Un caso “extraordinario”

21 septiembre, 2024

Ilustración: Sofia Weidner

En México, de enero a octubre de 2020, se registraron 3 mil 581 egresos hospitalarios por violencia sexual infantil, de los cuáles 3 mil 325 fueron niñas y 256 niños. La de Laura es una de esas historias

Texto: Alfredo López Tagle Pedro
Ilustración:  Sofia Weidner

CIUDAD DE MÉXICO. – Lo extraordinario conlleva una dualidad significativa: por un lado, genera una sensación de satisfacción y, por el otro lado, puede estar más cerca de un malestar. Además, una situación extraordinaria puede desencadenar una serie de eventos adicionales. Esta historia le ocurrió a Laura Gonzáles Gonzáles, una niña de siete años que salió de una de las oficinas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, para reencontrarse con su madre, luego de que una situación “extraordinaria” las separara durante una semana, pero es algo que le pudo ocurrir a Renata García, a Mafer Rodríguez, a Valentina Martínez, a Ximena Cruz o, quizá también, a Emilio Hernández; es decir, esta historia le podría ocurrir a cualquier niñe. En México, de enero a octubre de 2020, se registraron 3 mil 581 casos de egresos hospitalarios por violencia sexual infantil, de los cuáles 3 mil 325 fueron niñas y 256 niños, según los datos que dio a conocer el Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (SIPINNA); otros datos proporcionados por la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) señalan que en 2015 se encontró que, en México, al menos se cometen 600 mil delitos sexuales cada año, de los cuales el 90 por ciento son contra mujeres; un 40 por ciento ocurre en menores de 15 años; 50 por ciento son cometidos en el hogar de la víctima; 60 por ciento son cometidos un familiar o una personas conocidas y casi en todos los casos los comete una persona ligada al género masculino.

El reencuentro extraordinario fue frío, el otoño estaba por finalizar. Antes de que se llevaran a Laura, su madre le dijo: 

‒Sé fuerte y valiente porque si tú estás bien, yo estaré bien. 

Así la volvió a ver, con una fortaleza que no dejaba ver ningún rastro de sus emociones tampoco de lágrimas, la pequeña Laura solo dejaba ver la frialdad de una madurez forzada, a la que fue expuesta y por la que su madre se seguiría culpando cada vez que su hija le comentaba alguna de las anécdotas escolares que vivió, porque Laura intentó disfrazar esos días de tormentos con algo más cotidiano, como si solo la hubieran internado en otra escuela, con otres compañeres, con otres maestres.

Por unos cuantos días vivió su internamiento junto a otros infantes violentados y adolescentes embarazadas. 

‒No llores, pronto vas a estar con una familia que sí te va a querer‒, le comentó una señora que no le asustaba, pero de quien intuía que tampoco podía confiar porque en cualquier momento podía alzarle la voz como lo solía hacer para calmar a algún inquieto. 

Laura habitó en una suerte de refugio inaccesible a los rayos del Sol, en donde el contacto con les demás estaba prohibido y, evidentemente, también se impedía salir, ni siquiera por una sacudida sorpresiva que causó la tierra. Ella había aprendido que en caso de escuchar una alerta sísmica tenía que desalojar el edificio en donde estuviese, pero en ese lugar parecía no importar. Durante las noches, prefería no dormir ante el temor de hacerse “pipí” y que la regañaran, se quedaba viendo las películas que ponían esos maestres que le decían que su madre la había abandonado.

Por la noche, Alejandra, la mamá de Laura, recuerda que su primer embarazo ocurrió mientras cursaba el tercer semestre de su licenciatura en la Ibero, una universidad particular que su papá le pagó con gran esfuerzo gracias a los ingresos que les dejaba un negocio ambulante ubicado en una de las colonias más caras de América Latina, aunque vivían en uno de los pueblos de los alrededores de Santa Fe, en la Ciudad de México. 

En esos años, a Alejandra le emocionaba la idea de independizarse y vivir sola, había contemplado embarazarse hasta después de cumplir sus treinta años, pero las circunstancias fueron distintas. Aun así, le hacía feliz emprender su maternidad en pareja, al mismo tiempo que completaba sus estudios. Ella y su novio decidieron que lo mejor era que se fueran a vivieran juntos y así tener a su primer hijo. Decidieron procrear aun cuando la capital del país era de las pocas que contaba con el acceso al aborto legal, gracias a que desde 2007, la cámara de diputados había despenalizado esta práctica del aborto durante las 12 primeras semanas de gestación.

