Siversk es una ciudad ucraniana devastada por la guerra. Ahí, no hay hospitales, más que el que maneja Alla Trubacheva, donde atiende a los 135 habitantes de esta localidad
Texto y fotos: Narciso Contreras
UCRANIA. – “Los últimos médicos se fueron cuando los bombardeos destruyeron el hospital en Agosto del veintidós, pero yo decidí quedarme. Sino era yo, quién se iba a hacer cargo de los enfermos“ dice Alla Trubacheva de sesenta y tres años, la última doctora en la ciudad de Siversk, Ucrania.
Siversk es el último enclave sobre la línea de defensa fortificada ucraniana que una vez corrió a través de una compleja red de trincheras, túneles subterráneos y nidos de artillería. Esa red unía la pequeña ciudad minera con la de Soledar y Bakhmut, estas dos últimas ya arrebatadas a las tropas de Kiev por el ejercito ruso después de sangrientas batallas.
Una a una, las posiciones de defensa cedieron ante el fuego imbatible de los batallones rusos, que se detuvieron a solo unos kilómetros de los flancos noreste y este de la ciudad. Con esto, las tropas de Kiev declararon el fin de la batalla, y replegaron al ejército ruso mas allá de la villas de Verkhnokamianske y Bilohorivka.
La pequeña ciudad quedó casi destruida. Los sótanos de los edificios en los barrios obreros y las viejas casas abandonadas sirvieron de escondite a unidades enteras ucranianas que aguardan desde entonces, pertrechadas y asediadas por los bombardeos, mientras mantienen los combates posicionales de artillería en las colinas circundantes.
Uno de tantos caminos polvorientos, tan rotos y perforados por las explosiones de alto calibre, corre por la orilla sur de la ciudad en dirección de Zuanivka, y lleva a un zaguán azul de metal, que es la entrada al ambulatorio de la doctora Alla.
Ahí, en un improvisado y humildemente equipado consultorio ella atiende a los ciento treinta y cinco pacientes crónicos que decidieron permanecer en la ciudad, la mayoría de ellos ancianos.
El lugar consta de un par de puertas de madera desvencijadas que abren paso a una sala cálida y pulcra. En el centro de la pared de la habitación, cuelga un calendario con la foto de un cachorro, justo por encima de una camilla de hospital que apenas deja espacio a un escritorio austero y pequeño que está a su lado. Ahí, la doctora se sienta a escribir en una libreta de escuela el diagnóstico y control de los enfermos. Enfrente hay una estufa de ladrillo que ayuda a calentar la pequeña habitación donde los pacientes que asisten se sientan a recibir consulta en sillas de jardín de plástico azul. Esta es una escena común de pueblo que pareciera contrastar con el acelerado proceso de privatización del servicio médico en las grandes ciudades de Ucrania.
En cambio, el hospital local era una instalación de varios pisos de hormigón con capacidad para doscientos cincuenta pacientes. Un hospital que llevaba un control estricto y detallado -herencia del viejo régimen soviético- en fichas y archivos que ahora yacen desparramados por el suelo del edificio en ruinas. Ahí, en el primer piso, se encontraba el antiguo consultorio de la doctora Alla, ahora cubierto por capas de polvo de las explosiones.
Alrededor del hospital, restos de misiles yacen enterrados en los caminos entre los escombros de otros edificios. Una docena de tumbas bajo los árboles del jardín marcan el lugar de un camposanto improvisado donde se enterraron los cuerpos de aquellas victimas civiles que no pudieron ser llevados al cementerio municipal, pues éste se encontraba en medio de los combates en la línea del frente.
Este hospital se cuenta entre las mil ciento cuarenta y siete unidades médicas que han sido atacadas durante la actual guerra, de acuerdo a un reporte emitido por la Organización Mundial de la Salud en septiembre de 2023.
Del personal médico y pacientes que huyeron del hospital hace tiempo. Quedaron dos enfermeras, un administrador y veinticinco enfermos y ancianos que se refugiaron en el sótano desde entonces. Aturdidos y flemáticos, los residentes subterráneos que pueden caminar en sus dos pies, deambulan de ida y vuelta desde el corredor iluminado de las habitaciones improvisadas a las escaleras y al porche de la entrada. Desde ahí, observan adormecidos el vaivén de los árboles que se mecen con el sonido de las ráfagas de las ametralladoras y de la artillería trabajando en la cercanía.
El presidente Zelensky había ordenado abandonar la ciudad desde el verano del veintidós, pero muchos que no simpatizaban con él se quedaron a esperar a las tropas rusas, como sucedió en otras ciudades del Donbás. Hoy sólo se ve la polvareda que se levanta al paso de las orugas de los vehículos militares pesados que bajan las colinas a toda velocidad y que se pierden entre los escombros de casas y calles. Da la sensación de ser una ciudad fantasma. Hay tumbas de civiles muertos enterrados en las jardineras de las casas y en los patios, y los fuegos de los incendios se extinguen solos, después de horas de arder hasta agotarse.
Aquí no suenan las alarmas de bombardeo ni se remueven los escombros cuando los misiles caen. Aún hay cuerpos sepultados bajo toneladas de concreto desde hace meses. La ciudad es un colonia militar donde todavía viven civiles que esperan la muerte inminente, o la entrada en la ciudad del ejercito del Kremlin, como antes.
“Cuando vienen los pacientes quejándose de dolor de cabeza, insomnio y estrés por la guerra, les prescribo irse de aquí, les digo ‘váyanse’, pero no me escuchan. Entonces, a mi me toca quedarme también. Yo crecí aquí y aquí he atendido desde hace cuarenta y tres años”, dice la doctora Alla mientras tiene una reacción de alegría al notar el canto de los pájaros en su jardín, aunque parece no inmutarse por el sonido continuo de las explosiones.
“Es aterrador, pero parece que es más aterrador abandonar el lugar donde uno siempre ha vivido”, dice la última doctora de Siversk. Con determinación en su voz y rostro, la doctora reclama:
“Mi misión está aquí, en este ambulatorio, con mis pacientes. Y aquí me quedare hasta el último momento”.
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