9 noviembre, 2023
Arrojada a una crisis de conciencia por la crueldad de Hamás, la izquierda israelí reivindica su compromiso con la causa palestina
Texto y fotos: Témoris Grecko
NABLUS, CISJORDANIA. – En los días posteriores al sorprendente ataque de la milicia Hamás contra militares y civiles en las cercanías de Gaza, el 7 de octubre, no había nada peor que te pudieran hacer en una familia israelí que ligarte a los agresores, a quienes de pronto devolvieron a esta sociedad a graves traumas adormecidos desde el siglo pasado. Mucho peor si eso provenía de una figura de amor y autoridad, como la abuela. “Eso lo hicieron tus amigos”, le dijo la matriarca a una persona judía que, teniendo un historial de lucha por la causa palestina, siempre había estado claramente separada de los radicales religiosos. Pero no había forma de replicar.
Mientras preparaba mi viaje desde México, para hacer una cobertura periodística de este conflicto, revisé las publicaciones en redes sociales de activistas a los que conocí hace años. De quienes han observado la progresiva ultraderechización del electorado israelí y las consecuencias en términos de persecución judicial y bloqueo de fuentes de financiamiento para sus organizaciones civiles, y además de exclusión individual contra quienes han hecho pública su disidencia.
Lo habían resistido todo. Con especial amargura, que sus familias dejaran de invitarlos a reuniones, que las parejas se separaran, que ciertos amigos prefirieran mantenerse a distancia… es una tarea difícil esto de ir en contra ya no solo de lo que espera de ti la sociedad, sino de lo que te exige como compromiso patriótico, histórico y con frecuencia también religioso, sostenido en el mito fundacional de la tierra prometida y en la terrible herencia del Holocausto.
Esto era totalmente distinto. Nunca en 75 años de existencia de este país, sus enemigos habían matado a tantos judíos en un solo día. Nunca habían secuestrado a tantos. Solo una vez, exactamente 50 años antes, lo habían sorprendido, en la festividad de Yom Kippur. Y la sociedad estaba convencida de que era imposible que algo parecido ocurriera, que la superioridad militar, tecnológica y de espionaje sobre las organizaciones palestinas era invencible, impenetrable. Sumergida de pronto en un tonel de confusión, de incapacidad de creer, de dolor y terror, que revivió los peores recuerdos de este pueblo siempre atenazado por espantosos recuerdos, se revolvió contra los perpetradores, contra quienes señala como co-responsables obligados (todo el pueblo palestino, “no hay inocentes, ni los bebés”) y además contra quienes los han defendido, judíos a quienes acusa de complicidad.
“Hay gente que me escribe que la sangre de las mil 300 víctimas está en mis manos, que merezco que mi madre (Ditza, de 84 años) haya sido secuestrada y llevada a Gaza y que con gusto ayudarán a que yo la acompañe”, declaró a la prensa Neta Heiman-Mina, del grupo Mujeres Que Hacen La Paz.
Varios de estos pacifistas y militantes de izquierdas lloraban. Las imágenes de las víctimas son atroces. La crueldad de los miembros de Hamás es abrumadora. Un video muestra que el cuerpo de la joven alemana Shani Louk (amiga del mexicano secuestrado Orión Hernández) fue arrojado -desmadejado y semidesnudo- a la caja de una camioneta, entre gritos de celebración, y que un hombre se acerca a tirarle un escupitajo a la pobre chica, que estaba agonizando, que murió. Entre tantos otros ejemplos.
Y los secuestrados. Familias enteras. En el kibbutz Nir Oz, me tocó atestiguar el momento en que una mujer, Hadas Kalderon, fue a ver la casa familiar por primera vez desde las masacres. Mataron a su madre y a una sobrina. Se llevaron a su marido y sus dos hijos. “¡Dios, dónde estás!”, gritaba, con alaridos que todavía escucho.
