No puedo escribir esto como los demás textos de cada semana, porque tu vida y tu reciente muerte me tocan de forma muy íntima. Y no puedo decir que esto tenga valor periodístico. He devaneado sobre cómo convencer a posibles lectores de que esto es importante socialmente hablando. No sé si lo sea socialmente, pero es importante para mí
@lydicar
Es importante decir que te quise y te quiero mucho.
Bruno Damián. Ahora que reviso nuestras pláticas de años, me percato que muchas veces te pregunté por qué no usabas tu primer nombre: Bruno el oscuro. Y nunca me respondes, pero en alguna ocasión me respondiste que no te molestaba si yo te nombraba Bruno. Pues bien, Bruno Damián, te debo decir que desde que supe de tu muerte tengo el corazón roto. Lo siento así, quebrado dentro del pecho. Físicamente siento una opresión que, aunque me distraiga por momentos, me recuerda a cada rato el dolor de esta noticia.
El dolor me hizo sentir como una impostora. ¿Por qué me dueles tanto si desde antes de la pandemia no te veía? Si sólo somos un accidente evolutivo, ¿qué función tiene el duelo de un amigo al que veía poco? ¿Qué acaso no somos materialistas? Me imagino que te reirías, como siempre, con mi azoro. Y sólo me dirías, como tantas preguntas que jamás respondiste: «carnalita…».
Veo que a muchos más les dueles. Eras un tipo profundamente querido, amado, por amigos, amigas, sobrinos, familia. Damián, carajo, ¿por qué te fuiste? Me siento huérfana de hermano, de amigo, de alguna forma distinta de camaradería, porque ¿sabes? He estado meditando sobre el dolor estos días. El corazón roto y el dolor físico en el pecho no es normal, por lo que me he preguntado: “¿Es esto un duelo neurótico?”. He tenido otros duelos; pocos como éste. Y hoy, hablando con amigas lo he descubierto: tú tocaste mi alma y mi corazón de una forma muy particular.
Eras extraordinario. Aunque probablemente que no lo supiste.
Necesito que lo sepas, si es que existe algo más después de la muerte. Que fuiste valioso para tantos de nosotros. Porque aunque te dije muchas veces lo mucho que te quise (y te quiero y te querré), nunca fui clara respecto a esto: mi cariño por ti es irrepetible.
Esta es la primera memoria que tengo de ti.
¿2005? Un joven en gabardina y sombrero entra al elevador del hostal Virreyes. Es muy alto, guapo, de mucha planta. De presencia ineludible, piel aceitunada y labios sensuales. No recuerdo en qué piso vivías. Creo que uno abajo del mío. La verdad no lo recuerdo.
Pasan los días y otro chico toca a mi puerta de la habitación que fue mi hogar durante casi un año en el Hotel Virreyes. Me explica que están haciendo un documental sobre el hostal. Este edificio que alguna vez fue hotel de lujo y que ahora, en 2005, está lleno de artistas, refugiados, estudiantes y uno que otro teporocho.
A mí me apena que llegue cámara en mano. No me siento linda, nunca me he sentido. Me enfrento con vergüenza al mundo. Y él llega, con esa confianza desbordada que yo no experimento. Aunque al final participar en la entrevista me hace es divertido.
Unos días después te veo en el elevador. Aquí según mis recuerdos nebulosos, me saludaste y me dijiste que me habías visto en los videos porque estabas ayudando a editar el dichoso documental.
Yo sentí vergüenza. No te lo dije. Como siempre que me presenté frente a ti, traté de mostrar seguridad y adoptar una actitud de que trata de decir: “sé lo que estoy haciendo”. Ni la mitad de las veces realmente sé lo que hago, hermanito adorado. ¿Te habrás dado cuenta? Yo creo que sí, porque estos días después de la noticia de tu muerte he revisado obsesivamente nuestros diálogos guardados en un inbox del facebook, unos cuantos correos electrónicos, y veo tu sensibilidad y cuidado para tocar los temas que me duelen. En dos días he leído 13 años de mensajes, hasta los últimos que nos enviamos, justo un mes antes de que murieras “de cara al sol y en alta mar”, como escribió tu amigo Témoris.
