El debate ético en el fotoperiodismo tiene muchas aristas: la manipulación, la fragmentación que oculta hechos, el conflicto de intereses, los montajes. Hay un dilema especialmente interesante que se presenta cuando la obligación de consignar la verdad se opone a los deseos del empleador y a lo que espera tu propio fandom
Por Leonardo Toledo / X: @leonardotoledo
Hay películas que nos hacen creer que es posible encontrar el amor al hablar con una persona desconocida durante un viaje en tren. Otras nos hacen creer que si corremos lo suficiente lograremos comprar nuestro barco camaronero y ganar un torneo de ping pong.
A mi la película Under Fire (Spottiswoode, 1983) me hizo creer que una fotografía podía cambiar el curso de la historia.
En ella el fotógrafo Russel Price viaja a la Nicaragua de 1979 para cubrir la Revolución Sandinista. Una vez ahí, los guerrilleros lo convencen de hacer un retrato de su líder —el comandante Rafael— para desmentir la noticia de que ha muerto. Hace la fotografía, luego de resolver algunos problemas técnicos y la revolución toma nuevos bríos hasta derrocar al dictador Somoza y conseguir la victoria.
Pero la fotografía era una mentira, si los seguidores de la revolución la hubieran mirado con atención habrían descubierto que el Comandante Rafael estaba efectivamente muerto. Sin embargo, para los guerrilleros, el fotoperiodista y las personas que miraron la foto era importante y vital que siguiera vivo y eso fue lo que vieron, convencidos.
El fotoperiodista Russel Price antes de tomar la foto del cadáver enfrenta un dilema ético fundamental: el compromiso periodístico de la verdad como principal valor deontológico frente al inevitable compromiso moral ante la evidencia de actos de injusticia que podrían detenerse si se anima a mover unos milímetros el compás que marca la frontera entre lo preferible y lo detestable. La destrucción de su edificio de principios individuales es considerado un deber ético frente al bien mayor, frente a la posibilidad de acabar con una situación inhumana e insoportable.
Es como si en el dilema del tranvía existiera la posibilidad de salvar a muchas personas al elegir la vía que lleva a donde tú mismo estás amarrado. Mentir con una foto le llevaría a renunciar a su bien más preciado, su entereza periodística, su ética impoluta, dejar de ser la persona que tardó toda su vida en construir. Pero ese acto sacrificial, ese darlo todo por una causa justa, lo regresa al territorio de la bondad. Con ese acto puede mentir y seguir siendo una buena persona, para beneplácito de Kapuscinski.
Pero ese retorno a la bondad no sería posible sin el acuerdo construido por sus empleadores (los guerrilleros), el autor, los consumidores (el pueblo) y el aparato de legitimación de verdad (en la película son los medios impresos gringos). Entre todos construyen una verdad que les ayuda a sobrevivir. Ese conjunto de personas es lo que el teórico estadounidense Stanley Fish llama “comunidad interpretativa”.
La frontera entre la verdad y la mentira en el periodismo actual es porosa, es como aquellos seres mitológicos, los centauros, los tritones, las harpías,que combinaban dos estados distintos de existencia de forma simultánea. La verosimilitud de una versión no depende de la calidad de la narración o de la evidencia y argumentos que presenta, sino de la cantidad de personas que lo dan por hecho.
Presentarse ante esa multitud convencida de una verdad única e incuestionable a plantear la posibilidad de diferentes matices de lo falso tiene como única consecuencia convertirse en meme.
Pienso en el retrato que hizo el fotógrafo canadiense Yousuf Karsh en 1941 del entonces primer ministro británico Winston Churchil. La profesión de político llevaba a Churchil a sonreir ante la cámara, a mostrarse amable y afable. Pero estaban en plena guerra y era menester presentar una imagen del líder de los ejércitos aliados que proyectara fuerza, furia y determinación. Es muy conocida la anécdota en donde Karsh, para lograr esa imagen, se acercó al primer ministro, le arrebató el puro de la boca y se alejó dándole la espalda mientras le tomaba la foto con un disparador a distancia. Ese retrato de Churchil sería el más famoso, fue la imagen que lo acompañó durante la II Guerra Mundial y lo presentó a la posteridad, aunque sin el puro y la sonrisa que le caracerizaban, representaba a una persona muy distinta.
¿Mintió Yousuf? ¿Nos engañó? ¿Exageró? Presentó su propia versión de la realidad, dirán los documentalistas contemporáneos. Una versión necesaria, un fragmento efímero de personalidad que sirvió en un momento determinado a los fines de un grupo de personas e intereses.
Pero se supone que eso hacen los retratistas, buscan capturar más allá de lo que el personaje suele presentar de sí mismo, todo se vale con tal de conseguir “la esencia”. En cambio para las personas fotoperiodistas la exigencia es distinta, el compromiso con la verdad del suceso implica capturar los elementos clave que lo sinteticen. Dar cuenta de los hechos, no inventarlos, no maquillarlos. No engañar. Frente a este escenario donde la verdad de los hechos depende mucho de la comunidad interpretativa, su publicación (que en cierto sentido determina su existencia como narración verdadera) dependerá de qué tanto contribuya a seguir contando una historia conocida por las personas consumidoras.
Pienso ahora en una conferencia mañanera en donde el expresidente López Obrador se presentó especialmente jocoso y rijoso. Lanzó pedradas discursivas contra todos sus adversario, los imitó, los ridiculizó al ponerlos en evidencia, mientras se carcajeaba a cada anécdota. Ese día estaba ahí una fotografa cuyo trabajo, trayectoria y militancia la colocaban en el lado opuesto de Andrés Manuel.
