La psicoanalista y académica chilena Paloma Castillo escribió el libro Infancia en Dictadura como una necesidad de colectivizar su experiencia como niña bajo el yugo de Pinochet. La lectura de ese texto -pistas para este periodo de violencia en México- nos convoca a aprender a escuchar de otra manera a los niños y reconocer el sentido político y de cuidado que hay en su relato
Texto: Daniela Rea
Fotos: Infancia en dictadura/ Cortesía
En la introducción de su libro Infancia en Dictadura, la chilena Paloma Castillo trajo al presente sus recuerdos de niña bajo la dictadura de Pinochet.
“Tuvimos problemas como todos. A veces no entendíamos por qué nos decían que no; por qué eso no. No siempre tenían que ver con la dictadura, sino más bien con las arbitrariedades en las que los adultos construyen familia. Sabíamos que el país era desigual e injusto, pero conservamos a fuego la moral trabajadora, esa en donde hay que estudiar y portarse bien, donde no se roba para fines personales y donde uno se come toda la comida cuando es visita, porque si no los amigos se ofenden. Participamos de la resistencia como niños que sabían lo que pasaba y cuál era nuestra trinchera”.
Ese relato, reflexiona ella, era una necesidad de hacer colectiva su experiencia como niña de 12 años, haciéndose persona en un país sumido en la violencia de la dictadura militar de 1973 a 1990, que provocó la victimización de 30 mil personas, incluídas las torturadas, desaparecidas y asesinadas. Hacerla colectiva para sacudirse los cajones en donde la academia los instaló como “víctimas de segunda generación” y deshumanizó sus relatos para reinvindicar lo político de su experiencia aunque son niños, aunque “son muy chicos”, aunque “no entienden qué pasa”.
Hacerla colectiva, también, para decirles “a nuestros hijos que se pueden hacer otras cosas con esa historia, que no sabemos qué es lo que realmente se hereda y que, de alguna manera, son libres; que sus síntomas les pertenecen (…) que tanto sus dolores como sus actos políticos no tienen por qué ser puro tributo a sus antepasados, pura cadena. También podremos leer sus acciones como gestos genuinos y sensibles, dirigidos al mundo para cambiar las cosas que les parecen dolorosas e injustas”.
Es imposible no leer este libro pensando en paralelo en México, en los niños mexicanos que en casi tres lustros (si se considera el 2006 como la militarización masiva del país con la salida de 50 mil soldados a las calles) han sobrevivido a sus padres o madres asesinadas o desaparecidas, han aprendido palabras como “descuartizado, desaparecido, levantado”, han visto cómo el miedo de sus padres les ha cerrado a su infancia la puerta de su casa. Pero también han cuidado y han imaginado. Y este libro es justo eso, una convocatoria a escuchar de otra manera la experiencia infantil y reconocer su potencial político y de cuidado.
El pasado 17 de julio Paloma presentó su libro acompañada por Rafael Mondragón, Rita Canto, Fátima Moneta y Áurea Esquivel. Este texto es parte de lo que se conversó en esa tarde, de extractos del libro y de una conversación que tuvo con Pie de Página.
“Como lo dice enfáticamente en el libro, es éticamente insostenible pensar a las generaciones solamente a través del dolor, de lo no dicho, del silencio, del terror. Porque el terror no hace experiencia transmitible y porque, como tiernamente se nos recuerda en el libro, no sabemos qué es lo que realmente se nos hereda y que somos libres”, dijo Fátima Moneta en la presentación.
Los dibujos, diarios, colecciones y cartas que se reúnen en el libro muestran algo obvio, pero que a veces olvidamos: que los niños son testigos activos, que saben, interpretan, asumen; que los niños cuidan, que son fuertes, que negocian y acomodan ese horror y esa violencia que atestiguan para darle sentido.
-A veces los adultos creemos que podemos proteger cien por ciento a los niños, hijos. Decías en la presentación que ellos perciben “estos pliegues, vibratos de duda” en nuestras palabras.
-Los niños lo perciben. El tener miedo es un sentimiento de los seres humanos y yo creo que a los niños les alivia mucho el escuchar “yo también estoy asustada y entiendo que estés asustado porque tenemos miedo los dos de que pase algo terrible, haré todo lo que sea posible para que eso no pase, pero es legítimo que ambos tengamos miedo”. Es ponerle palabras a cosas que usualmente no ponemos palabras: tenemos miedo, pasa esto, nos tenemos que ir por esto. Hay relatos, acompañamientos que permiten hablar de eso que se perdió. La literatura y el cine lo han hecho mejor que las ciencias sociales.
