En Tijuana florece un centro de rehabilitación de adicciones para la comunidad LGTBI; lo hace con el impulso de activistas que, desde hace años, defienden los derechos humanos en Baja California
Texto: Jésica Zermeño.
Fotografía: Prometeo Lucero
TIJUANA, BAJA CALIFORNIA.- Estéfani no recuerda los detalles del día que le cambió la vida. No puede describir, por ejemplo, cómo era el primer ardor que le consumía el cuerpo. Tampoco tiene claro qué fue lo que hizo las horas posteriores al ataque. Lo que sí recuerda es que estaba parada frente a la puerta de la casa en la que todavía renta un cuarto, en el centro de esta ciudad fronteriza, cuando le tiraron encima ácido sulfúrico.
-Me lo aventó por atrás una jota igual que yo; una trans igual que yo. Me lo aventó por envidia, porque nunca le hice algo malo como para que me hiciera esto. Creo que ya se fue. No sé dónde está, tiene mucho que no la veo -cuenta Estéfani, sentada en una piedra, en el patio de esa misma casa.
Luego de que la atacaron, el jueves 24 de julio de 2014, alguien la llevó a un centro de salud. Ahí le dijeron que le harían un injerto de piel en la espalda y la parte trasera de los brazos. Pero ella escapó: no quería cicatrices en su cuerpo curvilíneo.
-Así anduve trabajando una semana todavía, pero después me llevaron a otro centro de salud; ahí hicieron curaciones a mi piel. Es que ya no aguantaba el ardor. Fue horrible -recuerda.
Resulta difícil imaginarse cómo esta mujer transgénero de 33 años, delgada, que luce una brillosa peluca de cabello largo color cobre y notorio maquillaje, trabajó durante siete días con la espalda y los brazos al rojo vivo. Ella, dedicada a la prostitución en las calles polvorientas de esta frontera, dice que lo que le ayudó fueron “unas pastillas de algo” y no la droga que consume regularmente, el cristal.
-Esa semana no sentí ningún dolor, ninguna incomodidad.
Por las heridas, Estéfani, originaria de San Luis Potosí, pasó casi tres meses en el hospital y fue sometida a cuatro operaciones. Y mientras cuenta ese calvario ?el que define como la etapa en la que más ha sentido rechazo en su vida?, la escucha atenta Yolanda Rocha, hasta que, ansiosa, esta mujer interrumpe el relato:
-¿Cuándo vas a regresar a El Jardín de las Mariposas? Ahí te dimos agua, techo, ahí te curamos. ¿Sí te acuerdas de nosotros? Sabes que puedes regresar cuando quieras. -Sí. Yo sé. Regreso un día de éstos -Estéfani apenas mira a Yolanda y asiente.
Yolanda, tijuanense de nacimiento, es fundadora del primer centro alternativo de rehabilitación de adicciones en Tijuana. Al lugar lo bautizó como El Jardín de las Mariposas, atiende a adictos de la comunidad LGTBI (lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersex), y es quizás el único en todo el país de su género. Desde su apertura, en 2014, ha atendido a una veintena de personas.
Yolanda se enteró de lo que le había ocurrido a Estéfani y la visitó.La convenció de que fuera al médico, la cuidó durante su estancia en el hospital, y una vez que fue dada de alta, se encargó de ella por un mes más hasta que Estéfani escapó de nuevo del centro: la adicción por el cristal pudo más que el dolor de las quemaduras.
Ésta es la cuarta vez que Yolanda trata de que Estéfani regrese, pero tampoco tendrá éxito.
-Ya no puedo trabajar y mis amigas me ayudan. Lo que quiero es irme a mi casa -dice Estéfani, se levanta y camina hacia donde están sus amigas, que en ese momento beben licor barato en un cuarto de la casa.
-Ya no puedo trabajar y mis amigas me ayudan. Lo que quiero es irme a mi casa -dice Estéfani, se levanta y camina hacia donde están sus amigas, que en ese momento beben licor barato en un cuarto de la casa.
Yolanda Rocha pasó cinco años cuatro meses en prisión antes de darse cuenta de cuál era su verdadera vocación: ayudar.
Hace dos décadas fue sentenciada por transportar drogas, y cuando ingresó en 1992 a la cárcel estatal de Tijuana era adicta al cristal, la droga sintética más consumida en esta ciudad, pues es barata por su mala calidad, es altamente adictiva y estimula rápidamente el sistema nervioso central.
-Ahí adentro conocí a una chica trans que me ayudó a salir de las drogas, le decíamos La Güera. Ella falleció por VIH en la penitenciaría. Cuando salí, como adicta en recuperación, me enteré de que mis dos hijos eran gays. Todo eso me cambió -cuenta la activista, sentada en una de las sillas plegables del salón de usos múltiples de El Jardín de las Mariposas, en la colonia Juárez, en el centro de Tijuana.
