Hace 25 años, un rayo mató a Arturo. Su hija, entonces una niña, nunca pudo despedirse. Ahora, como periodista, un caso similar la obliga a reconciliarse con el pasado, con la culpa y con el amor que persiste más allá de la vida
Texto: María Eugenia Martínez / Calle Roja
Foto: Ernesto Álvarez
CIUDAD DE MÉXICO. – Quisiera contarles qué día era, pero ella asegura que su mente borró algunos detalles, pues recordar que la muerte de una persona la haya ayudado en el proceso de sanación le provoca un poco de remordimiento.
Era agosto de 2017. Esa tarde llovió muy fuerte y recibió el reporte de una persona que sufrió la descarga de un rayo y murió.
Desde el centro, se trasladó al norte de la ciudad junto con un fotógrafo. Ya no llovía, pero el piso aún estaba encharcado.
Recuerda el dolor que sintió en el pecho, la ansiedad. Las manos le sudaban durante el camino. Hasta pensó en bajarse de la moto y dejar a su compañero, pero algo la atrajo a ese deportivo.
Era el mismo escenario: una cancha de fútbol empapada por el aguacero y él tendido sobre el pasto. Sus padres y amigos no dejaban de gritar, lloraban. Querían estar cerca de su cadáver, pero los policías se lo impedían. Esperaban que llegaran los peritos.
Ellos vieron cuando el relámpago lo fulminó en medio del campo. Se arrepentían de permitir que el partido siguiera, pero de nada servía. Él ya había muerto.
De pronto, se vio reflejada en ellos. Quiso correr y decirles que todo estaba bien, que no era su culpa, que él no sufrió, que todo iba a pasar. Pero no pudo. La fuerza le faltó y, como cualquiera de las personas que la rodeaban, siguió mirando.
Aunque en realidad observaba su pasado en esa pérdida.
Arturo murió el 23 de julio de 1992. Tenía 32 años, dos hijos de 10 y 6 años, y estaba casado con Alejandra.
Ese día era el cumpleaños de Óscar, el mayor de los niños. Casi toda su familia le pidió que se quedara para el festejo doble, pues su suegra también cumplía años. Él decidió ir a trabajar.
Para llegar al sector de la policía al que estaba adscrito, Arturo cruzaba parte del Estado de México y la Ciudad, hasta el sur.
Hacia las 11 de la mañana, partió de Ecatepec y se despidió de los suyos, pero de una manera especial.
“Nos despedimos en la casa, pero se estaba bañando y no lo vi. Pasó un buen rato y estaba en la casa de mi mamá. De pronto, estaba en la cocina y volteé a la puerta: era él. Lo vi lejos, muy lejos, y nos despedimos. Nunca nos besábamos frente a los demás, por respeto. Esa fue la primera y última vez”, recuerda Alejandra.
A sus hijos también les dedicó unos instantes por separado. A Óscar le encargó a las mujeres, pues tenía la consigna de ser el hombre de la casa cuando él no estuviera.
Su “chaparrita”, Maru, era la hija menor. Apenas tenía 6 años y no recuerda sus palabras, pero sí el beso y el abrazo del final.
Los tres lo vieron irse, sin saber que esa sería la última vez.
Era sábado y también llovió. Al anochecer, dejaron la casa de la mamá de Alejandra, donde se realizó el festejo, y volvieron a la suya.
Muy temprano, el domingo, los niños encendieron el televisor y escucharon que un policía había muerto en Xochimilco, donde su papá trabajaba.
De todos los policías, de todos los Arturos, de todos los hombres que podrían morir ese día, jamás sospecharon que los noticieros hablaban de su padre.
Además, Arturo regresaría de la velada con regalos para ambos, pues se los había prometido y él siempre cumplía.
Alejandra se inquietó, y la noticia se esparció por Las Vegas Xalostoc, una colonia ubicada en el límite del Estado de México y la CDMX, como una mecha encendida en un pastizal seco.
Pronto, varias personas tocaron la reja de aquella casa, donde Arturo aún no regresaba, para preguntar si lo que se rumoraba era verdad.
En ese año no había tantos teléfonos, y en la casa de Arturo todavía no contaban con esa tecnología.