Las fotografías que ese día tomó ella reflejan bien la forma en que lo veía (o lo ve). Logró capturar los instantes en que su rostro se mostraba descompuesto (sea porque imitaba a un adversario político, porque narraba un episodio trágico de la historia mexicana o porque recordaba alguna afrenta de la oposición). En una de las conferencias mañaneras en las que AMLO sonrió y se carcajeó en más ocasiones, ella lo fotografió enojado, gesticulando de manera amenazante.
No es mentira, ahí están las fotos (“las fotos no mienten”, dirá el sector dogmático de la sinceridad fotográfica). Pero… ¿podríamos afirmar que eso fue lo que sucedió? ¿Podríamos decir que esa serie de fotos “reportearon” —de acuerdo al canon periodístico establecido— aquella mañanera? Es irrelevante, las fotos fueron aplaudidas por su comunidad de interpretantes que dijeron “¡Ese es el verdadero AMLO!”.
La mirada propia es ineludible. Sobre todo para autoras y autores consolidados. Sin embargo, de pronto pareciera que esa mirada propia se vuelve más relevante que el suceso periodístico en sí. Ya no el acontecimiento, que muchas veces puede ser nada más el marco de una noticia que le trasciende, sino el suceso periodístico como tal. El consumidor de imágenes puede obviar lo que se dijo o lo que pasó, mientras la foto le presente al personaje de sus discordias o de sus simpatías y que ese personaje se parezca a lo que ha construído en sus fantasías y anhelos compartidos por su grupo de pertenencia e identidad.
Pienso, por último, en la fotografía titulada “Cienfuegos amigo”, de Galo Roberto Cañas Rodríguez. En ella aparece el general Cienfuegos recibiendo un reconocimiento por parte del entonces presidente López Obrador, acompañado de la secretaria de seguridad pública, el secretario de defensa y el secretario de marina, junto con otros mandos militares y civiles.
El reconocimiento se entregó a quienes fueron directores del Heróico Colegio Militar, con motivo de su 200 aniversario. Tres personas recibieron el mismo diploma. En la transmisión se puede ver que al momento de la entrega el expresidente le habla de frente, mirándolo a los ojos. La fotografía fue tomada momentos después, cuando el presidente ya entregó el reconocimiento y dejó de hablar y el general ya se dirige a saludar al secretario de marina. Entonces la imagen presenta a un general que está frente al presidente pero no lo mira, y a su vez el presidente tampoco mira al general, sino hacia abajo. Ese momento, ese segundo en que mira al suelo cuando el general va hacia otro lado fue el determinante para que comentaristas profesionales y amateurs interpretaran la foto como un gesto de sumisión del poder civil frente al poder militar. La importancia del instante… de haberse tomado diez segundos antes, cuando el general hacía el saludo militar a su comandante supremo, la interpetación habría tenido que ir en sentido contrario.
El hecho periodístico “AMLO entrega reconocimientos a tres exdirectores del Heróico Colegio Militar” cede su lugar al clickbait “Salvador Cienfuegos es condecorado por AMLO” y la nota cede su lugar a la fotografía “Cienfuegos amigo”. Podríamos ver en la foto, sin mucho esfuerzo hermenéutico, “la complejidad de las relaciones entre el poder ejecutivo y las fuerzas armadas en México”, pero también podemos ver detrás de su viralización un fenómeno comunicativo en el que toda una comunidad convino en ver en ella algo que no está ahí, una verdad metafotográfica y supraperiodística. Esa verdad que construyeron es ahora innegable, cualquiera que vea la foto verá todo lo que en conjunto le hemos adjudicado. Negarlo sería ser un defensor acrítico del aparato militar y un negacionista de la verdad dictada por la DEA.
Una fotografía por sí sola no cambia el curso de la historia, eso ya lo sabemos (o deberíamos saberlo), lo que es probablemente cierto es que nos ayuda a ilustrar nuestra construcción de realidad y verdad. Cada foto es un tabique más en la fortificación que hacemos para soportar la realidad y sus desaguisados. En la práctica de narrar la vida a través de la imagen cabría preguntarse todas las veces la legitimidad del engaño deliberado, no esquivar el debate de sacrificar la consignación del hecho a cambio de un fanservice que presuntamente constituirá un bien mayor. Sabiendo de antemano que esa mentira piadosa implicará toda una construcción de medias verdades subsecuentes que le permitan a esa primera mentira seguir existiendo.
Pienso en Russel Price sentado frente a su televisor mirando las más recientes noticias del gobierno de Ortega/Murillo, en el sillón de enfrente se le aparece el Comandante Rafael, quien sostiene en sus manos su retrato de muerto-vivo. Mira a los ojos a aquel fotógrafo que sacrificó su compromiso con la verdad y con su voz profunda de ultratumba le pregunta mientras señala la foto: ¿Valió la pena?
Creció y reside en Los Altos de Chiapas. Estudió la licenciatura en comunicación social por la UAM-X y la maestría en antropología social por la ENAH. Actualmente trabaja como editor de la revista “Sociedad y Ambiente”, de El Colegio de la Frontera Sur (ECOSUR) y colabora con el proyecto Kinoki Media. Formó parte del Colectivo Frecuencia Libre (radio comunitaria de San Cristóbal de Las Casas) y del colectivo fotográfico Tragameluz. Es colaborador de Chiapas Paralelo y docente en la Maestría en Educación y Comunicación Ambiental Participativas de la Universidad Moxviquil, además de participar en el Consejo del proyecto “Bat’si Lab, fotografía y comunidad”
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