Esa experiencia, más las historias que escuchaba de sus ex compañeras, quienes seguían drogándose y deambulaban de centro en centro para tratar de recuperarse, la convencieron de que era necesario fundar un espacio distinto.
-Muchos compañeros instalaron centros de rehabilitación cuando salieron de la cárcel, pero eran para heterosexuales. Con mis hijos me di cuenta de la discriminación que había para la comunidad LGBTI. Era necesario abrir un centro sólo para ellos.
Hoy ese centro es una realidad y lleva un año en operaciones. Es El Jardín de las Mariposas. Está instalado en una casa de un piso, habilitado con ocho camas distribuidas en tres habitaciones. En una de ellas Estéfani durmió por un mes. Yolanda, orgullosa, muestra la propiedad.
Algunos centros de rehabilitación obligan a los trans a quitarse los senos, a cortarse el cabello y a arrepentirse de su homosexualidad en público, “porque eso es un pecado”. A ellos, los trans, no saben si colocarlos con los hombres o con las mujeres. En los lugares para heterosexuales, dice, los otros adictos creen que lo homosexual se les va a pegar y los aíslan. Si la rehabilitación es de por sí cruel, es el doble para ellos. Tienen que pasar el proceso en completa soledad. En El Jardín esto no sucede, asegura esta mujer de 48 años: “En este espacio se lucha abiertamente contra esa doble soledad”.
La experiencia le dice que la gente de la comunidad LGTBI adicta prefiere regresar a las calles a drogarse ante la discriminación que viven en los centros, por lo que el círculo vicioso nunca se rompe. Ella trata de hacer la diferencia. “Ya no quiero ver adictos que salen de los centros y son encontrados muertos en las calles unos cuantos días después”.
Los obstáculos para que El Jardín funcione han sido muchos, desde la dificultad para encontrar una casa en un lugar seguro, donde no sea fácil que los ataquen por ser un espacio LGTBI (se tardaron más de dos años en encontrarlo), hasta el cumplimiento de los requisitos para obtener los permisos para operar.
Pero en esta tarea titánica Yolanda ha recibido ayuda. Es una misión familiar. En este trabajo la acompaña su hijo mayor, Ángel, de 27 años, quien tiene recuerdos infantiles de la adicción de su madre. También su esposo la apoya con lo que obtiene por realizar trabajos de albañilería, dinero que ocupa en la compra de la despensa para la casa.
Muchos grupos de la comunidad LGTBI tijuanense también están involucrados. Varios de sus miembros imparten talleres, desde percusiones hasta consultas psicológicas y clases de derechos humanos. Todo gratis, porque El Jardín vive de donaciones. A pesar de los apoyos es difícil llegar a fin de mes: sólo la renta de la casa es de 5 mil pesos mensuales. “Hacemos milagros”, cuenta Yolanda.
Meritxell Calderón, abogada de la comunidad LGTBI, da charlas de derechos humanos, y es la asesora legal del centro. Ella acompañó a Yolanda en el proceso para certificar al Jardín ante el municipio.
Por personas como Meritxell, “aguerridas, necias con sus derechos”, es posible que el jardín exista, reconoce Yolanda.
La ciudad fronteriza más visitada del mundo se encuentra entre las cinco más violentas del país, según estadísticas oficiales; los asesinatos y las desapariciones, en las que policías y militares están involucrados, son comunes. La Asociación Esperanza contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad en Baja California ha documentado más de 800 casos de desaparición forzada desde 2001. Además, las autoridades investigan actualmente una treintena de casos de tortura en el estado.
Cuando se habla de la comunidad LGTBI, el panorama no es más alentador. En Baja California, gobernado por el PAN, han sido asesinadas 26 personas de la comunidad entre 1995 y 2013. Y aunque no se tienen registros claros de las violaciones a los derechos humanos de personas de este sector en Tijuana, los abusos policiacos contra ellos son cosa de todos los días.
-Sólo hay que darse una vuelta a la zona roja de Tijuana y escuchar lo que se dice de la policía para saber que nadie respeta a los que trabajan en las calles -dice Meritxell, con 35 años y una larga trayectoria como activista.
A los 14, Meritxell ya repartía volantes en contra de las leyes estadounidenses que anulaban el derecho a la educación y la salud de migrantes indocumentados en Estados Unidos. “En la primera ocasión que fui éramos siete, nadie protestaba”, recuerda la defensora de derechos humanos, sentada en uno de los consultorios de la clínica de metadona que su padre, psiquiatra, fundó en esta ciudad para ayudar a adictos. Ella continúa con esa labor comunitaria.
“Desde siempre he organizado conciertos y charlas; la política me importa. Ésa es una de las razones por las que decidí estudiar derecho”, asegura la activista, graduada de la Universidad Autónoma de Baja California.