Uno de los primeros temores de Alejandra fue que al quedar embarazada pudiera tener una hija porque pensaba que para las mujeres la vida imponía más retos que para un hombre, tan solo su novio no tendría que trasladarse a sus actividades diarias con un nuevo ser en su vientre. Su primer bebé fue un niño, el segundo también, pero al tercer embarazo apareció Laura. Al enterarse de que finalmente tendría una hija lloró de emoción, pero la invadió un nuevo sentimiento que le costó trabajo soltar porque le traía recuerdos de su pasado, como cuando la fastidiaban por ser “llenita”, “morena”, “alta”, “rara”, es decir, sufrir distintos tipos de violencia por ser distinta al estereotipo social.

A diferencia de sus hermanos, Laura nació en la casa que su mamá y su papá construyeron adentro de un fraccionamiento familiar. Después de que se “juntaron” sus progenitores, es decir, de que formaran una familia y vivieran juntos sin la validez de un papel institucional, a su padre le cedieron un lugar para que construyera un hogar para su nueva familia, cerquita de las otras casas de sus antiguos familiares. Habitar en ese territorio familiar les significaba dejar de gastar en rentas y enfocarse principalmente en las colegiaturas particulares, los gastos de alimentación y vestimenta; además, los infantes podrían jugar en un jardín amplio junto a sus primes de edad similar.

Una tarde de verano, cuando Laura ya tenía cuatro años, se encontraba jugando en el jardín con sus hermanos y demás familiares de edad similar. Algo habitual. Lo inusual era la visita de un primo que con quince años se volvía el mayor de la pandilla, él padecía un tipo de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), vivía en Estados Unidos y solo les visitaba durante las vacaciones cuando sus padres lo dejaban bajo el cuidado de su abuela, quien también era la tía abuela de Laura. En el jardín, todes traveseaban con bicicletas, triciclos, pelotas y demás juegos improvisados. Habitualmente la mamá de Laura salía a darles una vuelta, a mirar, a cerciorarse de que no ocurriera alguna situación extraordinaria que requiriera de su atención inmediata, observó que no había ningún herido y todos parecían estar contentos mientras seguían corriendo, gritando y montando algunas bicicletas; sin embargo, también se percató de que el primo visitante, iba en un triciclo haciendo la maniobra del caballito (que consiste en avanzar únicamente con las dos ruedas traseras pegadas al piso y la frontal al aire), la maniobra se le facilitaba porque sus piernas largas también tocaban el suelo, lo que le extraño no era la maniobra sino que llevara a Laura sentada sobre sus piernas. La situación molestó a Alejandra e inmediatamente bajó a su hija de las piernas del joven. Les comentó a todos los presentes que había muchos triciclos, por tanto, nadie tenía que estar sobre las piernas de nadie y, puntualizando en Laura y el primo visitante, que no lo volvieran a hacer. Al poco rato sus hijes ya se encontraban en la casa para volver a escuchar las mismas palabras que su madre ya les había contado: 

‒Nadie debe de tocar sus partes privadas, nadie los debe de hacer sentir incómodos, tampoco les deben decir que guarden secretos y si en algún momento se sienten agredidos corran, griten o avísenle a alguien para que los auxilie. Ya saben que, ante cualquier cosa, estoy aquí para escucharlos. ‒ También les preguntó ‒ ¿Hay algo que quieran contar sobre la tarde de hoy? ‒ 

‒No, mamá. ‒ Respondieron.

La situación por un momento tranquilizó a Alejandra, hasta que por la noche Laura se acercó a ella y le comentó que tenía algo que decirle. Le contó que su primo visitante gustaba de tocarle sus partes privadas. Su madre intentó mantener la compostura para no asustarla y con la ayuda de una muñeca le pidió a Laura que le mostrara las partes de su cuerpo que aquel primo gustaba de acariciar. Laura le narró que le pedía que jugaran “a la familia”. Alejandra contuvo las lágrimas al darse cuenta de que los temores de años atrás comenzaban a materializarse, abrazó a su hija y le hizo saber que lo que le había hecho su primo estaba mal y que el muchacho tendría que afrontar las consecuencias. También le agradeció que se atreviera a contarle lo acontecido. 