Los derechistas encontraron un instrumento más para ensañarse contra los pacifistas y los defensores de los palestinos. Los kibbutzim son colectividades agrarias de inspiración socialista. Algunos de ellos recibieron a judíos argentinos y uruguayos que, por su ideología política, en los años 70 llegaron escapando de las dictaduras militares. Son bastiones de izquierdas, involucrados en el diálogo con los palestinos. Cinco de ellos fueron destruidos por Hamás. En Nir Oz, mataron o secuestraron a más de la cuarta parte de sus miembros, a 115 de un total de 400. “Justicia divina”, clamaron desde el bando más conservador. Dijeron que “sus amigos” los habían masacrado.
Me gustó conocer el café Bastet, cerca de la avenida Jaffa de Jerusalén, un lugarcito de gente amable y progresista. Ahí puedo trabajar en la laptop con confianza, sin temer que un adolescente armado con una M-16 -como abundan- quiera mirar por detrás de mí lo que escribo en la pantalla, apuntarme y montar un escándalo. Hace muchos años, alguien me felicitó porque yo estaba visitando “esa ciudad tan espiritual”. ¿De veras? Llevan 5 mil años matándose por ella. Ahí se odian judíos, musulmanes y cristianos, y además se enfrentan judíos contra judíos, musulmanes contra musulmanes y cristianos contra cristianos.
Ahora se siente peor que nunca. En este territorio tan pequeño, los aviones que escuchamos varias veces al día, y sobre todo por la noche, no son vuelos comerciales sino bombarderos con toneladas de explosivos que van rumbo a Gaza. Es el sonido de la muerte inmediata. En Jerusalén Oeste, de predominio judío, las miradas suspicaces se creen justificadas cuando un desesperado apuñala a un policía y luego es acribillado. En Jerusalén Este, de mayoría palestina, los militares tratan a la población con violencia de ocupante y emprenden batallas urbanas contra ciudadanos desarmados. Ciudadanos de tercera clase, que son siempre candidatos a ser expulsados a Cisjordania para descender a una cuarta categoría.
Sahar M. Vardi me mostró el Bastet. La conocí en 2011, en las colinas al sur de Hebrón donde los colonos israelíes despojan a las aldeas palestinas de sus tierras. Muy joven entonces, era una de las activistas que ponían el cuerpo para proteger a los campesinos que resistían. Hace unos días, al respecto de las acusaciones contra los izquierdistas de que tienen una “doble lealtad”, escribió un bello texto del que extraigo fragmentos:
“Es un momento para hablar con amigos que no saben si sus familiares están muertos o secuestrados y por qué tener esperanza, y ver la impotencia, el miedo, el profundo dolor. Y un momento después hablar con un amigo de Gaza, que todo lo que tiene que decir es que ahora cada noche es la noche más aterradora de su vida. Que calcula sus posibilidades, y las de sus hijos, de despertar mañana por la mañana.
Es como si no entendiéramos que nuestros dolores están entrelazados. Que no hay solución solo al dolor de Horifakim [pueblo atacado en Israel] sin una solución al dolor de Khan Younis [ciudad bombardeada en Gaza].
‘Doble lealtad’ es dejar que el corazón se rompa de esto y aquello.
Y este dolor, que compartimos en nuestra pequeña comunidad, que está sosteniendo esta ‘doble lealtad’, es probablemente la esperanza de este lugar».
Una joven de 19 años está refugiada en el hotel del Mar Muerto donde el gobierno colocó a su familia. Tuvo mucha suerte de salir con vida y con los suyos. Cuenta, en un video que publicó en internet, el horror que vivieron durante 12 horas en su kibbutz, Be’eri, al esconderse en un refugio antibombas mientras los hombres de Hamás trataban de entrar a matarlos y ella recibía en el celular mensajes de sus vecinos, “a quienes he conocido desde que me conozco a mí misma”, que pedían ayuda. “Y nadie vino”.
