El arte de bordar emociones: la voz de Tlacuacha Hilandera

12 octubre, 2025

«A veces bordar no es crear
una imagen, sino
habitar un tiempo».

-Anónimo

Aída Lucía, bordadora y artista textil, ha convertido el bordado en una forma de expresión y resistencia. A través de su proyecto Tlacuacha Hilandera, resignifica las tradiciones textiles con una mirada contemporánea que entrelaza historia, creatividad y comunidad femenina

Texto: Jazmín Sandoval y Jade Guerrero

Foto: Especial

CIUDAD DE MÉXICO. – En México, el bordado es una expresión del arte textil que fusiona belleza y tradición con un profundo significado. Cada región y grupo étnico posee estilos y técnicas únicas: algunos representan la naturaleza, otros narran la historia o la vida cotidiana de las comunidades. En la actualidad, las nuevas generaciones han dotado a este arte de una nueva dimensión, utilizando la expresión artística para preservar y revitalizar esta técnica milenaria.

Así, Lucía ha consagrado los últimos cinco años a practicar y enseñar el bordado, forjando un proyecto cuyo nombre rinde homenaje a una leyenda mesoamericana:

«Hay una leyenda mesoamericana que cuenta cómo, dentro de esa cosmovisión, se creía que el tlacuache le robó el fuego a los dioses para dárselo a los humanos. Fue en ese proceso que se quemó el pelo de la cola, y por eso no tiene pelo en esa parte», narra Lucía.

La leyenda de origen náhuatl relata cómo este pequeño marsupial, compadecido del sufrimiento humano por el frío y la comida cruda, se ofreció a robar el fuego a los gigantes que lo custodiaban. Con astucia, fingió su muerte y, tras ser perseguido, logró ocultar una brasa en su marsupio, llevando el fuego a la humanidad a costa de que su cola quedara chamuscada y sin pelo.

Inspirada por esta leyenda y por motivos personales, Lucía decidió tributar homenaje a este noble animal.

«Tlacuacha es en realidad un pseudónimo o apodo que adopté. Surgió porque me gustan mucho los tlacuaches; vivo cerca de un bosque al sur de la Ciudad de México, un lugar al que llegan muchos. Me fascinan porque siento que son animales infravalorados, pero con una importancia crucial para el ecosistema».

El papel de las mujeres en el bordado

Bajo el nombre de Tlacuacha Hilandera, Lucía encontró en los hilos un vínculo con su historia familiar. Aprendió a bordar en la infancia, guiada por su madre, quien a su vez había aprendido de su abuela.

«Aprendí a bordar de niña con mi mamá y también en la escuela. Así identifiqué una especie de genealogía en mi familia: mi abuela le enseñó a mi mamá, y luego mi mamá a mí», evoca. «Son aprendizajes que uno atesora, pero cuya verdadera importancia no siempre reconoce hasta mucho después».

Históricamente, a muchas mujeres se les negó el acceso a la educación y a la vida política, confinándoselas al ámbito doméstico. En este contexto, el bordado se convirtió en una actividad que, paradójicamente, les permitía expresarse y congregarse.

Un ejemplo emblemático fue el movimiento sufragista, donde el bordado funcionó como una protesta silenciosa y una expresión política. Activistas encarceladas bordaban pañuelos y banderas con consignas y nombres de sus compañeras, transformando un oficio doméstico en un símbolo de resistencia y dignidad. Estas piezas se erigieron en testimonios materiales de la lucha por el voto femenino y en una forma de reivindicar la voz de las mujeres a través de los hilos.

Tlacuacha Hilandera comparte su propia experiencia: «Fue en la universidad, cuando tomé un taller de bordado feminista, que mi panorama se amplió. Comprendí que no era solo un arte, sino también una forma de construir espacios autónomos y creativos entre mujeres. […] Luego, con la pandemia, me percaté de que era una práctica que se estaba rescatando desde un lugar político, no solo entre jóvenes en México, sino en todo el mundo, a lo largo de diferentes momentos históricos y geografías».

El bordado como lenguaje propio

«Por esos años, yo salía de una relación de pareja muy violenta. Al mirarlo en retrospectiva, siento que el bordado —y el arte textil en general— tiene una poderosa capacidad para sanar, para zurcir heridas. Mi propio cuerpo parecía saber que ahí había algo importante por descubrir».

A lo largo de la historia, el bordado ha adquirido significados que trascienden lo estético. Más que una mera manifestación artesanal, es un medio de expresión cultural, social y política. Cada puntada refleja tradiciones, memorias colectivas y, con frecuencia, vivencias personales que convierten esta práctica en un lenguaje íntimo y poderoso.