Esa noche, las mamá y el papá de Laura platicaron con la abuela del joven visitante. Al día siguiente, el joven aceptó todo lo ocurrido. La abuela asumió una postura protectora y pidió que comprendieran que el muchacho sufría una enfermedad que le impedía tener límites ni reconocer la gravedad de sus actos, quizá ignorando que el TDAH es un trastorno mental que altera la forma de aprender y relacionarse con otras personas. 

Según la psicóloga Lezama es falso que el TDAH invada el campo de la sexualidad y que, en los sucesos de ese tipo, es más común que están ligados a una educación defectuosa, en donde NO hay una enseñanza de respeto hacía las niñas ni las mujeres porque en la adolescencia hay una cuestión hormonal, pero entre pares de edad; por tanto, si los niños aprenden que la mujer es una “cosa” que tiene que aguantar cualquier maltrato o si ha sido sujeto a manipulaciones sexuales por un adulto, es más proclive que caigan en actos de violencia para obtener una gratificación sexual, en lugar de refrenar y autosatisfacerse con una masturbación después de ver una revista.

La familia de Laura sabía que la abuela no era la principal responsable sino los padres ausentes, aun así, ya no querían que nunca más se acercara a sus hijos y mucho menos a Laura. El primer acto para cuidar la integridad de su hija fue alejarla del agresor. Hablaron con el padre del primo visitante, que les pidió que no demandaran a su hijo. A cambio ofreció no volver a enviarlo a México y hacerse cargo de todos los gastos que requiriera Laura para que no tuviera repercusiones psicológicas. Llegaron a un acuerdo que rápidamente comenzó a disiparse cuando únicamente se hizo responsable del pago de las primeras dos consultas psicológicas, pero, eso sí, impidió el regreso del joven. 

Aun así, aunque sin éxito, la madre y el padre de Laura intentaron levantar un acta en el Ministerio Público (MP), pero en esa ocasión serían persuadidas por los servidores públicos que les explicaron que “no tenía sentido iniciar una investigación porque no iban a poder localizar al menor agresor, pues no vivía en México y la investigación no prosperaría” y que, además, sujetarían a su hija a una situación incómoda porque tendrían que hacerle algunos exámenes médicos que solo la traumatizarían más. Salieron del MP sin la asesoría que esperaban, lo único que les tranquilizaba era saber que ese primo agresor ya no volvería.

Laura acudió con una psicóloga y con una ginecóloga, de igual forma su mamá, papá y hermanos acudieron a terapia familiar; sin embargo, las cosas cambiaron con la pandemia del COVID-19. La familia se contagió y las principales fuentes de ingreso cambiaron. Fue hasta 2022 que se reanudaron las terapias semanales, pero solo por tres meses porque las finanzas no alcanzaban. Alejandra intentó que las instituciones públicas le brindaran el servicio psicológico a su hija, la llevó en julio al Hospital General para recibir su primera terapia psicológica en octubre, pero, como la segunda sesión se la agendaron hasta enero, optó por no llevarla ante el trato inadecuado. Posteriormente, también intentó que su hija recibiera un servicio gratuito o, al menos, más económico e intentaron acudir a los servicios comunitarios de la Comunidad MAPFRE – Universidad Panamericana y del Grupo pediátrico Roma, en donde alegaron que era innecesario. 

Sin embargo, con el seguimiento que le daban a Laura tanto la psicóloga del colegio como sus profesoras, se percataron de que las secuelas continuaban: después del abuso sexual perpetuado por su primo, notaron que a Laura se le complicaba el aprendizaje, se volvía más tímida, tenía problemas para socializar con los niñes más grandes, presentaba episodios de vergüenza frente a los adultos y tendía a orinarse sobre su ropa interior generalmente por las noches. Son síntomas que presenta un niñe que ha sido víctima de violencia sexual porque, según la CEAV, pueden presentar problemas psicológicos: como depresión, ansiedad, dificultad para relacionarse, problemas sexuales futuros, menor autoestima, odio hacia el propio cuerpo, sentir culpa, miedo a la intimidad, dificultad para poner límites, graves problemas de conducta, intentos de suicidio, agredir o de nuevo ser víctima de abusos.