Nunca quise ver el documental. Me daba pena. Sólo estos días, después de tantos años, me he animado, sólo para mirarte de nuevo, escucharte como eras en los tiempos en los que te conocí
Lo hallo con facilidad en internet. Lo concluyeron varios años después, en 2010, cuando ya éramos otros. Apareces como personaje, no como editor. Te presentan como Damián Mendoza, productor y editor de video. Muestras tu trabajo: estás produciendo un video de Rubén Albarrán, con un proyecto paralelo de Café Tacvba. Han pintado un cuarto entero del hotel con nubes y han colocado pasto sintético. Entrevistan a Rubén y él explica de nuevo lo que te hace único: te quiere, es tu amigo y comparte tu mirada del mundo. Por eso te ha elegido a ti para realizar su video.
Hoy, tu querida amiga A. (no escribo su nombre completo, porque no le pedí permiso para hacerlo), me esclarece eso que es único en ti: veías a las personas. A todos nos hiciste sentir mirados y valiosos.
Mirabas como nadie. Nos mirabas. Eso es lo que te hizo tan buen editor. Y un amigo extraordinario.
Tu mirada del mundo.
Reviso nuestras conversaciones desde hace 13 años (los primeros cinco años de diálogo están perdidos en teléfonos antiguos y correos electrónicos abandonados).
“Carriona, qué sabes de este tema”, y me preguntas sobre algún tema periodístico. Yo respondo como puedo, muchas veces tú ya sabes más de los temas que yo. Empiezas a incursionar en el periodismo, con una sensibilidad particular: mirar el mundo y la carencia.
Te cotorreo: “ya cambiaste la producción por el periodismo. Te veo más feliz”. Te escribí en 2012. ¿Era así? Si tu mirada penetra la realidad como ninguna otra, ¿qué consecuencias hay en mirar el dolor, la violencia, la injusticia? ¿Te debí prevenir? Amigo que mira con rayos equis, no te asomes a este mundo de mierda. Por favor, si no quién me sostiene luego. Una pregunta que respondimos en la última conversa: cargar con la muerte que miramos.
Una primera promesa incumplida de aquellos tiempos, todavía con tufo estudiantil o juvenil: ahorrar y viajar en el transiberiano. Un plan sepultado en la precariedad. Otra promesa incumplida: ir a ver el ballet Bolshoi, nunca compré los boletos. Ese fiasco cae en mí. Otra decepción: nos quedamos de ver para algún remate de libros, y nos confundimos de día. Yo llegué el día acordado, tú al día siguiente (esa pifia cae en ti). Cuántos planes inconclusos. ¿No querías ir al Under? Tengo todo un hilo en el que insistes con ir al Under. Pero no recuerdo. ¿Sí fuimos?
Pese a nuestros encuentros fallidos, me consuelas vía llamadas telefónicas maratónicas, o mensajes por inbox, por las coberturas que me han dejado destruida. Tú me escribes y me sostienes. Tú, manito, quien vive al filo de la navaja, sobreviviendo a tus fantasmas (otro pendiente más, nunca me contaste sobre el fantasma del Virreyes), sobreviviendo a la agonía de quien fue tu amada. Sé que la muerte de ella te dolió como nada, y que te dolió durante años de una forma oscura y persistente, insalubre.
Pero pasa el tiempo. Pasan los años. Han desaparecido 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa en Iguala, Guerrero. Pocas semanas después hay marchas multitudinarias, enojo.
Y el botellazo contra tu cráneo da la vuelta al mundo.
Querido, ahí te veo de frente, entero, como eres, como fuiste. La manifestación se encuentra frente a Palacio Nacional; granaderos y manifestantes comienzan a hacerse de palabras, la banda anarca comienza presionar y tú: con tu estatura kilométrica, tus botas punketas, tu cabeza rapada, tu digna rabia:
“¡Atrás!”, adviertes a los anarkos. “¡Por su culpa nos van a llamar violentos!”. Te antepones y calmas a un muchacho embozado, enojado. Les gritas: “Ellos son asesinos, nosotros no”. Alzas tu enorme brazo y lo tocas con delicadeza. El chico se repliega. Cabrón, hermanito, me recuerdas al niño pacificador de “Cuenta conmigo” (Reyner, 1986), ese que creció para ser abogado y marcar la paz. Ese que terminó asesinado tratando de disolver una pelea. Tú no eras propiamente pacifista, pero eras tremendamente compasivo. Y sabías qué batallas eran las buenas.
