En este texto María Alvarez Malvido nos comparte el camino que le abren sobre el actuar político del feminismo, las preguntas de Matías, un niñe de 5 años que acudió por primera vez a la marcha del 8M este 2023.
Por: María Alvarez Malvido*
¿Cuántas crees que somos? Le pregunto a Matías y me alcanza a escuchar desde las alturas, sentado sobre mis hombros, con una mano en mi cabeza y la otra sosteniendo una banderita morada.
–Somos como mil dos mil trescientas cuatro mil dos, tres mil cuatrocientas setenta y cinco–, responde mirando la multitud bajo la sombra de su gorra.
Es su primera vez en una marcha del 8 de marzo, y la mía también. Junto con su mamá, mi pareja, recorremos la avenida más amplia de la Ciudad de México, acompañades también de amigas, primas, y un río morado y verde de mujeres que caminan con nosotres, en un grito de indignación y alegría que aprendimos a complementar para sobrevivir a un mundo patriarcal. Un río que suena a cantos y consignas con la voz de quienes reclamamos, entre muchas otras cosas, el derecho a existir.
En los cinco años de vida de Matías, mi hijastre, en México se han registrado 17,776 feminicidios: más de 3.500 cada año, 300 al mes, 10 al día. Cifras que son también una pregunta cuando no sabemos cuántos más suceden sin ser registrados, pero que sobre todo son los nombres de madres, hijas, hermanas abuelas, amigas y nietas de quienes les quitaron la vida por ser mujeres.
–¿Qué es el patriarcado?– Nos pregunta Matías afuera del metro Cuauhtémoc camino a la marcha.
La pregunta en su voz nos retumba en el corazón y malabareamos la respuesta entre su mamá, su tía y yo. “Es una historia que nos cuenta que la vida de los hombres vale mas que la de las mujeres”, me aventuro con vértigo de confundir a un niño que también es niñe, y que se hace esta pregunta por primera vez. Veo la mirada de Matías clavada en el letrero que también dice que lo vamos a tirar “Esa historia es también como un castillito que cobija muchas violencias, y por eso lo queremos tirar”, continúo con el corazón acelerado y el intento de imaginar cómo me hubiera gustado entenderlo a mis cinco años.
Su mamá le comparte ejemplos concretos de los efectos de esa historia en nuestras vidas: “Por el patriarcado, las personas sienten que a las mujeres nos pueden decir cosas que no queremos escuchar, o tocar nuestros cuerpos sin nuestro permiso, pagarnos menos que a los hombres cuando trabajamos lo mismo, o creer que la voz de los hombres (y su vida) vale más que la nuestra”. Mati camina pensando y recuerda el video de “This is America” de Childish Gambino, que vio por accidente unos días antes y permaneció como grabado en su memoria con un sinfín de temores y preguntas. Y como suelen hacer les niñes descubriendo el mundo, nos responde con otra pregunta.
–¿Es como lo de This is America de cuando a los negros no los dejaban subir a los camiones ni entrar a las escuelas?»
Le decimos que sí mientras intercambiamos miradas de sorpresa al encontrar en la mirada de un niñe que observa cómo el mundo en el que vive la da más valor a unos cuerpos sobre otros. La capacidad de asociar desde sus palabras, el espejo y engranaje que son los sistemas de racismo y patriarcado, que sostienen un mismo castillo de violencia y opresión, donde se privilegia lo blanco, y se privilegia a los hombres.
“¡No somos una, no somos cien, pinche gobierno, cuéntenos bien!” leemos, escuchamos y repetimos quienes caminamos a su lado. Matías escucha en silencio y como niñe que también descubre la lectura, hila en voz alta las letras de cada palabra escrita que se atraviesa a su paso.
–¿Qué es el gobierno?
Nos pregunta, y su mamá le responde con la mezcla de destreza y cariño que habita su capacidad de simplificar complejidades: “Son las personas que toman muchas decisiones en este territorio, sobre cómo podemos o no podemos hacer algunas cosas”.
–¿Y por qué no nos cuenta bien?