A estos problemas, después dos años del incidente, se le sumaría el temor de la nueva noticia, para noviembre del 2023 se les comunicó que había probabilidades de que el primo agresor volviera a México, pero en esta nueva ocasión para quedarse a vivir en el fraccionamiento familiar. 

Alejandra de inmediato buscó el apoyo legal por parte de distintas organizaciones con la intención de dejar un antecedente legal para que, en caso de que el agresor volviera, al menos, se le prohibiera que estuviera cerca de Laura. Buscó información en internet, en redes sociales, preguntó en su círculo social y, finalmente, optó por el apoyo que brinda el Estado. 

Así, la fría mañana del viernes 8 de diciembre de 2023, a las afueras de la estación del metro Balderas, se reunieron con el asistente jurídico de apellido Perbaja, para acompañarlas al momento de levantar la denuncia. Platicaron brevemente mientras se dirigían a la Fiscalía de Investigación de Delitos Sexuales de la Ciudad de México. El asesor le comentó a la mamá y al papá de Laura que cuando dieran su testimonio, que solo podría decir Alejandra porque su pareja tendría que esperar afuera según las indicaciones del asesor, argumentaran que el primo agresor introdujo la mano hasta adentro de los genitales de Laura porque de lo contrario no les harían mucho caso. No hubo más información sobre lo que iba a pasar adentro de las oficinas.

La espera fue larga, las recibieron hasta las cinco de la tarde. Laura en su búsqueda no había encontrado las recomendaciones de Tu historia importa, una organización que brinda información a las personas que han vivido violencia sexual, que a diferencia de lo que les dijo el asesor comentan que al momento de realizar una denuncia es muy importante contar lo que ocurrió “antes, durante y después de la agresión sexual” y para ello se orientar con las preguntas ¿Cómo, cuándo y en dónde te agredieron? ¿Quién fue el agresor? También ayuda contar alguna prueba sobre la agresión, pero no es indispensable. Además de esto, es importante saber que denunciar es un trámite gratuito, que puede durar hasta 8 horas o más; cuando se realice es recomendable llevar a un acompañante, una identificación oficial, un cargador de tu celular, algo fácil de comer y beber mientras se espera; y, otra cosa muy importante, es que en caso de que denunciar siempre hay que solicitar una copia de la denuncia, misma que debe de ser gratuita.

Le pidieron a Alejandra que llenara un formato en el que describía el motivo de la denuncia, a lo que el asesor le recordó que anotara que el agresor había introducido los dedos en los genitales de su hija. No lo anotó. Les dieron acceso a una sala de espera y alrededor de 15 minutos después entró la misma mujer que le había pedido que llenara el formato para mencionarle lo mismo que le dijo el asesor. 

‒Necesito que le pongas que le metió los dedos porque si no no te vamos a poder pasar. 

A regañadientes, tuvo que hacer la anotación. Volvió a la sala de espera. Pasaron cuatro horas, desde un sillón rasgado vieron circular a distintas mujeres que acudían a denunciar, algunas aún con las heridas físicas y el asesor solo les decía que tenían que esperar. Laura ya estaba desesperada y con hambre. Alejandra pidió permiso para salir a comer algo, pero al no poderse retirar les dieron dos cajitas con alimentos, cada una contenían una torta, una manzana y un jugo. Alrededor de las seis de la tarde las pasaron a otro cubículo en donde ya se encontraron con una fiscal que les tomaría la declaración solo que en ningún momento se le dijo a Alejandra que era la fiscal ni que iniciaría su declaración. Adentro se encontraba una persona que en tono molesto platicaba con otra, de repente, se dirigió hacia Alejandra.

‒A ver señora, ¿qué pasó?  

Alejandra comenzó a contar la historia ante una persona que a ratos hablaba por teléfono y, al mismo tiempo, levantaba un acta.

‒No, no señora a ver vuelva a empezar. 

Después de varios minutos, la fiscal le dijo a Alejandra. 

‒Yo sé que parece que no es justo, pero necesito que te muevas de lugar. No puedes estar sentada junto a tu hija y quiero que sepas, aquí, junto a tu asesor, que voy a tomar cartas en el asunto y te voy a iniciar una carpeta de investigación por omisión de cuidados.