También Be’eri perdió a gran parte de sus miembros. Hay quienes piden golpear a Hamás y Gaza con toda la fuerza posible. Con tanta indignación que demuestra, uno anticipa que la muchacha, cuyo nombre no se ha dado a conocer, va en la misma dirección. Pero sorprende: “Esos que hablan de venganza deberían avergonzarse”, espeta, mirando a la lente de la cámara con oscuros ojos airados. “Es cierto que hay mucho dolor”, pero “por años hemos estado demandando una solución política” al conflicto con los palestinos. “Tengo amigos que han caído en el campo de batalla como soldados en estos días. ¿Tengo que criar a mis hijos así? ¡Vergüenza! ¿Y preguntarles cuando tengan cinco años ‘amorcito, ¿qué quieres hacer cuando vayas al ejército?’”
El primer ministro Netanyahu y la extrema derecha israelí convencieron a su sociedad de que no era necesario cumplir los acuerdos de paz de Oslo, de 1993, ni permitir la construcción de un estado palestino. ¿Para qué, si la superioridad era tanta que se podían permitir la continuación de un conflicto en el que todo era favorable para ellos, y hacer que el precio lo pagaran exclusivamente los palestinos?
Netanyahu emprendió una política de fortalecer a la milicia Hamás al mismo tiempo que peleaba contra ella, porque de esa forma dividía políticamente a los palestinos, entre el movimiento laico de liberación, por un lado, y el extremismo religioso, por el otro; los separaba geográficamente, con Cisjordania en unas manos y Gaza en otras; y se aseguraba de que, con sus lanzamientos de cohetes, Hamás le diera justificaciones constantes para ejercer la violencia contra la población civil.
E hizo invertir miles de millones de dólares en construir un modernísimo complejo de defensa, entre muros, vigilancia de alta tecnología y el Escudo de Hierro, un sistema de misiles que interceptan los cohetes lanzados desde Gaza. Un elefante blanco que, como dijo la rehén liberada Yocheved Lifshitz, fue traspasado con camionetas, mulas y burros.
“Escuché en un momento más cohetes que en toda mi vida, bum bum bum bum bum”, dice la joven en su video, “y en ese momento supimos que había guerra. Esos misiles que nos caían se sintieron como misiles lanzados por mi propio gobierno. Porque este gobierno nos ha abandonado. Responsabilizo a Bibi (Netanyahu) 100 por ciento por todo. Él decidió que viviéramos así. El decidió aventarnos encima un ‘Escudo de Hierro’ en lugar de alcanzar una solución política. Nuestra sangre está en sus manos”.
La refugiada termina pidiendo “el regreso de los rehenes, paz, justicia y decencia”.
La atención del mundo está en Gaza, donde ya han matado a 4 mil niños, de entre más 10 mil víctimas fatales. La población de más de 2 millones de habitantes va a perecer no tanto por los bombardeos como por la sed y el hambre impuestas por el bloqueo israelí.
Pero la guerra también llegó a Cisjordania. Nablus, con sus 4 mil años de antigüedad (para los griegos y los romanos era Neápolis), es la Cisjordania profunda. Aquí, a lo largo del año, la violencia israelí ha acabado con más de 300 vidas, con 132 solo en el último mes. Los colonos israelíes continúan con la estrategia de hacer crecer sus dominios, robando tierras palestinas. “Están aprovechando este momento, primero que nada para alcanzar o tomar control de la mayor cantidad posible de territorios alrededor de sus asentamientos o puestos de avanzada”, me explica Mauricio Lapchik, director de relaciones externas de la organización Peace Now. El objetivo es “hacer huir a familias palestinas inocentes que viven en la zona, por miedo a represalias, por miedo a ataques por miedo, a que no puedan continuar su vida ahí porque no tienen la posibilidad de alcanzar sus tierras para trabajarlas”.
Ellos están armados y tienen protección militar. Si alguien osa defenderse y se va a casa, el ejército va por él a media noche, lo golpea, humilla a su familia y lo lleva arrestado bajo la acusación de terrorismo.
