El presidente ha roto lanzas nuevamente. No hay punto de retorno en su decisión de gobernar para una parte de la sociedad y en su determinación de encabezar a su movimiento hasta la jornada electoral de junio de 2024.
Por Ernesto Núñez Albarrán
Twitter: @chamanesco
En una de las últimas oportunidades que tendrá para dirigirse a la nación antes de las elecciones de 2024, el presidente Andrés Manuel López Obrador decidió dirigirse a su base militante, despreciar al resto de la sociedad -que en las últimas semanas ocupó el mismo Zócalo para manifestarse-, y enviar un mensaje de obligatoria continuidad a sus posibles sucesores.
Para entender al presidente, su afición por la historia y su obsesión con la figura de Lázaro Cárdenas del Río, habría que leer a autores como Arnaldo Córdova que, en La política de masas del cardenismo (editorial Era, 1974), hizo un esbozo nítido de cómo el general organizó al pueblo en gremios, a los gremios en sectores, a los sectores en el partido de la Revolución, y al partido de la Revolución en un partido de Estado que se quedó siete décadas en el poder.
“La organización de los trabajadores y la transformación consecuente del PNR operó el milagro y el Estado, finalmente, encontró al pueblo que necesitaba para legitimarse en la sociedad mexicana. El pueblo se organizaba y, a su vez, organizaba al Estado; he aquí la síntesis a que daba lugar el esfuerzo político del cardenismo”, escribe Arnaldo Córdova al explicar la transformación del PNR fundado por Plutarco Elías Calles, en el PRM refundado por Cárdenas en 1938.
No en balde, López Obrador dedicó 45 de los 62 minutos que habló el sábado en el Zócalo para describir la obra del cardenismo, que él resume en tres grandes legados: el reparto agrario, el respaldo a la clase obrera y, una vez organizado ese pueblo, la Expropiación Petrolera, que hubiese sido imposible sin el respaldo de las masas al proyecto de Estado.
Tampoco es casual que el presidente explique detalladamente a sus huestes congregadas en el Zócalo de la capital del país (500 mil personas en el cálculo exagerado de Martí Batres, secretario de gobierno de la CDMX), cómo Lázaro Cárdenas enfrentó a la reacción conservadora, tanto la organizada por Manuel Gómez Morin en el Partido Acción Nacional fundado en 1939, como la violenta, expresada en la campaña de Juan Andreu Almazán en las elecciones de 1940.
Es significativo que, a 15 meses de las elecciones de 2024, el presidente de la República haya decidido recordar que en esas elecciones hubo 30 muertos y 127 heridos, según él, por los actos emprendidos por la derecha conservadora, “intolerante y violenta”.
También, que haya explicado a sus simpatizantes cómo -ante la beligerancia de la derecha- el general Cárdenas optó por el moderado Manuel Ávila Camacho en la sucesión de 1940, y no por Francisco J. Múgica, quien le garantizaba mayor certeza de continuidad y profundizar su política nacionalista.
Ochenta y cinco años después, eso es lo que está en la cabeza del jefe del Estado mexicano cuando ordena a los dirigentes de su partido y a los gobernantes y legisladores de su movimiento, que movilicen a cientos de miles desde todos los rincones del país para conseguir la imagen de una Plaza de la Constitución que desborda pueblo hacia las calles aledañas.
A esa referencia del pueblo organizado, concientizado, politizado, es a la que apela López Obrador cuando llama a no bajar la guardia frente al “adversario conservador y oligarca”.
Es la idea que inspira sus arengas: “nada de zigzaguear”, “sigamos anclados en nuestros principios”, “no es tiempo de medias tintas”.
A sus posibles sucesores, les dijo que tienen que mantener unido al movimiento y no cejar en la estrategia de politizar al pueblo, y continuar la denominada “revolución de las conciencias”.
A sus simpatizantes de a pie, la promesa de ampliar el reparto de la renta del Estado a través de los programas sociales que, según sus cálculos, ya llegan a 25 millones de personas; es decir, que en el 71 por ciento de los hogares llega al menos una beca del Bienestar.
A Estados Unidos, el aviso de que habrá cooperación, pero no sometimiento ni intervencionismo.
A sus opositores, la advertencia de que no regresarán, hagan lo que hagan, al poder.
A los operadores de la 4T, la orden de contrarrestar “la guerra sucia, las campañas de calumnias y los intentos de manipulación”.
A los medios de comunicación, la acusación de estar vendidos, alquilados o en manos de los miembros del “bloque conservador y corrupto”.
Y a la sociedad que no está en el movimiento, un inquietante silencio.
Nada dijo el presidente sobre la demanda de democracia de quienes se manifestaron el 26 de febrero o el 13 de noviembre, al margen del PRI, el PAN, el PRD o MC, en defensa de la democracia.
Ni una sola palabra a las mujeres que, diez días antes, ocuparon el mismo Zócalo -sin logotipos ni consignas partidistas- para volver a exigir un México libre de violencia.
A ellos y ellas, nada, más que el Zócalo lleno de personas movilizadas en cientos de autobuses, el músculo del oficialismo como desprecio a cualquier forma de disidencia. La bandera de México izada a toda asta, como signo de la apropiación gubernamental de nuestros símbolos.
El presidente ha roto lanzas nuevamente. No hay punto de retorno en su decisión de gobernar para una parte de la sociedad: su pueblo organizado, politizado y militante de su causa. No habrá tregua en su determinación de encabezar a su movimiento hasta la jornada electoral de junio de 2024.
Estamos frente a una nueva visión mesiánica del poder y la convicción presidencial de que tiene una misión histórica; la política de masas del lopezobradorismo.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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