En Parras, Coahuila, los tambos están vacíos y las albercas llenas

10 junio, 2024

Parras se vende como un paraíso, un oasis en medio del desierto. Mientras se ofrecen hoteles, departamentos de lujo, viñedos, albercas para los turistas o foráneos, los habitantes no tienen agua en sus tambos, en sus casas. Ellos luchan y se organizan para acceder al agua potable

Texto: Estefanía Ávalos Palacios*

Fotos: Especial

COAHUILA. – El pasado 29 de febrero, cuando Fernando Orozco Lara, el presidente municipal de Parras, en Coahuila, inauguró el Pozo el Molino y el agua empezó a salir por las llaves de las casas de las colonias Tacubaya y Santo Niño, los vecinos disfrutaron una victoria: tras una lucha de meses, habían logrado que la tubería abasteciera primero a sus casas antes de llegar a los dos flamantes desarrollos inmobiliarios que están saliendo de tierra, calles abajo.

Pero la esperanza no duró mucho: el agua agarró un color marrón y un tufo desagradable que la hacían insalubre. Los vecinos retomaron sus protestas hasta que el municipio instaló tanques de filtración y reanudó el servicio tres meses después, el pasado 29 de mayo, con la promesa de que el agua ya era potable. Pero el líquido siguió saliendo turbio y apestoso.

Vitivinicultura

Célebre por su producción de vinos, Parras de la Fuente, un municipio de cerca de 45 mil habitantes que pertenece a la región hidrológica 36 Nazas-Aguanaval, no tiene ríos, ni presas, ni arroyos permanentes. La gran Sierra Sur le provee de agua subterránea; los mantos y los veneros se recargan con los escurrimientos y la infiltración del agua de lluvia sobre esta zona montañosa.

Elías (su nombre y el de todos los entrevistados fue modificado para su anonimato), un parrense que trabaja en la viña y rebasa los 60 años de edad, cuenta que algunas noches, desde su casa, escucha cómo cruje la sierra. Suena, dice, “como si adentro hubiera un mar y como si las olas golpearan debajo de la tierra”.

La región forma parte del desierto chihuahuense, y enfrenta un desequilibrio entre la oferta y la demanda de agua, que compromete la sostenibilidad de sus acuíferos. Un estudio de la Comisión Nacional del Agua (Conagua), publicado en 2020, advirtió que el volumen extraído era mayor a la capacidad de recarga, lo que se traducía en un déficit de 69.3 hm3 anuales. La dependencia concluyó que no había agua disponible para otorgar nuevas concesiones. Sus recomendaciones, sin embargo, quedaron en letra muerta.

Parras fue nombrado Pueblo Mágico en 2004, y desde la pandemia de Covid-19 el flujo del turismo de fin de semana ha crecido de manera exacerbada, así como las inversiones en el negocio del vino, el sector hotelero, los restaurantes o el desarrollo inmobiliario. “Es un nuevo renacimiento (…) Parras es un lugar de oportunidades y ahorita es el momento de invertir”, sostiene Eugenio, propietario de una bodega vitivinícola.

El municipio experimenta un proceso de reestructuración productiva de la industria vitivinícola, que la literatura académica denomina “nueva vitivinicultura”. En Parras, esta nueva vitivinicultura se refleja en la triada económica de las bodegas de vino, el enoturismo y el desarrollo de la industria inmobiliaria, dirigidos a un mercado de consumo ostentoso y con alto poder adquisitivo.

El gobierno municipal presenta el turismo y la vitivinicultura como una “esperanza” y una potencial “derrama económica” para sus habitantes, quienes llevan años demandando empleos y salarios suficientes. Pero la promesa de tener trabajos bien pagados no se ha cristalizado: en los viñedos, los salarios son bajos y los empleos escasean; mientras que en las bodegas y los hoteles, los mejores empleos son ocupados por foráneos.

Además, la industria vitivinícola y el turismo demandan agua para el riego de los viñedos, la infraestructura de los hoteles, los fraccionamientos o las albercas privadas, en detrimento de los locales. “El agua que ellos [turismo] vienen a disfrutar, es la que nos está faltando a nosotros”, deplora Azucena, trabajadora de una bodega vitivinícola y vecina del barrio Tacubaya.

Cuatro vecinxs durante un recorrido al pozo y por los caminos donde instalarán la tubería  (Foto: Especial)

La agroindustria de hortaliza, nogales y tomate también requiere de grandes cantidades de agua, y las empresas siguen perforando pozos de agua, tanto legales como clandestinos.

