A seis meses de la suspensión del programa de asilo en la frontera de Estados Unidos, centenares de personas migrantes siguen varadas en Ciudad de México. Entre la duda de quedarse o regresar, sobreviven en una urbe que quiere integrarlos, pero no sabe cómo. Mientras la capital aprende a ser ciudad santuario, la sociedad civil pronostica que será un polo de atracción para nuevos flujos que ya florecen
Texto y fotos: Àngela Cantador
CIUDAD DE MÉXICO. – Mientras entrechoca un par de piedras rescatadas de las vías, Gabriel confiesa que quiere irse de Ciudad de México. Él y otros quince, dice. “Nos queremos regresar. Aquí nada rinde”. Enfrente, Abelardo asiente mientras lo observa en silencio con la cabeza recostada en la puerta de su ranchito, como llaman aquí a las decenas de casitas de madera que se extienden en hilera a un metro del paso del tren.
Tienen 20 y 18 años y se conocieron en esta odisea compartida hacia Estados Unidos. Hace seis meses que viven en el campamento de la Colonia Vallejo, un asentamiento informal situado en la Alcaldía Gustavo Madero, al norte de Ciudad de México. Desde su creación en 2023, el espacio ha llegado a reunir a más de mil personas. Ahora apenas quedan 300.
Como tantos otros, decidieron esperar en la capital a que saliera su registro en CBP One, la aplicación de citas migratorias de Estados Unidos. Pero esa posibilidad se esfumó el 20 de enero, cuando Donald Trump asumió un nuevo mandato y desactivó el programa, poniendo fin a la ruta legal para solicitar asilo en la frontera, implementada por su predecesor Joe Biden. Así comenzó el limbo de muchos.
Gabriel dice que aquí ya no hay nada de interés para ellos. Que México no estaba dentro de sus planes. Era Estados Unidos, a lo mucho Canadá; eso o volver. No era esta ciudad, no es este país.
Irse o quedarse. Son dudas recurrentes en estos días también para Lucero (nombre inventado por cuestiones de seguridad), una profesora de matemáticas que lleva siete meses viviendo en el campamento, junto a su marido y a sus dos hijas. Ellas pueden volver a Venezuela, él no. Es exmilitar, desertor. Un traidor a la patria, a ojos del gobierno venezolano. Ambos saben que si pisa el país irá directo a la cárcel.
Llegaron a México en octubre de 2024. Al igual que muchos, Lucero no duda: este país es la peor parte de la travesía. Extorsiones, amenazas, detenciones. Ni siquiera se compara a la noche que se perdieron en la selva del Darién. “Nos demoramos dos semanas en cruzar seis países; tardamos dos meses para llegar de la frontera (de México con Guatemala) a Ciudad de México”.
Cuando finalmente alcanzaron la capital, lograron lo impensable: sacaron cita en CBP One para el 2 de febrero. Compraron los pasajes de avión a la ciudad fronteriza de Nogales, en Sonora, y pagaron el taxi que debía recogerlos en el aeropuerto. Estaban listos para dejar atrás sus miserias, también la capital. Hasta que se paró todo. “Me ha costado un poquito hacerme a la idea de que me quedé atrapada aquí. En ningún momento me mentalicé de que era México. Este era un punto de paso”.
Para estas y tantas otras personas, Ciudad de México ha pasado de ser un espacio de tránsito a un paréntesis en su ruta hacia Estados Unidos. Si bien los flujos visibles han disminuido notoriamente, no existe un censo oficial sobre la gente que quedó varada en la capital tras el cierre del programa oficial de citas migratorias. Algunos colectivos, como el Grupo de Monitoreo Frontera Centro estiman que en el momento de la clausura había dos mil personas viviendo en los asentamientos informales de la ciudad.
