Los relatos de la abuela Antonia sintetizan aquello que las altas autoridades del Estado mexicano supieron antes y después de la matanza. Un crimen que pudieron evitar, unos responsables que tuvieron que sancionar y más crímenes que no debieron ocurrir
Texto:: Guadalupe Pérez Rodríguez*
Foto: Especial
PANTEPEC, PUEBLA. – Tenía como ocho años cuando acompañé a mi abuelo José a la faena de la escuela. Ahí me encontré con mis compañeros de la primaria bilingüe y multigrado en la comunidad de El Tablón. Ellos iban con sus papás y yo con mi abuelo. Preguntaron por mi padre, les dije que no sabíamos en dónde está, que se lo habían llevado y no ha regresado. Uno de ellos respondió que “él tenía la culpa” que por eso le pasó. No supe qué responder, me quedé callado. Jugamos, pero la mañana se sintió triste. Cuando terminó la faena volvimos a la casa, le conté a mi abuela Antonia lo que había pasado, primero me dijo que mejor no hubiera ido, luego me llamó a su regazo y me dio el abrazo más entrañable, el necesario, aquel que da confianza y sostiene cuando aparecen los días nublados.
A partir de entonces, cuando caminábamos distancias largas, ya sea que fuéramos a la milpa o a visitar a los bisabuelos a Ameluca -además de las inolvidables carreras que hacíamos, como abuela joven a sus cincuenta y tantos años gustaba correr- me empezaba a platicar de mi padre, como era, como lo conocieron, como pensaba, muchas veces soltábamos la risa, así también me fue contando los momentos tristes, las amenazas, el hostigamiento, las invasiones y destrucciones de la milpa que hacían los ricos; los “compañeros” que quedaron en el camino, lo que para ella había costado recuperar las tierras de las comunidades. Así supe de la matanza de Rancho Nuevo, con esos detalles que la oralidad guarda en la memoria de las luchas. Ya de joven, platicando con mi madre me compartía que había platicado detalles de esa matanza con la abuela, le dije que ya sabía, sorprendida preguntó que quién me había dicho, le respondí “mamá” como le llamamos a la abuela. “¿Cuándo te contó?” quería saber, “hace muchos años, cuando era niño”, le respondí “¿Y por qué?” insistió, “no lo sé” contesté. Tiempo después hice esas preguntas a la abuela “¡porque no siempre estaría contigo!” respondió “¡y tenías que saber!” recordó.
Así cuando empezamos a documentar la detención y posterior desaparición forzada de mi padre, Tomás Pérez Francisco, ocurrida desde la tarde del martes 1 de mayo de 1990, en las inmediaciones de las comunidades de Ameluca e Ignacio Zaragoza, en Pantepec, Sierra Noroccidental de Puebla, las primeras notas periodísticas que encontramos fueron de la matanza de Rancho Nuevo, perpetrada la mañana del miércoles 2 de junio de 1982, en los gobiernos de José López Portillo y Guillermo Jiménez Morales, como presidente y gobernador, respectivamente.
“Alto a la violencia” editorializó el diario Unomásuno el 6 de junio de 1982, en una parte de la editorial se pudo leer: “(…) un grupo social determinado invoca tales o cuales derechos, a veces acreditados directamente y en forma documental, y emprende acciones consecuentes; los afectados responden a golpes o a balazos y se hacen así justicia de propia mano. Es casi ocioso anotar que en el primer caso se trata de peticionarios pobres, y en el segundo de miembros de las clases dominantes.”
Ocho días después, el 13 y 14 de junio, el periodista David Siller publicó sus crónicas en el mismo diario: “El burocratismo, causa de la tragedia en Pantepec”. “Pantepec: el origen, la falla y el resultado” se intitularon. En la segunda escribió: “La síntesis: una petición de pobres en contra de poderosos que se vuelven jueces y verdugos. Aquí, en esta región poblano-veracruzana, de marcados contrastes, fértil, bella, alejada, incomunicada, a 250 metros sobre el nivel del mar, donde una cabeza de ganado se alimenta y vive mejor que un ser humano.” Concluyó recordando lo que seguiría: “El testimonio y fin de un campesinado que esperará además de justicia, una resolución agraria que les permita sobrevivir.”
Otro enfoque lo dio el también periodista Gerardo Galarza en el reportaje “Una maraña legalista, creada por la SRA, en el fondo de la matanza de Pantepec”, publicada en el semanario Proceso de junio de 1982: “El tiroteo del 2 de junio en el predio Rancho Nuevo, en el municipio de Pantepec, Puebla, donde murieron 26 personas, es un pálido reflejo de las añejas luchas campesinas de la sierra norte de la entidad, envueltas en la maraña legalista de la aplicación de la reforma agraria en México.”
De esta manera, los relatos de la abuela Antonia sintetizan aquello que las altas autoridades del Estado mexicano supieron antes y después de la matanza. Un crimen que pudieron evitar, unos responsables que tuvieron que sancionar y más crímenes que no debieron ocurrir. Lejos quedaron las declaraciones de José López Portillo y su secretario de Gobernación, Enrique Olivares Santana, quien para el 8 de junio anunciaba que ya tenían los nombres de 50 perpetradores, ninguno fue sancionado, ni siquiera al que los ganaderos dieron la misión de crear las “guardias blancas”, que, a partir de entonces, sembraron el terror en la gente. No podía ser de otra manera, pues un representante de los ganaderos, Guillermo Jiménez Morales, ocupó la gubernatura poblana hasta 1987.
Por eso, cuando a don Juan Valderrama, sobreviviente de esa matanza, se le compartió que posiblemente investigarán lo ocurrido en la región, sin pensarlo tanto aceptó dar su testimonio, para que se sepa lo que los ricos han hecho, pero, sobre todo, para que quienes vienen recuerden lo que ha costado la existencia de las comunidades, la sangre y las vidas que se quedaron en el camino. Sigue pendiente por parte del Estado mexicano aceptar su responsabilidad en esta masacre que en 2023 llegó a 41 años de impunidad. De la sociedad, demandar su derecho a la verdad y la no repetición. Falta mucho por decir y escuchar, ponernos frente al espejo podrá despertar los fantasmas caciquiles, pero siempre será necesario preparar la siembra de la memoria, para que pronto tome su lugar en los agravios y resistencias y deje el genérico de “tantas otras” al que la quisieron encasillar.
Por don Juan y sus 26 compañeros que murieron en la matanza, los 11 que murieron después, las viudas y las hijas y los hijos de quienes demandaban su derecho a la tierra. Para que no vuelva a ocurrir. Por la verdad y la justicia que nos deben. Que la dignidad y la memoria nos sostengan, siempre.
Como en el Memorial de Tlatelolco de Rosario Castellanos: “Recuerdo, recordemos, hasta que la justicia se siente entre nosotros”, sólo hasta entonces, hasta que haya justicia, diremos que, aunque tarde, el Estado asume su deuda histórica de verdad, justicia y no repetición en tantos hechos que ofenden la dignidad humana. Mientras eso no ocurra, seguiremos demandando que escuchen otras racionalidades que tejen y retejen la vida en comunidad.
*Guadalupe Pérez Rodríguez, hijo de Tomás Pérez Francisco, detenido y desaparecido desde el 1 de mayo de 1990, en Pantepec, Puebla; integrante de la Coordinadora Regional de Acción Solidaria en Defensa del Territorio Huasteca-Totonacapan (CORASON).
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