Alejandra decidió esperar, pero su paciencia se agotó algunos minutos después y salió en busca de un teléfono público.
En la siguiente colonia encontró uno y llamó al sector policiaco, pero solo le confirmaron que había ocurrido un accidente. Lo que imaginó no se asemejaba ni un poco con lo que en realidad pasó.
Ya calentaba el sol cuando una patrulla llegó por los niños y Alejandra.
Los policías intentaron explicarles lo que pasó mientras ella, la mamá, no dejaba de llorar, y Maru no entendía muchas cosas.
A sus 10 años, Óscar trataba de hacer las cosas más ligeras para su hermanita, pero tampoco comprendía lo que ocurría.
El trayecto fue muy largo, y los niños se durmieron. Cuando despertaron, su madre permanecía en llanto, pero los agarró con fuerza de un brazo a cada uno para bajar de la patrulla.
El lugar al que llegaron también estaba rodeado de policías. Temblaban de miedo, pero trataban de contener el sufrimiento de su mamá.
Los tres se sumergieron en un pasillo enorme que olía a cloro. Al fondo había varias camas, y en una de ellas sobresalía un bulto por encima; quizás en todas lo había.
Aquel estaba cubierto con una manta blanca, y en el piso yacían algunas cosas de Arturo: un zapato quemado y la placa con su nombre.
Alejandra comenzó a gritar y soltó a los niños cuando alguien descubrió el cadáver… Era Arturo. Parecía que estaba dormido, pero ella no dejaba de abrazarlo, y su llanto arreció.
Maru no entendía mucho, pero el dolor de su mamá le provocó frío y otra vez miedo. Luego sintió tristeza, pues Óscar le dijo que su papá estaba muerto.
No quería separarse de su mamá; tenía miedo de perderla también. Sin embargo, a los dos hermanos los subieron a una patrulla que los regresó a casa solos o, tal vez, con un tío. Pero Maru no está segura; quizás esa parte se borró de su mente.
Lo que sí tiene claro es que, ya en la noche, había niños atormentándola con el escarnio que —hoy entiende— replicaron de los adultos:
“Tu papá se murió y ya no va a regresar”. “Le cayó un rayo”. “Te quedaste sin papá, pobrecita, ¿y ahora qué vas a hacer?”. “Ya nadie te va a querer”.
La casa estaba llena de gente, de flores, de murmullos, de miradas que incomodaban. Ella solo quería estar con sus papás.
No puede precisar la hora exacta, pero era ya muy tarde cuando un auto se detuvo frente a la casa. Todos los vecinos se amontonaron alrededor para ver quién iba a bordo. Olía a café, y los murmullos no cesaban. A veces, cuando cierra los ojos, dice que aún los escucha.
Su mamá parecía que había enloquecido: gritaba y lloraba todo el tiempo. En ese momento —quizá el más confuso y doloroso— no veía a su hermano, y de pronto descubrió que Arturo yacía dentro de ese féretro gris que habían bajado del auto.
Vecinos y familiares se aventaban para verlo; sus hermanos les pidieron calma. Todos podrían despedirlo.
Maru sabe que su papá era muy querido, que era una gran persona. Enseñó a muchos a jugar fútbol y a otros tantos los encaminó para ser policías.
Le han contado que en una ocasión se arriesgó a llevar a una chica a su casa en su patrulla, para asegurarse de que llegaría bien a mitad de la noche.
Pero a ella le parece que, más que una despedida, era el morbo lo que despertó el interés de la gente. Sabían que un rayo lo mató y querían comprobar si estaba calcinado; por eso se aventaban para llegar al ataúd, que permanecía cerrado.
Alejandra no dejaba de llorar. Ordenó a gritos que salieran todos y acostaran a Arturo en su cama. Clamaba que todo era una pesadilla y que al día siguiente todo estaría bien.
Eso no pasó. La gente se apartó mientras vestían a Arturo. Eso ocurrió porque la funeraria postergó la entrega de su cuerpo durante horas y, para ahorrar tiempo, prefirieron llevarlo sin vestir y arreglarlo en su casa.
¿Te imaginas lo que sufrió su familia mientras ellos mismos preparaban su cadáver para el sepelio? Yo lo viví. Arturo era mi padre.
