Supimos que el Ejército, o algunos de sus miembros, reportando, estuvieron presentes en casi todos los momentos de la agresión a los estudiantes
Por Lydiette Carrión / X: @lydicar
Hace diez años, cuando por primera vez escuchamos sobre la desaparición de 43 normalistas rurales de Ayotzinapa. Quizá era el día 28 de septiembre. Estábamos en las oficinas de Pie de Página, cuando llegaron tres estudiantes enviados a denunciar los hechos a nuestro medio y a Rompeviento. Eran tres jóvenes de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), esta organización que siempre ha tenido un carácter semiclandestino. Esa fue la forma que encontraron para sobrevivir y desarrollarse como organización. La FECSM es probablemente la organización social de izquierda más antigua de México. Tiene ya unos cien años de vida, pronunciándose además, de carácter socialista. Socialista y marxista.
Recuerdo a los tres chavos (quizá eran más, no lo tengo claro, fue hace tanto tiempo). Nos contaron lo ocurrido, lleno de datos revueltos y confusos. Uno de ellos había llegado a Iguala a aquella noche a apoyar, justo después del segundo ataque. Habló del ataque: probables policías municipales vestidos de civil. Explicó que en las dos ocasiones, quizá los atacaron las mismas personas, primero con uniforme, luego sin éste. La verdad es que nadie entendía nada. Todo aquel día había caótico y el ataque de alguna forma gratuito. No es que los normalistas no sufrieran agresiones cada cierto tiempo. Era cosa constante, también los muertos. Pero esto era demasiado. ¿Cuarenta y tres desaparecidos de un jalón? Incluso en aquel momento llegaron a pensar que quizá algunos chavos se habían ido a sus casas, asustados. Nadie podía pensar en que el tamaño del crimen era de esa magnitud.
Pero pasaron los días y ningún estudiante aparecía.
Llegamos a Iguala antes de terminar la semana. Ya se hablaba de crimen organizado, de Abarca, el entonces presidente municipal, casado con la hermana de dos narcos tremendos. Supimos de la tremenda colusión entre policías municipales y criminales. En la prensa les gusta hablar de narco, y algo había de eso, pero había más: muchos secuestros, mucha violencia también en las zonas mineras, pero sobre todo, recuerdo el miedo de las carreteras. Aquella vez, con apenas cinco o seis días desaparecidos los cuarenta y tres, los sobrevivientes identificaron a policías municipales, los señalaron y estos hablaron de crimen organizado. También se hablaba de la cercanía del 27 Batallón de Iguala con Abarca y otros líderes políticos regionales. Todo era una mescolanza de poderes corruptos.
Hablaban de algunos lugares donde pudieran estar los estudiantes. Empezaron a buscar en los alrededores señalados por supuestos testigos o detenidos. Entre los cerros. En lugares conocidos por ser usados por la maña. Recuerdo que en cada lugar encontraban otras cosas, otros desaparecidos, otras huellas. Tanta ropa, de adulto, de niños, zapatos, botellas de agua. Lo que más dolía era la ropa de niños.
Hallaron cuerpos también, aquellas primeras semanas. Ninguno era de los 43.
Regresé de ese viaje sintiéndome muy enferma y paranoica. Había sido un año pesado. En enero me tocaron algunas balaceras entre las autodefensas michoacanas y los caballeros templarios. Para agosto conocí el operativo de la trata y la mendicidad del albergue de Mama Rosa. En septiembre, Ayotzinapa. Me preguntaba en qué clase de país estaba yo parada.
Me lo sigo preguntando.
A lo largo de estos 10 años hemos conocido algunas cosas sobre el caso de Ayotzinapa. Una buena parte de la información la tenemos. Me resisto a pensar que el trabajo de decenas de personas, abogados, miembros del GIEI, padres y madres de familia, activistas, personas solidarias, ha sido en vano.
Reconocimos –al menos los reporteros nos percatamos– que la nota tomó fuerza porque la retomó la prensa internacional. En México estábamos demasiado acostumbrados a los horrores. Sólo hasta que vimos desde “fuera” la desaparición forzada de 43 estudiantes, entendimos la dimensión.
Aprendimos que desde antes desaparecían a muchas personas en esos lugares. Es así que fueron formando grupos de búsqueda de Los otros desaparecidos.
Supimos que el Ejército, o algunos de sus miembros, reportando, estuvieron presentes en casi todos los momentos de la agresión a los estudiantes.
Constatamos que autoridades de los tres niveles permitieron el encubrimiento o la falsificación de datos. Tenemos una idea más clara de la criminalidad en Iguala y el papel que juegan los llamados poderes políticos, de gobierno y militares.
Aprendimos del vínculo entre la violencia y la delincuencia organizada y las trasnacionales mineras.
Comprendimos que por más buena voluntad que un gobierno mostrara al inicio había una pared verde que nadie quiere romper: el ejército.
Constatamos que mataron al menos a dos decenas de testigos o murieron de forma extraña a lo largo de una década. Registramos al menos un homicidio vinculado con el hecho de mandar a declarar.
Sabemos que hay lugares donde gobiernan poderes muy oscuros, y que esto no ha cambiado en los últimos 10 años.
Sabemos también que las organizaciones sociales no han salidos intocadas de la descomposición que promueve la delincuencia organizada (empujada a su vez como política de desmovilización). Sabemos que incluso organizaciones viejas e históricas pasan por procesos que desfavorecen la movilización social y ahondan la violencia.
Sabemos que necesitamos cambiar muchas cosas, y que muchos de estos cambios no vendrán de ninguna autoridad o gobierno o partido. Pero creo que todavía no sabemos cómo organizar o empujar esos cambios.
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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