Dos de las vinícolas más grandes cuentan con pozos entre 400 y 600 metros de profundidad, y en los últimos años, los empresarios vitivinícolas, de hortalizas y tomateros han comprado tierras ejidales, formando una especie de corredor agroindustrial sobre la carretera que conecta Parras con el municipio vecino de General Cepeda, en las faldas de la montaña.

Desarrollo inmobiliario

En la cabecera municipal de Parras, el agua corre a la vista de todos por un sistema tradicional de acequias, fuques, lumbreras y pilas, de la que crecen árboles –muchos nogales–, plantas y huertas, y dan a la ciudad un aire de oasis verde. En contraste, su periferia, las carreteras, los ranchos y los ejidos están secos y empolvados.

Los barrios tradicionales de Santo Niño y de Tacubaya, ubicados la periferia oriente de la cabecera municipal, entran en esta categoría. Caminarlos da la impresión de estar más cerca del sol: quienes recorren sus calles a mediodía se esconden de sus rayos que calan la cara y arden la piel. Algunas viviendas de las colonias se expanden sobre los montes y lomeríos aledaños; la parte urbanizada tiene calles pavimentadas y otras de tierra. Las casas tradicionales son de adobe, las más recientes son de concreto, tipo Infonavit.

Sus vecinos son familias locales asentadas desde hace varias generaciones, que han formado una comunidad en donde todos se conocen, aunque sea de apellido. Ahí viven empleados, comerciantes, obreros de las fábricas de Ramos Arizpe y Saltillo –a dos o tres horas de distancia–, profesores, albañiles, trabajadoras del hogar, y otros que son contratados en las bodegas de vino, en los hoteles y en los nuevos proyectos inmobiliarios.

En años recientes, mientras los habitantes de Tacubaya y Santo Niño experimentaban la falta de agua, observaban las expresiones materiales de la bonanza de la nueva vitivinicultura, en las dos bodegas de vino que existen en sus barrios: un complejo bodega-hotel-nogalera, y una “bodega de vino boutique”, que cuenta con un restaurante, suites en el desierto por cerca de 5 mil 500 pesos la noche y una hectárea de viñedo. Además, hay “palapas” con alberca, pasto y asadores que se rentan para eventos privados, algunos hoteles pequeños, así como un gran balneario que en verano se llena de turistas.

Entre 2022 y 2023 arrancaron los proyectos Cantaua y Santo Olivo, en la orilla de la avenida principal. El masterplan del primero lo presenta como “una comunidad exclusiva (…) rodeada de naturaleza que garantiza una vida llena de paz y tranquilidad”, y promete amenidades como áreas verdes, piscinas, arroyos artificiales y una casa club. Hay 124 lotes a la venta, cuyo precio mínimo inicia en 1 millón y medio de pesos. Santo Olivo ofrece a sus compradores “una vida de altura”; planea la construcción de 60 departamentos –de aproximadamente tres millones de pesos– con terrazas, senderos al aire libre y viñedos.

Ambos proyectos aún no salen de tierra, pero ya cuentan con un muro alto perimetral y filtros de seguridad que los separan de los barrios y de su entorno. Sus promotores los presumen como inversión para que propietarios-turistas-fuereños que los convertirá en negocio de renta para fines de semana o vacaciones; bajo esta noción, las casas pasan de ser lugares para habitar a concebirse como una mercancía y objeto de lucro.

Albercas llenas

Los vecinos conocen su territorio y sabían que había agua subterránea disponible, pero han carecido de la infraestructura para abastecerse. La red de tubería de agua potable de Parras –administrada por el Sistema Municipal de Aguas y Saneamiento (SIMAS)– no satisface la demanda, no hay suficiente presión, por lo que el agua no llegaba hasta las casas ubicadas en lo alto de la loma.

Cada administración les había prometido llevar el agua a sus barrios, pero hasta el año pasado seguían sin cumplir. “¿Por qué yo tengo montañas de ropa amontonada sin lavar y enfrente de mi casa hay tres albercas llenas?”, preguntaba Azucena. “Ya llevamos un chorro batallando con el agua y no se me hace justo seguir batallando”, dijo la señora Martina. Sergio, otro vecino no sabía lo que era bañarse con regadera: siempre lo había hecho a botes.

Organización

En los barrios de Santo Niño y Tacubaya, los vecinos empezaron a hacer reuniones y a levantar firmas para actuar ante la escasez de agua.