Quienes asistieron al velorio formaron una fila frente al ataúd y, uno por uno, pasaron a verlo, hasta que solo quedamos familiares. El resto ya había alimentado su morbo.
Yo aún escucho a mis tías:
“¡Despídete de tu papá!”.
“Es la última vez que lo vas a ver”.
“Dale un beso”.
“¡No tiene que darte miedo, es tu papá!”.
Al mismo tiempo me jalaban del brazo y, otra vez, sentí temor.
Pensaba que mi papá se levantaría del féretro y se despediría de mí; eso era lo que me aterraba. ¿Si estaba muerto, cómo me iba a despedir? Aunque apenas tenía 6 años, me pareció imposible, pues es un acto que involucra a dos personas: el que se va y el que se queda, el que habla y el que responde.
No sabía por qué no volvería a verlo, por qué no se movía, por qué lo tenía que besar dentro de esa caja y por qué me tenía que despedir. Yo solo quería que todo fuera como antes.
Yo quería estar con mamá, abrazarla y que no se quedara dormida como él, pero ella ni siquiera se acordaba de que tenía dos hijos.
Intuía que mamá tampoco tenía certeza sobre lo que vendría para ella y para nosotros, pues Arturo era todo su mundo y ahora ya no existía más.
Lo que más confundía, a propios y extraños, es que el rayo solo causó daños internos en Arturo y, ahí tendido, parecía que en realidad descansaba, con una ligera sonrisa.
Al día siguiente, fuimos al panteón, pero Óscar y yo permanecimos encerrados en un auto.
Mientras los sepultureros metían la caja gris a una fosa, el cielo se caía y, detrás del cristal, veía a mamá intentando arrojarse.
Nunca comprendí cuánto dolor sintió para olvidarse de nosotros. ¿Por qué permitió que nos dejaran en ese auto? —ni sé de quién era—. Nosotros queríamos estar con ellos. Esa tarde no paró de llover, y la intensidad ya nos daba miedo.
Mi único refugio era mi hermano. Pienso que se controlaba para apapacharme, y eso me dio un poco de paz en medio de la incertidumbre.
De ese día no recuerdo más. No sé si fue antes o después ni cómo ocurrió. Entrábamos solos a la iglesia de la colonia, y conforme avanzábamos por el pasillo, se escuchaba:
“Altísimo Señor,
que supiste juntar
a un tiempo en el altar
ser Cordero y pastor.
Quisiera con fervor
amar y recibir
a quien por mí
quiso morir”.
La voz lastimera que entonaba el canto era de una mujer, y nosotros lloramos al escuchar cada estrofa.
Nunca he podido tararearla sin llorar, pues ese día entendí que no volvería a ver a mi papá y que no me despedí de él por miedo.
Desde entonces, conocí la muerte de frente, con dolor. La respeto, pero no le temo. Confieso que jamás imaginé convivir a diario con ella, pero estoy segura de que tiene un propósito. Tal vez sea dignificarla.
Nunca me interesó ser policía. Yo quería escribir, y tiempo después ya estaba en las aulas de la UNAM para estudiar periodismo.
Los reflectores nunca me han gustado, pero antes de graduarme pude ver publicada mi primera nota en la primera plana de El Universal.
Conocí El Gráfico, y también confieso que no era fan de sus hojas sangrientas… En algún momento pude realizar una cobertura en la calle y, quizá el método tan apegado a lo policiaco fue lo que inconscientemente me atrapó —quizá por el vínculo con la actividad que le gustaba a mi padre—. Hasta ahora lo entendí.
Esta profesión es muy similar a lo que hacía papá. Tal vez sí existe el destino, y me ayudó a entender lo que pasó ese 23 de julio, casi 25 años después.
Ese agosto de 2017, de pronto me vi indefensa como a los 6 años. Recordé a mi padre y, por fin, me pude despedir de él.
También comprendí que la muerte es un ciclo de la vida y que nadie tiene la culpa.
Que cada quien decide cómo enfrentarla o dejar que te arrastre.
Ese chico, a diferencia de papá, murió rodeado de sus amigos y su familia, pero tampoco pudieron evitar su muerte.
Por 25 años, odié a Arturo. Pensé que no había corrido para salvarse del rayo que lo mató. Lo culpé por haberme dejado así, desprotegida.