Atrás, gritas. Y los anarquistas se repliegan. Pero alguien te avienta una botella a ti.
Diez puntadas de sutura.
Y de ahí para el real todo cambió. Fue tu giro copernicano, entraste al colectivo de periodistas y videoastas “Ojos de perro contra la impunidad”; te reencontraste con tu viejo amigo Témoris Grecko, ese que conociste 20 años atrás en la UAM, donde estudiatse comunicación. En Ojos de perros formaste parte del equipo de editores del premiado documental “Ver morir” (2015), sobre Ayotzinapa.
El editor, ese sastre cuyo trabajo es imprescindible para contar una historia, pero que se vuelve invisible ante los ojos de los espectadores: el zurcido y el sastre. Lo sabías. Una vez me escribiste, sobre tu arte (en inglés en el original):
You do your job no one should notice.
Y eras bueno en tu trabajo. Juan Castro Gressner, otro gran editor y miembro de tu colectivo, me dijo que nadie como tú para encontrar el ritmo de una película, para, al mover imágenes y audio hasta hallar el orden ideal, colocar un diálogo que logra eso. El ritmo. Te debo decir, hermanito (y me reí mucho) que también me contó cómo peleaban diario, casi a diario, entre la cotidianidad de habitar una oficina, sacar adelante un trabajo, y de que dejabas tus botas tiradas y un caos de desorden por cualquier lado. Y que te quería, te amaba como todos a tu alrededor lo hacemos.
En 2017 un impasse de luto, enmedio del terremoto del 19 de septiembre. Fuiste de los primeros en llegar como voluntario a Chimalpopoca. Ahí otra vez tú, sin dormir, con tu casco que destaca por tu altura, organizando, de nuevo calmando ascuas, pacificando de forma combativa. Luego, dijiste: esto amerita un documental. Hablamos con Xareni, fotógrafa excepcional de Ciudad de México. Tomamos algunos videos, hicimos algunos contactos, sabíamos que ahí había una historia, la historia de la memoria colectiva, la historia de mujeres que trabajan sin documentos, de corrupción que permite utilizar un edificio que debía ser derribado. Una historia de mujeres. De nuevo nos comió la agenda.
Pero le seguiste. Esta vez editando “Camila” (2020), sobre el feminicidio infantil, así como una serie de perfiles de periodistas asesinados. Viajaste a Cherán, a Michoacán… Y te volcaste en el otro, amigo, Bruno Damián, el oscuro que sabe, pero yo diría el que mira y comprende. Nos miras. Miras para hacer ver.
Mirar para ver.
Sé que fuiste uno de los editores y realizadores de video más talentosos de tu generación. Abandonaste un tiempo los proyectos comerciales en aras de aportar. Y querías hacer un proyecto propio, una historia que te preocupaba particularmente: narrar la forma en la que la representación que hacemos los medios para construir una idea ficticia de México y el narcotráfico.
Detrás de esta idea ficticia, explicas, se encuentran estos intereses trasnacionales. Tu preocupación, hermano, era lo que hacíamos desde la prensa y desde la ficción. Querías incidir y denunciar. El libro de Oswaldo Zavala te voló la cabeza; igual las posturas de Dawn Paley, Carlos Flores. Te aceleraste y dijiste: “¡Hagamos un documental!”.
Tengo una confesión que hacerte, la realidad es que no tenía yo idea de cómo narrar tan grande empresa. Y tú confiabas demasiado en mí. ¿De verdad no te diste cuenta que la mitad del tiempo no sé lo que estoy haciendo? Pensabas que era yo quien sabía. Y no sé. Hasta la fecha no sé. Ahora, que ya no estás en este plano (¿vendrás a espantarme por las noches? Por favor, manito mío, aunque sea así que te extraño), siento el compromiso de continuar con tu postura, con lo que viste con tus ojos penetrantes que descubre la verdad. Lo anuncio un poco aquí, te cito de un documento que me compartiste:
Manito, lo discutimos muchas veces, lo peloteamos durante 4 años. Desde 2019. Pero se nos atravesó un rompimiento, un enamoramiento, otro rompimiento, una pandemia, la depresión, la inopia, esa rotura del alma. La vida, nuestra permanente postergación.