Para Tlacuacha Hilandera, el bordado es más que una técnica; es un diálogo con el mundo. A través de sus hilos, transforma intereses, emociones e ideas en imágenes que comunican sin palabras.

«Tengo tres tipos de bordados», explica. «Uno incluye cosas que me inspiran o gustan mucho, como personajes de las películas de Studio Ghibli —me encanta la Princesa Mononoke—, o libros que admiro. Otros abordan temas de interés o con sentido político, como un bordado para el 8M con una frase de Marcela Lagarde: ‘¿Qué sería de las mujeres sin el amor de las mujeres?’. Y luego están las piezas más íntimas, donde bordo pensamientos o emociones».

Su trabajo ejemplifica cómo el bordado puede devenir un lenguaje personal, capaz de articular lo individual y lo colectivo, la memoria y la lucha, lo cotidiano y lo simbólico. En cada puntada, Lucía construye una narrativa visual que entrelaza sensibilidad artística y reflexión social, haciendo de cada pieza un testimonio bordado de lo que siente y observa.

Bordar es antisistema, es resistir

Para Tlacuacha Hilandera, equilibrar la tradición con su estilo personal implica reconocer el origen de esta práctica y resignificarla. Señala que el bordado tradicional —aquel de las abuelas, con flores y grecas en servilletas— estuvo históricamente ligado al espacio doméstico y a una feminidad impuesta, lo que a menudo lo convertía en una carga para quienes lo practicaban por obligación o necesidad económica. Sin embargo, ella busca reivindicar ese legado: recuperar la técnica para transformarla en una herramienta de libertad creativa, donde los colores, las formas y las emociones personales ocupan un lugar central.

Lucía reconoce que, pese a sus raíces en la tradición doméstica, el bordado también ha estado marcado por desigualdades. «Por ejemplo, la madre de una amiga tuvo que bordar para sostenerse económicamente. Vendía sus piezas, pero como el bordado está muy infravalorado, caía en una especie de explotación. Ella decía que lo odiaba porque era algo impuesto, una obligación por la que, además, no le pagaban bien».

A pesar de este contexto, sostiene que el bordado puede ser también un espacio de libertad y encuentro. «Aunque exista una imposición, los saberes que se tejen entre mujeres siempre abren un resquicio para la libertad creativa o para dialogar desde otros lugares», afirma. En esta dualidad entre lo impuesto y lo liberador encuentra una de las mayores riquezas del arte textil.

El bordado representa, asimismo, una resistencia a la lógica de la productividad constante. Esta práctica «te obliga a entrar en otro tiempo, el tiempo de la lentitud», donde el valor no reside en la ganancia, sino en el acto mismo de crear. Bordar sin un fin comercial —»hacerlo por placer, por gusto o incluso por denuncia»— quebranta la idea capitalista de que todo debe ser útil y rentable.

Esa pausa, ese tiempo distinto que exige el bordado, se convierte también en un espacio político. «Mujeres y personas en todo el mundo han readoptado el textil como herramienta de denuncia, para construir comunidad y resistir ante la muerte, la desaparición o la violencia», subraya. En este sentido, el bordado, aunque parezca discreto, «es un arma poderosa que pasa desapercibida, pero tiene un potencial político muy fuerte».

¿Por qué es importante el bordado?

El bordado trasciende con creces la técnica decorativa: es un saber ancestral que ha acompañado a la humanidad durante siglos. «Las artes textiles son un conocimiento milenario», explica Lucía. «Hay una sabiduría ahí que quizá no alcancemos a comprender del todo, pero que ha sobrevivido generación tras generación». Desde esta óptica, el bordado se erige en una forma de conocimiento y transmisión cultural, lo que algunas autoras denominan epistemologías textiles.

Lucía también reconoce que el bordado ha sido una práctica históricamente feminizada y, por ende, un vehículo para acceder a las experiencias y testimonios de las mujeres a través del tiempo. «El bordado es un testimonio histórico de sus vivencias, pero también una forma de acción política y de acompañamiento», asegura. Más allá de su dimensión artística, destaca su valor terapéutico como una vía para «zurcir heridas colectivas» y resistir desde lo personal y comunitario. «Por encima de todo», concluye, «es un arte que te concede la libertad de crear».

El mensaje que Lucía, como Tlacuacha Hilandera, quiere transmitir es profundo: el bordado ha dejado de ser una tarea impuesta para convertirse en un acto de elección y expresión. Lo que antaño simbolizaba una obligación, hoy constituye un espacio de libertad creativa y reflexión social. A través de esta práctica, numerosas mujeres han resignificado un quehacer históricamente subestimado, transformándolo en un instrumento para abordar lo político, lo social y lo emocional. El bordado ya no se circunscribe a lo ornamental o comercial; es, sobre todo, una forma de enunciar, de resistir y de afirmar la voz propia.

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