Los datos que han levantado casas de acogida como Cafemin también dan pistas para dimensionar la encrucijada en la que se encuentran las personas en tránsito que aún siguen en la ciudad. Su fundadora, María Magdalena Silva, cuenta que desde que se activó el CBP One en 2023, el 99% de los que llegaban al albergue querían seguir hacia Estados Unidos. “Ahora, de las 400 personas que están en nuestras instalaciones y en el campamento de Vallejo, entre el 40 y el 50% se quieren quedar. Un 30-40% quiere regresar y el resto es un grupo indeciso que todavía sigue esperando el milagro”.
Que las personas en tránsito decidan quedarse en Ciudad de México no es algo nuevo. En 2022, la capital fue escenario de la llegada simultánea de los flujos de Haití y del éxodo venezolano. El Título 42, una medida sanitaria que impuso Trump por el covid-19 y que permitió deportaciones exprés, convenció a muchas personas de buscar un futuro en la ciudad. “Hay que tomar conciencia de que Ciudad de México ya es una ciudad destino”, advierte Ana Valle, directora de Nicaragüenses en México.
Ahora la diferencia radica en el contexto en que las personas deben elegir si se quedan o se van. “Con el Título 42, había puertos por donde se podía cruzar. Hubo momentos en los que te regresaban a México, pero había esa esperanza de pasar y obtener una cita. Eso ya no existe. Además, ahora te criminalizan. Y si te deportan, no hay garantías de que sea a México o al país de origen. Es como un juego de azar”, reflexiona Valle.
Con la frontera hacia Estados Unidos cerrada para los solicitantes de asilo, en el limbo mexicano, la Ciudad de México parece una posibilidad casi imperativa. “Saben que la seguridad y las condiciones son mejores aquí que en otras ciudades del país”, explica Valle. Y mientras deciden, toca enfrentar el día a día.
Lucero trabaja como camarera nocturna en un hotel cercano al campamento. Cobra 2100 pesos a la semana (US$ 112 ), la misma cuantía que ganan los compañeros del turno de día y de tarde, a pesar de que su jornada laboral es de 12 horas, seis días a la semana. Es la tanda de las personas migrantes, dice.
Para no dejar a las niñas solas, su marido trabaja durante el día. Aún deben decidir qué harán con el dinero que ahorren. Por el momento, su urgencia es salir del asentamiento de Vallejo, aunque las personas del campamento lograron tramitar un amparo que impide la reubicación de los que lo habitan. “Yo no traje a mis hijas para esto. La grande me decía ‘Mamá vámonos, vámonos. Ya no quiero’. Ahorita empezó a estudiar y se calmó un poco su ansiedad. Hasta me dice ‘¿Y si nos quedamos al menos hasta que yo termine noveno?’. Porque va a cumplir 15 el próximo año. ‘Así ustedes juntan un poquito más de dinero, y compramos mi vestido acá’. Y yo pienso ¡ay, lo que viene!”.
Suspira. Acaba de recoger a las niñas del colegio y en menos de tres horas tiene que volver al hotel. Se nota cansada. “La pensadera te agota mucho”.
A su lado, Lucía asiente. Tras pasar un tiempo en Cafemin, esta colombiana pagó para alquilar uno de los ranchitos del campamento junto con su pareja, Isa, y sus tres hijos de 12, 10 y dos años. Originarias de El Banco, en la región del Caribe colombiano, ni en Bogotá lograron escapar de las amenazas por ser de la comunidad LGTBI. Fue cuando agredieron a Isa que la pareja decidió exiliarse y unirse a una amiga que estaba en Estados Unidos.
Sabían que se enfrentaban a una travesía retadora cuando decidieron emprender el viaje con tres criaturas. Por eso es que se unieron a grupos de Facebook y vieron videos de Tik Tok por semanas, para aprender los trucos básicos: en el Darién, sigan las bolsitas azules amarradas; si van con un bebé, pónganle doble pañal y entremedio escondan el dinero; que las niñas parezcan niños… Y arropadas por esa sabiduría popular, partieron hacia el norte.