Desde la ventana de mi habitación, en el milenario centro de Nablus, a solo dos kilómetros, veo con claridad la cumbre del monte Gerizim, desde donde se domina todo este valle. La vista debe ser espectacular. Pero no podemos subir porque el ejército tomó las construcciones turísticas que hay arriba para establecer una base de soldados. Anoche, por un par de horas, escuchamos el fuego de hostigamiento que realizaron en su contra milicianos palestinos. Tronaron armas automáticas y alguna granada. Hoy fuimos al campo de refugiados de Balata, a donde la policía palestina no se atreve a entrar pero que ha estado recibiendo incursiones israelíes, que ya dejaron varios muertos.
Muchos de los colonos son reservistas y fueron llamados a presentarse a los cuarteles, para responder al ataque de Hamás. Pero no los mandaron a Gaza. Los dejaron regresar a sus colonias, ahora con uniformes verdes y la autoridad del Estado de Israel. A continuar con sus ataques.
Algunos grupos les brindan apoyo. Unos son internacionales. Otros, israelíes, sometidos a acoso judicial por el gobierno de Netanyahu, que trata de secar sus fuentes de financiamiento extranjero. Como Peace Now.
Lapchik acepta que probablemente se viene otro endurecimiento de la persecución del gobierno. Las guerras siempre ofrecen oportunidades para que los violentos justifiquen sus actos, para que los intensifiquen.
Reconoce que los ataques de Hamás también golpearon como tsunami al campo pacifista y de izquierdas, abriendo profundos cuestionamientos.
Los principios, sin embargo, se están abriendo paso entre el dolor: “Muchos de estos familiares que tienen personas secuestradas o asesinadas, muchas de estas personas que yo conocía antes como activistas, en vez de apoyarse en la sed de venganza y en el odio, han decidido hacer totalmente lo opuesto. Han llamado a detener el círculo de violencia”.
Yotam Kipnis anotó, en una eulogia para su padre, que fue asesinado por Hamás en ese ataque: “No escriban el nombre de mi papá en un misil. Él no lo hubiera querido. No digan ‘dios vengará su sangre’. Digan ‘que su memoria persista para ser bendecida’”.
Ziv Stahl, sobreviviente de la masacre en el kibbutz Kfar Aza y directora de Yesh Din, una organización que documenta ataques de colonos israelíes contra palestinos, escribió que “no necesito venganza, nada regresará a los que se fueron. El bombardeo indiscriminado de Gaza y la matanza de civiles que no tienen que ver con estos horribles crímenes no es una solución”.
Yonatan Ziegen, hijo de la prominente pacifista Vivian Silver, quien se encuentra actualmente secuestrada por Hamás, sostuvo que su madre debe “sentirse mortificada” por el bombardeo y el bloqueo de Gaza, “porque no puedes sanar a los bebés muertos con más bebés muertos. Necesitamos paz. Por eso es por lo que ella ha estado trabajando toda su vida. El dolor es el dolor”.
Michal Halev, madre de Leor Abramov, un dj de 20 años asesinado en el ataque contra el festival de música en el kibbutz Re’im, dice en un video que publicó en Facebook: “Le ruego al mundo ¡paren todas las guerras!, ¡dejen de matar bebés! Este país, Israel, atraviesa el horror. Y estoy segura de que las madres de Gaza están atravesando el horror. En mi nombre, ¡no quiero venganza!”
Representan a una izquierda que no se deja vencer ni por la redoblada persecución de la derecha ni por el inmenso dolor personal. O como me dice Mauricio Lapchick, es “quizás lo opuesto de lo que nosotros imaginaríamos que un ser humano pediría en esa situación, que es venganza, que es muerte, que es odio, una clara una respuesta natural en cada persona. Pero no estas personas. Están demostrando una grandeza humana. Si todos tuviéramos un poquito de esa esencia, nuestro mundo sería bastante mejor”.
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