En la construcción de su propio liderazgo, Sheinbaum tendrá que adoptar decisiones propias, incluso a contracorriente de los deseos presidenciales. Ésa será su verdadera prueba. Ahí es donde se medirá el auténtico poder del bastón de mando que ya tiene en sus manos
Por Ernesto Núñez Albarrán / X: @chamanesco
La escena es inédita: Andrés Manuel López Obrador entrega a Claudia Sheinbaum un bastón de mando similar al que los pueblos indígenas usaban para designar al jefe de la tribu. El palo de madera, tocado con una cabeza de águila en la parte superior y adornado con listones de colores, es semejante al que recibió el propio López Obrador en el Zócalo el 1º de diciembre de 2018. Al fondo, en una noche nublada, el Templo Mayor sirve de escenografía perfecta para el insólito perfomance.
Probablemente sea una excentricidad, pero la ceremonia carece de ilegalidad. Es un acto simbólico de transmisión de liderazgo de un movimiento, y no un evento oficial, por lo que se equivocan quienes se rasgan las vestiduras queriendo encontrar la ilegalidad en una puesta en escena a la que, por cierto, sólo fueron convocados los líderes tribales del movimiento.
El acto incluye, sin embargo, ciertos elementos cuestionables, no por la entrega del bastón de mando en sí misma, sino por la parafernalia de la que está rodeada.
Es decir, lo ilegal no está en el acto simbólico, sino en la presencia de funcionarios públicos que, en principio, están obligados a la neutralidad e imparcialidad para preservar el principio de equidad en la próxima contienda electoral.
Por la mañana de ese mismo jueves 7 de septiembre, las autoridades electorales dieron inicio formal y legal al proceso electoral 2023-2024, en una ceremonia ignorada por el gobierno federal y los gobiernos estatales de Morena, volcados todos en el final de la contienda entre sus llamadas “corcholatas”.
En una lógica de legalidad electoral, lo cuestionable no es el bastón de mando, sino la asistencia de 22 gobernadores en funciones y de la próxima gobernadora del Estado de México, quienes anunciaron con su sola presencia su decisión de actuar como líderes locales del movimiento, y no como mandatarios obligados a no entrometerse en los comicios.
Amén del uso de recursos públicos, vehículos oficiales, asistentes y asesores, y del tiempo de su agenda como gobernadores de estados que, por cierto, viven graves problemas.
“Los servidores públicos de la Federación, los estados y los municipios, así como de la Ciudad de México y sus alcaldías, tienen en todo tiempo la obligación de aplicar con imparcialidad los recursos públicos que están bajo su responsabilidad, sin influir en la equidad de la competencia entre los partidos políticos”, dice el cada vez menos atendido artículo 134 constitucional.
El colmo en todo esto es Alfonso Durazo, el presidente del Consejo Nacional de Morena que, en sus ratos libres, despacha como gobernador de Sonora, entidad en la que el crimen organizado ha sentado sus reales.
Ciertamente, el 1º de diciembre de 2018, López Obrador pasó primero por la Cámara de Diputados para la investidura oficial como presidente de los Estados Unidos Mexicanos, y pronunció en sesión de Congreso General su primer discurso a la nación. Horas más tarde, en su plaza de mil batallas, se dirigió a sus seguidores y encabezó una ceremonia ritual, ya sin validez oficial, pero con la investidura de presidente.
Llama la atención que esta vez decidió hacerlo al revés: primero la transferencia del liderazgo y, después, si las elecciones le salen bien a Morena, la transmisión oficial del poder presidencial.
Es decir, con el bastón de mando jamás pretendió convertir a Claudia Sheinbaum en presidenta -como se ha criticado-, sino ungirla como lideresa de la corriente ideológica a la que el propio López Obrador llama “movimiento”.
Por méritos propios y también por los errores que han llevado al descrédito a los partidos de la transición (PRI, PAN, PRD), el presidente López Obrador ha creado y dirigido la corriente política más importante del siglo XXI mexicano.
Forjado en tres campañas electorales, aunque formalizado como partido hasta 2014, “el movimiento” es un ente que trasciende incluso a Morena y que, más que 4T, podría definirse en una palabra como lopezobradorismo.
Con sus poderosos instrumentos de propaganda, hoy aceitados con cuantiosos recursos públicos desplegados desde Palacio Nacional, el lopezobradorismo es una corriente ideológica y política y, para sus más fieles seguidores, una especie de religión en la que el credo del líder se acepta, se acata, se propaga y se impone.
En la secta es más importante la doctrina que los argumentos; los fines de la causa justifican los medios.
Lo cierto es que, a partir de 2018, el movimiento se convirtió en partido oficial y en una poderosa máquina de ganar elecciones. Como suele ocurrir, con su crecimiento, el movimiento se fue llenando de todo tipo de arribistas y oportunistas, atraídos por el poder y no por la causa, movidos por la posibilidad de llegar a los cargos públicos, más que por las “nobles causas del pueblo” que aún pregona López Obrador.
Son impresionantes las cifras que dan cuenta del poder acumulado por Morena y sus aliados PT, PVEM y el extinto PES en apenas cinco años: 23 gubernaturas, mayorías en más de 20 Congresos estatales, más de mil 200 municipios, la mayor parte de las capitales estatales, la mayoría en la Cámara de Diputados y el Senado; 2.3 millones de militantes en Morena, 592 mil en el Verde y 457 mil en el PT.
Ésa es la plataforma de despegue de la campaña de Claudia Sheinbaum, pero también el tamaño de la responsabilidad que conlleva el liderazgo del movimiento.
Ciertamente, López Obrador estará a su lado durante el próximo año y, sin duda, seguirá siendo el factótum de la política y la voz que imponga la agenda pública desde la conferencia mañanera.
Pero, en teoría, corresponderá a ella dirigir las decisiones programáticas, la selección de candidaturas, la política de alianzas y la estrategia de campaña para cumplir eso que hace unos meses parecía un mero trámite: ganar la elección del 2 de junio de 2024.
Para ello, fue vital la sesión de ayer del Consejo Nacional de Morena, en la que Mario Delgado, Citlali Hernández, Alfonso Durazo, los gobernadores y el resto de la cúpula del partido la declararon lideresa, aunque con un poder acotado por un plan de gobierno en el que se compromete a continuar el lopezobradorismo. Eso, en los hechos, es lo que significa la “coordinación de defensa de la transformación”.
La precandidatura de Omar García Harfuch podría ser la primera decisión tomada por Sheinbaum con el bastón de mando en sus manos, pues se sabe que él es su candidato, mientras que el presidente parecía inclinarse por la alcaldesa de Iztapalapa, Clara Brugada, quien estuvo acompañada ayer en su último informe antes de pedir licencia al cargo, por el vocero presidencial, Jesús Ramírez Cuevas, y la secretaria de Cultura, Alejandra Frausto. En la construcción de su propio liderazgo, Sheinbaum tendrá que adoptar decisiones propias, incluso a contracorriente de los deseos presidenciales. Ésa será su verdadera prueba. Ahí es donde se medirá el auténtico poder del bastón de mando qu
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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