A pesar de conocer los innumerables peligros del tramo mexicano de la ruta migrante, sortearlos fue imposible. Cerca de Huehuetán, en el estado fronterizo de Chiapas, las secuestraron y retuvieron por once días. Entre los captores había un muchacho venezolano al que le gustaba apuntar al bebé con el arma. “Le hacía: ‘Pa’”, recuerda Lucía mientras hace el gesto de disparar con el dedo índice. “Y desde ahí, el bebé te coge una cuchara y te hace así, ‘Pa, pa’”, repite el ademán de disparar.
Esa experiencia traumática fue un pase de oro amargo para que el Estado mexicano las considerara víctimas de delito y pudieran aplicar asilo como refugiadas. Iniciaron el proceso, pero solo con la esperanza de que les diera tiempo para que las cosas mejoren en Estados Unidos. “No nos vemos aquí. Y menos después del secuestro. Pero nos han dicho que se tarda (el proceso) de dos a tres años. Después de ese tiempo Donald Trump ya no va a estar y tal vez podamos entrar”.
Tal vez. Todos suponen, pero aquí nadie sabe. De momento, muchos improvisan mientras las instituciones prometen que prosperar en Ciudad de México es posible. En diciembre de 2024, la Secretaría de Movilidad del Gobierno [1] capitalino anunció el plan “10 compromisos de Movilidad Humana”, para crear tres albergues y reubicar a los migrantes en situación de calle. “Ha habido una apertura por parte del actual Gobierno de Ciudad de México”, explica Silva. Valle concuerda: “Es la primera vez que se crea una coordinación de movilidad humana en la ciudad”.
Sin embargo, comenzar una vida en la capital no es tarea fácil. “La Ciudad de México estaba preparada para el extranjero turista, no para el migrante.”, reflexiona Valle. En 2024, la sede capitalina de la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (COMAR) recibió más de 14 mil solicitudes de asilo. Pero se estima que muchos de estos trámites fueron usados como salvoconducto para cruzar el país, ante la falta de vías legales para transitarlo. Ese uso estratégico del asilo ha ralentizado los procesos, justo cuando la COMAR enfrenta también los recortes de fondos a la cooperación internacional.
En México, las alternativas de regularización son similares a las de otros países, pero pocas para un territorio atravesado por tanta gente. “El Gobierno de la ciudad y Federal tienen que empezar a trabajar en proyectos para generar otras vías de regularización migratoria. Que quien necesite protección internacional pueda solicitarla, y quien no, también pueda tener una vida digna”, reflexiona XX, de Programa Casa Refugiados..
Lo sabe bien Lucía. Sobrevivir no es vivir, se lamenta. Se fueron al campamento para tener un poco más de independencia, pero apenas les alcanza para estar en el ranchito. Está pendiente de un empleo en una lavandería cercana al campamento, pero puede que la manden a la sucursal de Naucalpan, a más de una hora en transporte público. Su pareja encontró empleo en un restaurante de 6:30 de la mañana a 10 de la noche, seis días a la semana. Teme por los niños. Por dejarlos solos, pero también por el no-estar. “Él no le dice mamá”, cuenta Lucía señalando al bebé. “Me lo dice a mí. Y ella es su madre biológica. Todo esto es tiempo perdido con su hijo”.
Como otras familias, han intentado alquilar en la ciudad porque quieren evitar cambiar de colegio a los niños otra vez. “Me han dicho que hay lugares para rentar más baratos en el Estado de México. Pero a la niña le está costando adaptarse, me preocupa tener que moverla. Ya por lo menos me dice ‘Ma, tengo cinco amigas’. ¡Y para mí es una emoción..! Ya sé que no se siente tan sola”.