Debemos deconstruir esta narrativa que facilita que nos maten por decenas de miles. Bruno, queda pendiente. Esta lección es póstuma. No entendí sino ahora, que tu preocupación venía justo de esta doble cualidad que tenías: compromiso social, pero también editor de películas y comerciales. Es decir, viste con un ojo privilegiado como lo que escribimos impregna otras capas. Perdón que me tardé tanto. Pero bueno. Ya entendí: Deconstruir la narrativa de la que somos responsables, esa que se cuela en Narcos México, en las novelas sensacionalistas, en las pasarlas de moda.
Perdí muchos registros de nuestros diálogos interminables. Como buena reportera de memoria nebulosa guardo todo, pero hace poco perdí mi propio celular.. Y tú.. Bueno, tú. Rescato una belleza de reproche que te hice hace ¿10 años?
“En serio Damián, así no se pinches puede”. ¿Cuál de tus teléfonos es el bueno?
Tres, cuatro números, con el siguiente nombre de contacto: Damián. Damián Bueno, Damián Bueno Bueno. Damián último. Damián último último. Damián 2020.
El editor, el sastre genial que hace zurcidos invisibles. El hombre cuyo arte invisible hace visible la palabra ajena. Tú también te empezaste a llenar de fantasmas. La última vez que hablamos, te conté de mi estrés por cubrir violencia y de lo precario del oficio. Tú me dijiste del dolor tras producir «Camila», y que en efecto, el periodismo en México es precario, peligroso y malpagado. Por eso, explicaste, regresaste a editar comerciales, y para que la plática no cayera en un hoyo de lamentaciones, dijiste con alegría y bromeando: «acabo de editar un comercial con Messi,Leo Messi. Yeeiiii».
Lo recuerdo y me sonrío. Porque sé además que eras pambolerrérimo. Como pocos. Tú me enseñaste sociología del futbol. ¿Recuerdas?
Me apena tanto, hermanito, que la vida nos coma.
(Alguna vez me compartiste esto. Cuántas cosas me enseñaste y me sigues enseñando, lesindicato)
No me nace una visión resignada de tu muerte. La siento prematura, prevenible. Mi reflejo reporteril es buscar la falla. Buscar la negligencia. Sé que no hay nadie a quien culpar, no fue un accidente o un atropellamiento. Tampoco fue un crimen, como las decenas que cubrimos y conocimos. Pero aún así creo que no fue a tiempo.
Estoy enojada por ello, pero me conoces. Soy enojona y mecha corta. tú lo sabes. te tocó un par de veces. Pero perdona, me haces falta a ti, a tu familia, a tus amigos, a tu pareja.
Solo me queda decirte que siempre estarás en mi corazón, hasta el día de mi muerte y si se puede más, pues más. Y que por lo pronto aquí me quedo a seguirle, a tu salud, y en tu memoria.
Deconstruir estas narrativas que nos matan por miles. A no desviar la mirada, pero que esa mirada no se vuelva dura, sino llena de empatía. A encontrar el ritmo de cada historia, para hacerla brillar.
Porque hay gente como tú, que sabe ver lo humano en el otro, la otra. Porque tu última lección, la lección póstuma es esta: alza los ojos, permite que te vean y reconoce al otro también. Y porque como Bastien a Atreyu, me has dejado a mí y a tus amigos, la encomienda de terminar tus historias iniciadas.
Buen viaje, Bruno Damián. Aquí continuamos.
Como me escribiste una vez: te mando un abrazo a prueba de muerte.
En memoria
Damián Mendoza. 1973-2023
Lydiette Carrión Soy periodista. Si no lo fuera,me gustaría recorrer bosques reales e imaginarios. Me interesan las historias que cambian a quien las vive y a quien las lee. Autora de “La fosa de agua” (debate 2018).
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