Javier donó a la presidencia municipal una parte de su terreno, ubicado cientos de metros arriba, para perforar un pozo de agua. La idea consistía en instalar una bomba y colocar una red de tubería para abastecer a los habitantes de los barrios. El gobierno municipal empezó a movilizar los recursos para hacer el pozo y marcar la trayectoria de la infraestructura que distribuiría el agua.

Pero en el camino surgieron disputas con el gobierno municipal de Fernando Orozco Lara. La primera estalló cuando el alcalde les informó que la tubería pasaría primero por los nuevos desarrollos inmobiliarios y los hoteles, y finalmente llegaría a sus hogares. Ese trayecto no hacía sentido para los vecinos: era más largo, el terreno estaba accidentado, e implicaba bajar el agua a los desarrollos para luego subirla a las colonias. Por el contrario, si dirigían la tubería primero a sus barrios, el agua bajaría por gravedad y sin recorrer tanta distancia.

Rápidamente, sospecharon que la pronta e inusual respuesta del gobierno para iniciar la construcción del pozo de agua era producto de una intervención de los inversionistas de los fraccionamientos para asegurar su abastecimiento de agua.

Pasado el sentimiento de engaño y despojo, la organización vecinal dio un giro: sus integrantes realizaron denuncias públicas, demandaron la presencia de Conagua, buscaron asesoría con especialistas, difundieron su situación a otros barrios a través de las redes sociales, tuvieron múltiples encuentros con el presidente municipal y realizaron recorridos por la zona para explicar lo que estaba sucediendo.

A finales de 2023 lograron su propósito: la obra priorizaría a sus barrios y después continuaría a los desarrollos inmobiliarios. En febrero de 2024 el presidente municipal inauguró la obra, a la que presumió como una promesa más cumplida durante su gestión. La puesta en marcha del pozo regó alegría entre los habitantes; su lucha había dado frutos y por fin gozarían del acceso a ese derecho humano.

Pero el agua salió turbia, fétida e irritante. “El agua sabe a puro drenaje”, comenta Azucena, la vecina de Tacubaya. Cuando la hierve para potabilizarla, se asienta una sustancia amarilla en el fondo de la olla; cuando se baña le arde la piel; y cuando lava, su ropa huele mal. Dalia, otra vecina, no tenía problema con el agua, pero desde que se inauguró el pozo le sale “rancia”. Varias vecinas denuncian que sus niños se han enfermado de diarrea.

El sanitario queda manchado por el agua que el ayuntamiento distribuye a vecinos (Foto: Especial)

Los vecinos no tienen explicación. Javier, quien donó al gobierno municipal parte de su terreno para cavar el pozo, opina que el agua limpia llega a los hoteles de la zona, y la contaminada termina en las tuberías de los vecinos de los barrios. “¿Por qué los propietarios de los nuevos fraccionamientos no se han visto afectados por el agua contaminada, si se supone que ese pozo también les iba a abastecer?”, pregunta.

Los vecinos de Tacubaya y Santo Niño sienten mucho coraje. Quizá no tanto por no tener agua, sino por la esperanza fugaz de tenerla y recibir agua dañada. A principios de junio, después que Fernando Orozco logró su reelección como presidente municipal de Parras por el PRI, los vecinos lo confrontaron: entre reclamos, le llevaron botellas de agua que salió de sus casas, y le retaron a probarla. “¡Que se la tome delante de nosotros!”, exigió una vecina.

 “¿Por qué no nos dijeron que el agua estaba contaminada?”, “¡Esa mugre agua que nos dieron!”. El encuentro se puso ríspido. “Él está acostumbrado a que a donde llegue le aplaudan, nadie le aplaudió. Llegó queriendo saludar de mano y le dijimos que no queríamos que llegara a saludar sino a resolver”, dice Azucena.

Para los vecinos de estos barrios, la llegada del agua contaminada marcó un retroceso. Dalia y su familia la usan para lavar los trastes, pero para cocinar ocupa un garrafón de 40 pesos por día, un gasto importante para sus ingresos.

“Yo me siento ofendido por darle de beber a nuestros hijos agua contaminada”, deplora Javier. Hasta el momento las autoridades no les han mostrado ningún estudio sobre la calidad del agua o algún documento que muestre las sustancias que están bebiendo y los enferman.

Una solicitud de entrevista al presidente municipal, enviada a través de su secretario personal, no tuvo respuesta.

Mientras tanto, la lucha por el derecho al agua del Barrio Tacubaya y Santo Niño continua.

* Doctoranda en Antropología, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas) Ciudad de México. Agradezco a Mathieu Tourliere la edición y adaptación del manuscrito

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