Luego pensé en las horas que pudo estar solo, en agonía. Tal vez pidió ayuda y nadie lo escuchó… Y me mataba la idea de no ser lo suficientemente grande o fuerte para ayudarlo.
Por años, el dolor en el pecho y el llanto me acabaron cada noche. Nunca lo perdoné… hasta hoy. Y me siento tan estúpida.
¿Quién soy yo para perdonarlo?
Pero me hizo falta. Me hizo falta que no estuviera en cada logro, en las caídas, en todos los errores.
Hoy descubrí muchas cosas y le pido que me perdone por tantos reproches. Él no decidió irse. No fue su culpa ni la mía, tampoco de Dios. Las cosas pasan, y nadie es culpable.
Ya lo entendí.
Mi alma sanó porque descubrí que no sufrió y que, en un instante, todo se oscureció para él y alcanzó a Dios.
Aquel agosto de 2017, otra familia vivió lo mismo que nosotros. Unos padres perdieron a su hijo.
Me hubiera encantado ayudarlos, decirles que la vida tiene ciclos, que la herida va a sanar pero nunca dejará de doler. Que todo estará bien. Pero, igual que yo, no lo entenderán… También tendrán su momento.
Papá, ahora te pido que los ayudes, como a todos los que he conocido en situaciones tan trágicas. No importa cuánto tiempo pase. Como lo hiciste conmigo, por favor intercede para que sanen su alma, para que sientan el amor de los que se van a través de los suyos.
Tal vez solo así entiendan, como lo hice yo, que nadie muere, que tú no moriste como creí todos estos años, que en realidad siempre has vivido en mí.
Y sabes, me siento muy orgullosa de ti, porque a tu corta edad dejaste huella en este mundo. Vives en mucha gente que te ama y que me recuerda que estás en mí, en mis hermanos, en mi madre.
Son ya muchos años de tu partida, los mismos que he besado tu tumba como si fueras tú, abrazando una cruz que no me abraza, buscando respuestas que no iba a encontrar… hasta ese día.
En la calle, todavía me encuentro gente que me dice que te recuerda con mucho afecto, te respeta. Mis primos me hablan de ti. Ver sus caras cuando te evocan me eleva a una felicidad, como si pudiera tocar tu rostro y decirte cuánto te amo.
Me enorgullece tanto el lugar de donde vengo.
Además, me dejaste a mi abuela. Me dio y me enseñó tanto. Tus hermanos —no todos— me enseñaron a amar, como tú lo hubieras hecho, y que el apoyo familiar, la lealtad, la confianza y el amor no se compran.
Y mira, ¿quién diría que este trabajo —al que solo el destino y Dios saben por qué llegué— me haría entender lo qué pasó aquella noche?
Fue muy repentina la manera en que nos separaron. Perdóname porque no pude despedirme.
Me duele no saber qué me dijiste ese último día. Pero sí recuerdo tus abrazos y tus besos, y me son suficientes. Gracias por revivirlos y por recordarme que estás en mí y que nunca me vas a dejar. Te puedo encontrar en mis tíos, en mis primos, en mis hermanos, en mi mamá y, si miro al cielo, también. Te amo, papá.
Gracias por escogerme como tu hija y por dejarme con una gran familia a la que amo. No pude haber llegado a un mejor lugar.
Descansa en paz y hasta siempre, hasta volvernos a encontrar.
Esta historia forma parte de mi vida personal, pero también responde a los cuestionamientos y prejuicios que enfrentamos los reporteros y reporteras de nota roja.
Todo tiene un propósito en la vida. Siempre hay un caso que nos mueve más que otro y con el que nos identificamos. Incluso nos permite aclarar situaciones de nuestra vida que no comprendíamos.
No somos cuervos merodeando a la presa. Somos seres humanos que ayudan a conducir a la justicia, a dignificar las muertes, a que las víctimas tengan nombre y no se conviertan en una cifra. Somos reporteros contando historias, no muertos.
Arturo no tuvo un reconocimiento por parte de la institución a la que él entregó su vida, pero tiene a su familia y a todos aquellos a quienes les dejó una enseñanza. Siempre valorarán la gran persona que fue, un gran ser humano y, para mí, el mejor papá.
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