Continúa intrigado como con ganas de apoyarles con sus sumas y sus restas. “Porque quieren que parezca que somos menos, que parezca que están haciendo las cosas bien” le decimos. Porque preferirían que fuéramos menos, menos vivas, muertas y desaparecidas, pienso en silencio, intentando dosificar para mí y para Mati, una la realidad tan desbordada de violencia.
–¿Por qué no nos cuidan los policías? ¿Cómo que nos cuidan las amigas?
Me pregunta mientras dimensiono la importancia de que Matías esté ahí con nosotras. La profundidad del dolor al buscar cómo explicar un mundo que necesita de palabras como feminicidio. La importancia de nombrar las violencias para imaginar un mundo diferente, y lo urgente de escuchar cómo ellas, elles y ellos encuentran sus palabas para nombrar lo que ven. Niñas y niñes y niños que se preguntan qué es el patriarcado, mientras miran que somos tantas defendiendo, exigiendo e imaginando otro sistema, otro mundo.
¿Qué es asesinada?
¿Quién es Julia?
¿Qué le pasó?
¿Por qué no la encuentran?
¿Y por qué piensan que las estatuas valen más que nosotras?
“Me siento nervioso”, nos dice a su mamá y a mí, llegando casi al Caballito y a una hora de haber empezado a caminar. “De tanta gente y lo que dicen”, continúa. Buscamos las palabras y caricias para contener a un niñe que sabemos siente en todo el cuerpo las preguntas que comparte en palabras. Un niñe que observa, escucha y pregunta, hilando consignas y carteles que le hablan de la violencia que vivimos y también de la fuerza que ahí tejemos.
–“Siento que somos como un sol– dice de pronto después de un largo silencio, sentado ahora en los hombros de nuestra amiga Jimena.
¿Cómo que un sol, Mati?
–Sí, las que estamos aquí, somos enormes, como del tamaño de un sol.
Nos sentamos en el pasto que rodea la fuente, decorada por carteles que hablan de ternura radical, esa que como decía ahí, solo es cuando es transincluyente, es antirracista, anticapacitista y antigordofóbica. Encontramos gises y un montón de niñas, niñes y niños dibujando en el pavimento de Paseo de la Reforma. Matías toma un gis y escribe “Ni una asesinada”, como dibujando un cachito de toda la escucha que entra a su cuerpo y a sus manos.
Caminamos de regreso, cobijades por el morado de las jacarandas que acompañan la marcha cada marzo. Miro al cielo floreado y recuerdo la manifestación en la que estuve el 14 de febrero en la ciudad de Vancouver, realizada cada año en honor a las mujeres indígenas desaparecidas y asesinadas en Canadá. “Vas a ver las águilas” me dijo mi amiga Ruby un día antes, y no lo entendí hasta que, al día siguiente, miré al cielo para verlas sobrevolar la multitud de familias y personas que recuerdan a las mujeres desaparecidas. Y es que cada año, las águilas calvas se pronuncian en el cielo y acompañan la manifestación que exige “No more stolen sisters” desde 1992.
Con tantos kilómetros de distancia, compartimos consignas, preguntas y la necesidad de un canto compartido ante el mismo entramado de racismo y patriarcado que nos tiene buscando hermanas, amigas, primas, nietas y madres. Imagino las preguntas que hacen les niñes en esa marcha, queriendo entender por qué es que quienes desaparecen en Canadá son mujeres y son indígenas. Por qué el Estado tampoco las cuenta bien, y por qué son esas vidas las que deciden que importan menos.
Pienso en las jacarandas y el vuelo de las águilas que nos acompaña en el camino por exigir otro mundo. Pienso en Mati queriendo entender qué la pasó a Julia y por qué la tiene que buscar su familia. Por qué tenemos que gritar que las niñas no se tocan, que queremos vivir sin miedo, y por qué lloramos al recordarnos entre nosotras que no estamos solas.
“¿Podemos venir mañana?” Me pregunta Mati, y le explico que esta marcha es como los cumpleaños y hay que esperar un año para volver ¿Cómo nos llevamos este abrazo morado y verde para cada día que viene? ¿Cómo somos ese sol que vio Matías, con las niñas, les niñes y los niños, mientras descubren y caminan este mundo que anhelamos diferente?
*María Alvarez Malvido. Antropóloga y comunicolga. Escribe y forma parte del equipo de Digital Democracy
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