En su primer caso como litigante, evitó que a una organización no gubernamental amenazada por el gobierno local le quitarán su oficina. A partir de ahí ha llevado varios casos de torturas cometidas por policías y militares, y difunde alertas y acciones urgentes de manera cotidiana.
Dos veces ha sido amenazada de muerte. Una en 2011, cuando la detuvieron arbitrariamente y un grupo de encapuchados le apuntó con armas largas y le exigió que dejara de apoyar a mujeres que deseaban abortar. La otra amenaza, en el mismo año, llegó a través de una llamada telefónica. Le exigieron que dejara de asesorar a familiares de mujeres desaparecidas.
Meritxell sabe tanto de las amenazas que hasta puede distinguir entre las del crimen organizado y las del gobierno: “La delincuencia organizada amenaza por teléfono, con sus propias voces, con palabras groseras. Pero las fuerzas del Estado amenazan veladamente; no escuchas su voz, sólo su respiración”.
En la Tijuana de hoy, dice Meritxell, “más que amenazas a la defensa de los derechos humanos, existen obstáculos, muchas veces legales, que nos complican la vida”. La defensoría de grupos vulnerables en Baja California es cada vez más complicada. El Jardín de las Mariposas, dice, es un ejemplo de cómo un proyecto puede sortear estos obstáculos si se tiene paciencia y suficientes ganas de ayudar.
Meritxell ha apoyado a Yolanda en todo el papeleo para convertir El Jardín de las Mariposas en un espacio “legal”. “Cada vez que ellos tienen una bronca nosotros los ayudamos”, dice.
Apenas en enero pasado Merixell y su novia, Nancy Bonilla, también activista de derechos humanos, se presentaron en la alcaldía de Tijuana para contraer matrimonio. Dos semanas antes una pareja de hombres había logrado casarse en Mexicali gracias a un amparo de la Suprema Corte de Justicia. Pero ellas no pudieron hacerlo: en el Registro Civil les dijeron que la unión entre personas del mismo sexo no está aún legislada en este estado. No importa. Lo intentarán cuantas veces sea necesario.
A la pareja le gusta ser clara ante las autoridades. En 201, se tomaron la pastilla del día siguiente frente al Ministerio Público para averiguar si era delito. Ese año, una joven tijuanense de 22 años de edad fue sentenciada a cumplir una condena de 23 años por un aborto espontáneo cuando tenía cinco meses de embarazo.
Meritxell y Nancy se movilizaron, pidieron ayuda a organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales y, entre todos, lograron que la joven saliera en libertad.
Además, impidieron varias veces que jóvenes acusadas de tomar la pastilla del día siguiente fueran arrestadas, en tiempos en que el uso de la pastilla era ilegal.
Es jueves, día de sesión grupal psicológica en El Jardín de las Mariposas. Cinco personas se reúnen en el cuarto más grande de la casa, el que funciona como salón de usos múltiples. Tres de ellos son pacientes. Todos son adictos en recuperación de mariguana, cristal y heroína. Cuatro de ellos no son heterosexuales.
Es hora de contar qué les duele. Armando descubrió en el centro que era bisexual y se siente contento porque puede salir a trabajar mientras está en el centro. Rosita llegó esposada, totalmente drogada, en una crisis de ansiedad. Una vez sobria, se asombró de cuánto había crecido su hija durante los meses de alucinaciones en los que ella sólo pudo llorar. Rafael tuvo una época de oro en los mejores cabarets de Tijuana, entre lentejuelas y música a todo volumen, pero sus demonios internos son enormes; ha entrado y salido del centro varias veces, tiene VIH y sigue esperando que algún día su hija lo busque.
-Yo fui bendecido al haber llegado aquí. Me siento muy a gusto, me han tratado muy bien, a pesar de que estoy enfermo. Hasta mi hija me rechazó; Yolanda, no, es un ángel -comparte Rafael.
Yolanda lo observa callada mientras habla de ella. Yolanda cree en ángeles, pero más en mariposas. “Yo les digo mis mariposas, y les digo así porque yo los he mirado cómo llegan, muy mal, alterados, y poco a poco veo cómo se transforman, cómo se van abriendo. De repente ya son unas mariposas muy bonitas”.
-¿Por eso nombró El Jardín de las Mariposas al centro? ¿Por la transformación?
-Sí. Y también por una canción de Jenni Rivera, Mariposa de barrio. ¿La has escuchado? Es la historia de muchos de nosotros. Me gusta porque es optimista. Se las pongo cuando estamos haciendo el quehacer aquí.
Yolanda comienza a cantar: “Me arrastré… Viví todos los cambios… Y aunque venía llorando… Mis alas levanté”.
*** Este trabajo se realizó con el apoyo de la Red de Periodistas de a Pie, en colaboración con la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C. (CMDPDH), como parte del proyecto de protección de los defensores de derechos humanos financiado por la Unión Europea. El contenido no refleja la posición de la UE.
Reportaje publicado en Emeequis
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