En esta ciudad a veces, sobrevivir significa vivir para otros. “Yo ganaba 300 pesos al día, sin comida”, se lamenta Eduardo, de Venezuela. No sabe si fue por eso que aceptó cuando le ofrecieron cuidar unos terrenos en Jalisco en diciembre de 2024, para el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Dice que sabía a lo que iba. Que a veces, simplemente, escoge mal.
Muestra fotos y videos presuntamente de aquellos meses, cuidando y peleando “piso”. De esos días, dice que recuerda 200, 300 personas en el lugar. “Casi todas migrantes. A algunos les queda gustando”. Será porque, después de tantas penurias en sus viajes, creen que el arma que sujetan les protege de alguien, dice. O de algo. De la falta de respeto, quizás. No sabe. Igual también es por el dinero que les prometen. 5000 pesos a la semana (US$250 dólares), aunque no pagan siempre. “A lo mejor si yo quisiera hacer otros trabajos podría cobrar más”. Cuenta que le ofrecieron US$ 2000 dólares por quitar una vida. Dice que por dinero no lo ha hecho. “Ante los ojos de Dios, no he quitado vidas. Solo he disparado para proteger la mía”.
Fue reclutado, pero dice que también es bueno reclutando, que la gente lo respeta. Por eso lo llaman de vez en cuando, para que reúna 10 o 20 personas para ir a descargar los “tráileres de los chinos” en el centro de la Ciudad de México. Trabajos legales. “Pero aquí en la ciudad no se puede, no te da. Aquí me gusta, pero un trabajo digno es complicado. Al final uno se queda esperando la llamada para cosas malas”. Piensa en irse a otros estados, otras ciudades. Le han dicho que en Monterrey se puede ganar más. El sueño americano ya no, dice. No se ve tan bonito.
En medio de estas cavilaciones compartidas, las organizaciones de la sociedad se preparan para seguir recibiendo gente. No tienen duda, los flujos van a continuar y Ciudad de México, con sus más y sus menos, será un punto de atracción, también para las personas que van de retorno desde el norte. “Ya nos comienza a llegar gente que va de regreso”, explica Silva.
Desde la frontera sur, confirman estas sospechas: “Existe esta narrativa tan conveniente de que la migración se ha detenido, pero aquí siguen llegando personas. En menor cantidad por el momento, pero en condiciones más complejas. Muchos no pueden regresar a sus países”, explica Josué Gómez del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, que atiende a personas en contexto de movilidad en Tapachula (Chiapas).
Del sur del país llegan otros rumores que preocupan a Silva. Albergues reportan que se ha formado un nuevo muro de contención. Temen que suceda como en 2012, con el Plan Frontera Sur; que las personas empiecen a usar caminos más recónditos para pasar desapercibidas y que el crimen organizado capitanee este tratado de invisibilidad.
Lo que más les preocupa son las desapariciones. Hasta 2023, el 95% de las personas desaparecidas que reportaron a Fray Matías[2] pudieron localizarlas en estaciones migratorias. A partir del 2024, todo cambió. “Ya no logramos encontrar a las personas”.
Cuenta que se reparten los casos entre organizaciones para poder dar abasto. Pero nadie está pudiendo visitar las zonas donde levantan a la gente. Y testimonios de personas que han sido liberadas los tienen en alerta. “De repente, lo que nos dicen quienes fueron secuestrados para extorsiones es que asesinan a las personas que no pueden pagar. Nos preocupa que vayamos a encontrar fosas como en el norte”, confiesa Gómez en referencia a las decenas de fosas clandestinas halladas en los estados limítrofes con Estados Unidos, donde en los últimos quince años se han perpetrado varias masacres contra migrantes, como las de San Fernando y Cadereyta.
México como presagio eterno de lo peor. El mismo país que extiende los brazos a las personas en tránsito como pocos. Un desatino complejamente simple. “Todo forma parte de estas presiones entre Estados Unidos y México”, reflexiona Silva. “Al final del día es la dinámica de siempre, y la exigencia se mantiene: detener y detener, contener y contener”. Siempre lo mismo.
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