Atónita, Alejandra seguía sin entender qué estaba ocurriendo y volteó a ver, al mismo tiempo que la fiscal, a un asesor nervioso que ante las sorpresivas palabras solo empezó a cantinflear. Para la siete de la noche, ya en otra sala, le pidieron a Alejandra que firmara la autorización para que le realizaran a Laura algunos estudios físicos, psicológicos y una encuesta de satisfacción sobre el trato en la fiscalía en la que le recalcaron que pusiera que fueron amables y que no le habían hecho ninguna grosería, Alejandra firmó las autorizaciones y en la encuesta escribió “fueron amables y no me hicieron ninguna grosería, pero se han tardado mucho en atendernos”, pero como la respuesta no era la solicitada rompieron el formato y le dieron otro en el que ahora le solicitaron que escribiera que fueron amables, que no le habían hecho ninguna grosería y le habían entregado un box lunch.

 Cerca de las ocho de la noche Laura quiso ir con su papá, pero no la dejaron salir alegando que tenían a un detenido afuera y que podía ser peligroso; el asesor solo les pide que esperen. Alejandra intenta jugar un poco con su hija. También pregunta a varias personas a qué hora le tomarán la declaración a su hija y lo único que le dicen es: ‒ ¿Por qué cree que le van a tomar una declaración a su hija? ‒ y le piden al licenciado asesor que le explique lo que va a proceder, quien solo menciona que ‒por la forma en la que narraste las cosas, este, pues necesitan ir a otra fiscalía. No es que vayan a hacerles más preguntas a ti y a tu niña, pero, pues, en ese proceso yo ya no entro, o sea, mi trabajo era venir a acompañarte a hacer tu declaración y, pues, ya lo que pase más adelante, pues ya no me compete. Ahorita nada más estamos esperando a una policía de investigación para que nos acompañe a la otra fiscalía y ya ahí te van a explicar ‒. Alejandra ya estaba muy nerviosa ante la falta de claridad, ante las negativas para poder salir de la oficina y ante el tiempo que se alargaba. Al llegar la policía de investigación las llevaron a otra fiscalía que se encontraba a la vuelta, en ese momento el asesor se retiró. Estando en las otras oficinas, le comentan a Alejandra que tenían que esperar a un médico para que revisara a Laura. 

Cerca de las diez y media apareció la doctora que iba a revisar a Laura y le comentaron a Alejandra que ya no podía pasar con su hija, también le pregunta que si sabía qué procedía, ella respondió que no. Le explicaron que iban a revisar a su hija, pero, por la hora, se tendría que quedar, que desconocían el caso de la carpeta de investigación, pero que regresara al día siguiente con algunos documentos de su hija y que no se preocupara porque había un lugar muy cerca del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) en donde Laura se quedaría. Alejandra intentó mantener la calma, pero seguía sin entender qué estaba pasando; aun así, sabía que ya no había vuelta atrás y le tuvo que explicar a Laura que se iba a tener que quedar una noche en ese lugar, que al día irían a ver una película, pero que necesitaba que estuviera tranquila. Laura, asustada comenzó a llorar y le dijo que no se quería quedar, que nunca había dormido fuera de su casa ni se había separado de ella, que tenía miedo de lo que fuera a pasar. Alejandra le pidió a Laura que imaginara que iba a un campamento, que pusiera mucha atención en lo que ocurriera y que después le contara todo, que no se preocupara porque ella siempre estaría para ella, que lo que estaban haciendo era para cuidarla. Cantaron una canción de cuna. Laura volvió a llorar y le pidió que por favor la llevara a su casa, con sus hermanos. Se abrazaron. En ese momento le dijeron que se tenían que llevar a su hija y Alejandra solo alcanzó a decirle que fuera fuerte y valiente porque si su hija estaba bien, ella también estaría bien.