Durante la presentación se habló sobre cómo escuchar, interpretar, leer las distintas formas de expresión de los niños, por ejemplo los dibujos que recopiló Paloma en el libro Infancia en Dictadura y los dibujos que hacen los niños sobre la violencia en México y se han publicado en distintos espacios. Laura García, dramaturga, compartió su experiencia en el trabajo con niños y niñas y le planteó a Paloma:
-Vemos que los niños en espacios de ficción logran librar batallas que nosotros como adultos no sabemos, por ejemplo el dibujo del niño en el que un lobo se come a Pinochet…
-En esas producciones hay una herramienta literaria del mundo al revés: el mundo donde los buenos que están perdiendo todo el tiempo, ganan. Una bonita forma es acompañar esas producciones para pensar con ellos las estrategias con las cuales se puede confrontar la violencia, pero el tema es que al mundo adulto eso le da risa y lo subestima… porque al mundo adulto le cuesta trabajo recibir el cuidado del niño.
Los dibujos no son cualquier cosa para los niños, son escritos. Hay gente que escribe libros, gente que ara la tierra. No banalizar el trabajo del niño. Sus dibujos son herramientas para conversar, pero para eso los adultos que acompañan tienen que estar en condiciones de hablar de cosas dolorosas y eso es difícil y por eso viene la subestimación o la risa o la ternura porque a veces no podemos hablar de esto. Eso es lo más difícil.
-¿Cómo retomar la experiencia, el relato de los niños en la construcción de una memoria?
-Tenemos que establecer un diálogo y plantearnos cómo este proceso de lucha por verdad y justicia implica también recolectar, escuchar y trabajar con los niños bajo un principio de que la verdad existe y lo que se aleja de eso es la espectacularización del horror. Implica que se establezca de principio -para que haya un pacto posible con la subjetividad infantil-, que la mentira no puede ser parte del relato; no podemos mentirles a los niños respecto de lo que está pasando, les podemos decir, pero eso no significa que podemos mostrarles las imágenes horrorosas o decirles los detalles que a nosotros mismos nos impactan. A veces eso lo hacemos, no porque creamos que ellos necesitan eso para que les quede claro, sino porque nosotros mismos no sabemos qué hacer con esas imágenes y son parte del relato de una escapada inconsciente de compartir la situación ominosa. Lo que yo discrepo es el tema de ocultamiento, ocultar lo que ocurre, quiénes son las personas que persiguen, las víctimas, cuáles son sus luchas, por qué piensan esto. Me parece que es una falsa idea de cuidado. Creo que ahí hay que compatibilizar dentro de nuestro trabajo un tipo de narración de la verdad que logre construir ese pacto que se requiere para que se pueda confiar en alguien.
-¿Cómo equilibrar hablar de los riesgos a los niños y niñas y no paralizarlos?
-Hay primero que pensar que cuando hay una violencia de Estado todos los miedos están en el horizonte de los niños. Independientemente de lo que digas o enuncies. En el fondo también hay que confiar en ciertos pactos que se hacen en el mundo adulto e infantil como las enunciaciones del tipo “a mí nunca me va a pasar nada, no te preocupes por mí” son enunciaciones que los niños interpretan porque en el fondo eso es un borde con la crueldad. ¿Cómo limitamos en el relato de los adultos la crueldad inherente que tenemos en ciertas ocasiones y de las cuales no nos damos cuenta? Hay enunciaciones que se dicen y son parte del cuidado: “yo voy a estar siempre contigo, yo siempre te voy a cuidar, estaré aquí, a tu papá no le va a pasar nada, nosotros tenemos que hacer esto porque es lo que hay que hacer y tú nos vas a acompañar”, enunciaciones que no subestiman, pero que establecen el parámetro de lo normal y que los niños interpretan desde ese lugar.
Paloma recuerda recursos poéticos como los que utilizaban las madres presas en sus cartas a los hijos, que consideraban explicaciones amorosas de lo que sucedía, “explicaciones terribles para un adulto, pero aliviadores para un niño de leer en ese contexto”. Cartas que decían: “me gustaría llegar a casa, pero salir de aquí porque estoy encerrada, te mando un beso que atravesará las barreras de este lugar y te va a llegar”. En estos casos, dice Paloma, no hay ocultamiento, pero hay una búsqueda de sostener un vínculo afectivo que trasciende, que explica este vínculo de la maternidad con estos niños que son también parte de sus razones para resistir, para no dejarse morir. “Las presas argentinas usaban esta estrategia para hacerlos sentir acompañados”.
*Infancia en Dictadura comenzó como una exposición de dibujos, diarios, colecciones de niños y niñas (ahora adultas) durante esa época sombría en Chile. Posteriormente se convirtió en este libro.
Reportera. Autora del libro “Nadie les pidió perdón”; y coautora del libro La Tropa. Por qué mata un soldado”. Dirigió el documental “No sucumbió la eternidad”. Escribe sobre el impacto social de la violencia y los cuidados. Quería ser marinera.
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