La principal función de la agricultura moderna son las ganancias financieras, el mundo rural dejó de lado su función primordial. América Latina no solo es la región más desigual del mundo, también la zona del planeta con más concentración de tierra destinada a los agronegocios
Por José Ignacio De Alba / @ignaciodealba
Argentina vive un tiempo que sintetiza muy bien el capitalismo. Este país es el mayor exportador de soya en el mundo, le dicen por estos lares “la república de la soya”. Sobre la pampa se extiende una de las zonas más ricas para la agricultura en el planeta. Pero, paradójicamente, en esta tierra idílica la gente padece hambre.
Se estima que el 11 por ciento de la población argentina tiene problemas para alimentarse, según la Pontificia Universidad Católica de Argentina. Al mismo tiempo, de este país salen rumbo a Estados Unidos, Europa y China millares de alimentos, entre los que se encuentra carne premium. Esta trama se desarrolla solamente por una lógica monetaria.
Desde hace unos treinta años América Latina dejó de preocuparse por tener agricultura para la alimentación e invirtió en mecanismos para tener tierras rentables. A principios de los ochenta, México era autosuficiente en el abastecimiento de alimentos, hoy importa el 50 por ciento de lo que consume.
En los últimos años ha habido una intensificación en el acaparamiento de tierras, pero no solo eso. Hay una apropiación de recursos en general, hay un extractivismo de la vida a un nivel extremo. Es el caso del apropiamiento de semillas y su modificación genética con el fin de maximizar la producción.
En los últimos años se ha promovido la utilización de semillas industriales para plantar millones de hectáreas de monocultivos: maíz, caña, palma, plátanos, soya. Hoy, vivimos en el extremo de que tres empresas controlan más del 50 por ciento del mercado de semillas en el mundo.
La “Revolución Verde” que se desplegó en el mundo en los años cincuenta provocó un uso extendido de semillas modificadas, de maquinaria pesada y el uso a gran escala de fertilizantes y plaguicidas, esto provocó un esquema que avasalla las formas tradicionales de agricultura y la tierra.
“Durante más de medio siglo, nos vendieron la idea de la ‘Revolución Verde’, que nada tiene de revolución, ni de verde. Bajo el pretexto de productividad a corto plazo, este modelo de agronegocio ha envenenado el suelo, monopolizado y contaminado el agua, tumbado los bosques, secado los ríos y sustituido la semilla criolla con semillas comerciales y transgénicas. En vez de acabar con el hambre, el agronegocio ha creado más problemas de alimentación y desplazado a los pueblos del campo. Es un modelo de agricultura sin campesinos y altamente excluyente”, así lo explica la organización Vía Campesina.
Sin una reforma agraria integral, la paz será inalcanzable y no se podrá romper con el ciclo de explotación que promueve el extractivismo. Las luchas por la tierra y los territorios, que impulsan tanto los pueblos originarios como las comunidades campesinas, son vitales para reimaginar el futuro de América Latina.
Las políticas públicas deben priorizar el regreso al campo, visto como un espacio esencial para la vida y la sostenibilidad. En este sentido, los estados tienen un papel clave en la defensa de los territorios rurales frente a los intereses de poderosas corporaciones, especialmente aquellas vinculadas a la agroindustria, la minería, el petróleo y el turismo.
De manera paralela, la sociedad civil debe tomar la iniciativa en promover un consumo más consciente, desligándose de grandes cadenas comerciales, como supermercados y franquicias de comida rápida, como McDonald’s, KFC y Burger King.
Tenemos que aspirar a una cultura agroecológica que valore la biodiversidad, la defensa de la soberanía alimentaria, el cuidado y la conservación de los recursos naturales, así como el fomento de mercados justos para productores.
Cronista interesado en la historia y autor de la columna Cartohistoria que se publica en Pie de Página, medio del que es reportero fundador. Desde 2014 ha recorrido el país para contar historias de desigualdad, despojo y sobre víctimas de la violencia derivada del conflicto armado interno. Integrante de los equipos ganadores del Premio Nacional Rostros de la Discriminación (2016); Premio Gabriel García Márquez (2017); y el Premio Nacional de Periodismo (2019).
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