12 septiembre, 2019
Hay personajes que marcan el camino de las sociedades. Así pasó con Andrés Manuel López Obrador en 2006 al confrontar a un cuestionable Vicente Fox, y ahora se aproxima a la frontera de ese histórico desliz. El tema es otro, la violencia. Y la consecuencia de sus palabras también es distinta: hace 13 años era candidato opositor. Hoy es el presidente de México
La contienda era intensa. En casi todos los periódicos, programas de radio y definitivamente el 100 por ciento de los noticiarios de televisión, los espacios informativos se concentraban en un solo tema:
Atacar al disidente Andrés Manuel López Obrador.
Había de todo, desde las historias burdamente falsas sobre supuestos pasajes en su vida, programas de comedia para ridiculizar al candidato de la izquierda o una multitud de análisis “académicos” de “reconocidos” analistas políticos, filósofos y economistas.
Era 2006, la primera vez que AMLO, como se conoce al ahora presidente López Obrador, contendió por el gobierno del país. Los tiempos en que se le llamaba “un peligro para México”.
Y a pesar de la intensa guerra sucia las encuestas electorales mantenían al izquierdista en la cabeza de sus sondeos. Hasta que el puntero cometió un error.
Durante un mitin en Oaxaca el candidato pidió al entonces presidente Vicente Fox que dejara de entrometerse en el proceso electoral. “Cállate, chachalaca”, dijo AMLO, en referencia a una popular frase utilizada en el sureste mexicano.
A partir de ese momento cambió el escenario político. La frase, utilizada sin contexto, fue parte de miles de mensajes en radio y televisión.
El mensaje fue: la intolerancia del izquierdista había insultado a la figura presidencial, una imagen “respetada” por los mexicanos decían encuestas a modo, aunque el depositario de tal investidura fuera un personaje como Vicente Fox Quesada.
La estrategia surtió efecto. Según estudios posteriores a partir de ese momento se redujo la ventaja electoral de AMLO y permitió la imposición de su adversario, Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa.
La invocación a la chachalaca, una escandalosa ave común en Tabasco y otros estados del sureste, se convirtió en el Talón de Aquiles para AMLO.
Trece años después una nueva frase empieza a causar problemas a López Obrador. La dijo en Tamaulipas cuando pidió “que le bajen” a los carteles de narcotráfico que controlan el estado desde hace décadas.
“Ya al carajo la delincuencia. Fuchi, guácala. Es como la corrupción: fuchi, guácala”.
Como en 2006, ahora el comentario es alimento para columnas, “reportajes”, análisis de académicos y sobre todo adversarios políticos que retozan en Twitter.
Pero hay una diferencia. López Obrador no es candidato sino presidente de la República.
Y sus comentarios no pueden tomarse como parte de una estrategia para convencer electores, sino del discurso oficial que en su gobierno marcan la política pública.
El resultado de sus palabras no sólo es perder puntos en las encuestas, lo que hasta ahora no sucede, sino el mensaje dentro del contexto de la Cuarta Transformación, la 4T.
AMLO y su gobierno son responsables de cumplir la responsabilidad central de los estados, garantizar la vida, seguridad y protección a la dignidad y derechos fundamentales de los ciudadanos.
Desde la etapa de transición el ahora presidente presentó una estrategia contra la violencia basada en el combate a su origen.
La idea fue cambiar el paradigma. Que la inseguridad no fuera una solución militar sino de desarrollo social, de eliminar las razones por las que los mexicanos toleran o se incorporan a la delincuencia.
La Guardia Nacional ha sido la decisión más conocida y polémica de la estrategia, sobre todo por la marca de nacer al amparo de policías militares y navales.
Pero más allá del despliegue de tropas poco se conoce de las acciones del gobierno contra la delincuencia organizada. No está claro si persiste la persecución de los jefes de bandas y carteles.
Tampoco hay información suficiente sobre la erradicación de cultivos de marihuana y amapola, y hasta ahora los datos sobre las operaciones contra bandas de secuestro, extorsión o robo de combustible se reducen a comunicados oficiales.
Lo que se conoce es que los homicidios violentos no cesan. Que volvieron las escenas de personas colgadas bajo puentes o restos de cadáveres esparcidos en las calles de algunas ciudades.
La ola de violencia en México tiene décadas de incubación. Si atendemos el contexto histórico que suele recordar el presidente podríamos ubicar su origen en los años 70, con el inicio público de la llamada Guerra Sucia.
O si nos concentramos en el discurso de los últimos gobiernos –y de muchos medios y periodistas- se puede establecer a 2004 como el inicio de la Gran Guerra de carteles, cuando fue asesinado Rodolfo Carrillo Fuentes, “El Niño de Oro”, al salir de cenar pizzas y pasta –después de ver una película en una sala de cine- en el estacionamiento de centro comercial de Culiacán, Sinaloa.
Su familia conserva un cenotafio en el sitio donde quedaron los cuerpos del hermano menor en el clan del Cartel de Juárez, y de su esposa.
Lo que siguió después es muy conocido. Felipe del Sagrado Corazón de Jesús Calderón Hinojosa profundizó la violencia en México, envenenada su burocracia desde Los Pinos en el debate entre su explosivo ser y la inseguridad por no saber ser presidente.
Eso dicen los que dicen conocerle. Al final lo que queda es una interminable guerra heredada por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
¿Puede funcionar su plan de seguridad? La teoría académica dice que sí, que es la solución ideal… A largo plazo. Pero ayudan poco las frases coloquiales del presidente. Porque el problema es serio.
No es sólo la tendencia creciente de homicidios y disputa de territorios, sino las cada vez más claras señales sobre un reto de la macrodelincuencia al nuevo gobierno.
Medirle el agua a los camotes es un popular dicho mexicano, y eso es lo que ahora sucede en México con López Obrador.
La alianza histórica de autoridades y delincuencia organizada lo hacen desde febrero cuando se supo que era real el combate al “huachicoleo”, el verbo mexicano para definir el robo de hidrocarburos.
Es una parte de las cifras de violencia, documentadas al exceso por algunos medios mexicanos. Y es, sobre todo, un elemento fundamental en el escenario político de la 4T.
Más allá de los programas sociales, del rescate de la industria petrolera o la rabia de quienes perdieron el poder el 1 de julio de 2018, lo que realmente importa es erradicar la inseguridad y desamparo en millones de mexicanos.
Es el Talón de Aquiles de este gobierno. Su proyecto apela a la colaboración de los ciudadanos. La estrategia es ahuyentar la clientela de los delincuentes, que se convenzan del buen camino.
Es el espíritu del “fuchi, guácala” que dijo el presidente. Pero no funciona sin resultados, sin al menos la sensación de un cambio.
Un terreno cuesta arriba, equivalente al parteaguas que impidió al proyecto político de López Obrador gobernar desde 2006.
El “efecto chachalaca” acecha a la 4T.
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Productor para México y Centroamérica de la cadena británica BBC World Service.
Periodista especializado en cobertura de temas sociales como narcotráfico, migración y trata de personas. Editor de En el Camino y presidente de la Red de Periodistas de a Pie.
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