Cuando las desapariciones de personas son masivas, sistemáticas o generalizadas, constituyen crímenes contra la humanidad, que si bien pueden ser ejecutadas por un individuo, la responsabilidad rebasa al personaje, a su institución y alcanza al Estado mismo
Por Félix Santana Ángeles*
La desaparición forzada de personas es un delito de lesa humanidad, utilizado desde tiempos ancestrales en diferentes partes del mundo, como una herramienta para sembrar terror y crear un ambiente de control sobre una persona en específico, una familia, un grupo de interés, un pueblo o una comunidad, cometido por el Estado o con su ayuda.
Los impactos de la desaparición generan un efecto expansivo en el tiempo, el territorio y en la memoria colectiva; es un ataque dirigido por el odio con el fin de generar el mayor daño posible a su adversario, produciendo miedo y sufrimiento en un ambiente de absoluta incertidumbre, en el que la vida pende de un hilo y la muerte acecha a la menor provocación.
Esta conducta criminal ha sido verbalizada por la Convención contra la desaparición forzada de la ONU, quien la describe como, “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”.
Cuando las desapariciones de personas son masivas, sistemáticas o generalizadas, constituyen crímenes contra la humanidad, que si bien pueden ser ejecutadas por un individuo, la responsabilidad rebasa al personaje, a su institución y alcanza al Estado mismo, por su evidente incapacidad para evitar ese tipo de represiones.
En algunos casos, los perpetradores, miembros de grupos delincuenciales, guerrilla, paramilitares, agentes estatales o cualquier otro agresor particular, alcanzan a ver el “efecto boomerang”, en el que sus acciones reciben una repercusión que retorna con la misma fuerza con la que fue ejecutada.
Para evitarla, los agresores utilizan técnicas de terror básicas y sofísticadas, en las que desaparecer las evidencias, como pueden ser los cuerpos de sus víctimas, sus pertenencias o cualquier elemento que los vincule con los hechos, se convierte en su tarea central; para ello, utilizan, animales que se tragan los restos humanos, químicos para intentar desintegrarlos, hornos crematorios para incinerarlos y un sinfín de acciones producto de las mentes más retorcidas alejadas de cualquier indicio de humanidad. Creyendo erróneamente que si no hay cuerpo, no hay delito.
Adicionalmente, los aparatos gubernamentales encargados de investigar este tipo de crímenes, normalmente se activan después del hallazgo de una evidencia y no cuando se presentan las denuncias por desaparición, por eso es difícil alcanzar la justicia y sancionar a los responsables de este crimen.
Frente a este escenario, es fundamental ampliar el espectro de entendimiento sobre la desaparición forzada de personas, en tres sentidos:
Primero, son responsables los servidores públicos o particulares que detienen arbitrariamente a una persona, niegan información y ocultan su paradero, pero también son responsables, quienes hacen la vigilancia (los halcones), quienes prestan la habitación o el espacio donde lo mantienen detenido, quien lo tortura, quien financía, quien ordena, quien presta los vehículos para su traslado, quien brinda las comunicaciones, la logística y también quien sabíendo lo que sucede, guarda silencio; no importa, sus vículos de parentesco, amistad, relacion laboral o de confianza.
Segundo, al ser un crimen contra la humanidad, su investigación debe ser motivada por el simple hecho de que se desconoce el paradero de la persona, no prescribe, es decir se mantiene vigente hasta encontrar los cuerpos y no importa el tiempo que requiera; existen experiencias en el mundo en las que después de 60 años, se han encontrado restos de las personas desaparecidas, donde la participación de las familias y funcionarios comprometidos con la verdad, han logrado la proeza de recuperar de la tierra lo que violentamente les fue arrebatado.
Deshacerse de los restos genera nuevas conductas criminales que derivan en otros delitos, por lo tanto, lejos de considerar que se extingue la facultad punitiva del Estado, nos coloca en la persecución de otros delitos.
Tercero, no hay crimen perfecto. Frente a la imposibilidad de hallar los cuerpos, los análisis de contexto con la información recabada, permiten construir la trazabilidad de lo que sucedió, las circunstancias, destinos y potenciales responsables. No importa el que no se encuentre el cuerpo, si hay una desaparición forzada, hay uno o varios responsables de estos crímenes.
Los criminales podrán esforzarse en desaparecer todas las evidencias posibles para no ser procesados como culpables, sin embargo, algo que no pueden controlar, es la esperanza por encontrarlos, no solo de los familiares sino también de funcionarios con entera conciencia de estar frente a la posibilidad de otorgar verdad y justicia a las víctimas, así como la continuidad del delito que no puede detener el tiempo, hasta encontrarlos.
Cuando hablamos de la condición humana extrema, del odio y del amor, de la vida y de la muerte, el tiempo no es lineal, sino circular y en algún momento termina tocando el inicio donde todo comenzó.
*Coautor del libro “La Guerra que nos ocultan” (Editorial Planeta, 2016) fue encargado del despacho de la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas, fue director general de Estrategias para la Atención de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, ahí se desempeñó como secretario técnico de la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa, además de secretario ejecutivo de la Comisión para la verdad, el Esclarecimiento Histórico y el impulso a la justicia de las violaciones graves a los derechos humanos cometidas de 1965 a 1990, también fue secretario técnico en la comisión gubernamental contra la trata de personas en México, actualmente es tercer secretario en la Misión Permanente de México ante la Organización de las Naciones Unidas con sede en Nueva York.
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