De nuevo, en la sala de espera, las mamá y el papá de Laura tuvieron que esperar cerca de cuarenta minutos para que una persona del DIF les diera informes. Alejandra le volvió a contar la historia, le comentó que esperaban su apoyo porque estaban cansadas de tener miedo, que no entendía qué estaba pasando ni por qué le habían quitado a su hija siendo ella la víctima. En ese momento, solo le respondieron que ya no podía volver a su hija Laura porque Alejandra no era una buena madre y le habían iniciado una carpeta de investigación por omisión de cuidados en donde estaba imputada; ya no podían tener ningún tipo de contacto, no se podían ver ni hablar; lo único que le solicitaron fue el contacto algún familiar apto con el que Laura se pudiera quedar. La persona del DIF concluyó diciéndole que se retirara y que estuviera al pendiente de que en un par de semanas le marcaran para una nueva declaración. Laura salió del edificio con la culpa de haber perdido a su hija, para tolerar la frustración de su pareja que solo le reprochó lo que había hecho. 

Durante tres días, Laura volvió a buscar asesoría y apoyo, pero esta vez para que le devolvieran a su hija. En ese ínterin, habían notificado a una tía de Laura que podía ser el familiar responsable y que horas más tarde, que se convirtieron en cuatro días, se comunicarían con ella para que la fuera a recoger. Eran días en los que Alejandra pasaba entre las dos fiscalías a las que les había pedido ayuda, pero ninguna le daba una respuesta. Pidió ayuda con algunos contactos que algunos conocidos le facilitaron de personas que trabajaban en el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y, eventualmente, tuvo que contratar los servicios de una abogada para que la apoyara, misma que la ayudó a que le dieran una copia de la declaración para entender el caso y, posteriormente ampliarla para llenar los vacíos que habían omitido cuestionar. 

Ante la presión que logró con la ayuda de la abogada y los oficios de la CNDH, le comenzaron a dar un poco de información como que a su hija no la dejaban salir porque necesitaban que declarara en presencia de varios especialistas, algo que podía tardar meses, y que, en ocasiones, en lo que esperan se le entrega la menor a un familiar apto, algo que con Laura parecía que no iba a ocurrir. Sin embargo, ante las irregularidades y la presión ejercida fue que se comenzaron a disculpar, les comentaron que se trataba de “un caso extraordinario” del que todos estaban al tanto, que iban a hacer todo lo posible por velar por la integridad de la pequeña y que la fiscal se había comprometido para que regresara con su madre al día siguiente. En ese momento el trato había cambiado y se había logrado que una semana después de la separación, Laura pudiera quedarse en casa de su tía, recibir la visita de su padre y sus hermanos, pero no de su madre. El reencuentro entre Laura y Alejandra tardaría unos días más, bajo la amenaza de que la pequeña volvería al DIF en caso de que se incumpliera la solicitud, pero finalmente recibió la llamada para acudir a la fiscalía, a la que acudió en compañía de su abogada, llegaron a la diez y las recibieron cinco horas después, le realizaron un examen psicosocial y otro socioeconómico. Por la noche le notificaron que le devolverían a su hija y le hicieron hincapié en un inciso que precisaba que, ante la denuncia de la CNDH, la Fiscalía de Investigación de Delitos Cometidos en Agravio de Niñas, Niños y Adolescentes hacía un llamado urgente para liberar a Laura y devolverla con su familia porque ellos eran los que realmente velaban por su integridad.

Finalmente, la abogada le explicó a Alejandra que le habían quitado a su hija porque muy seguramente habían actuado según sus protocolos porque en la primera declaración aludían a que el agresor vivía bajo el mismo techo que Laura y no tuvieron la menor intención de indagar un poquito en el caso y percatarse de que la niña acude a una escuela privada ni que ha tenido un seguimiento médico y mucho menos entender por qué se buscaba levantar la demanda. El error de Alejandra, continuó explicándole la abogada, había sido la falta de recursos para pagar a una abogada que la asesora de forma adecuada porque su asistente jurídico había cometido una gran cantidad de errores que ni a un estudiante le pasaban. Por otro lado, la fiscalía le comentó a Alejandra que iban a tratar de localizar al agresor y que la iban a citar para darle seguimiento al caso de Laura. 

*Nota aclaratoria.Los hechos y circunstancias aquí narrados son reales, pero algunos de los nombres de las personas citadas y algunos detalles que podrían delatarlas fueron cambiados.

Portal periodístico independiente, conformado por una red de periodistas nacionales e internacionales expertos en temas sociales y de derechos humanos.