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Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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