En 2019, la Federación Mexicana de Futbol desafilió a los tiburones rojos por las deudas millonarias y el dueño del club fue a dar a la cárcel; nunca más se podrán usar los colores, el escudo, ni el nombre del equipo. Hace un par de semanas, inició la demolición y reconstrucción del estadio, que es propiedad de gobierno de Veracruz, a cambio de que empresarios traigan un nuevo equipo de fútbol
Texto: Juan Eduardo Mateos Flores
Fotos: Félix Márquez
VERACRUZ. – Wicho, un hombre que trabajaba con mi padre y que me trató siempre como un hermano menor antes de que un accidente me lo arrebatara para siempre, fue quien me llevó por primera vez al estadio Luis “Pirata” Fuente. Recuerdo que aquellos días de niñez, cuando había partido de los Tiburones Rojos, teníamos que llegar con al menos una hora de anticipación para poder encontrar lugar, porque el estadio llenaba a reventar. Esos días, en los que todo parecía más sencillo, eran poblados por la marca Superior, las banderas enormes azul marino, blanco y rojo que se vendían a las afueras, las Tiburoncitas bailando en medio del estadio y los señores —que ahora son bautizados como viejos puercos—que acarreaban una camarita para retratarse con todas las modelos que las marcas cerveceras llevaban para promocionarse.
Allá adentro, mucho antes de que existieran las barras, había una porra adornada por banderines, confeti, griterío y matraca: allí se libraron grandes batallas de mentadas de madres de la sección de Sombra —los de abajo—contra los de Sollos de arriba—. Esos fueron los tiempos en los que se fue tejiendo, en el Pirata Fuente, una historia local y personal consolidada —quizás— por la llamada Tiburonmanía, que hicieron de las grandes invasiones a otros estadios como la del 90 al Estadio Azteca, y de los partidos de Jorge Comas y Omar Palma, épicas icónicas para contar a hijos y nietos.
Sé que hay gente que siempre se burla de nosotros, que nos llama equipo chico. ¿Cuál historia, dicen? Y es que pensar en la historia de este club con dos campeonatos de liga más cercanos a su fundación sucedida el 9 de abril de 1943, no tiene que ver con lo que rige a los equipos grandes, los cuales a veces sólo son referidos así por el simple hecho de tener mucho más capital. Por eso cuando hablamos de historia quizás nos referimos más bien a los recuerdos que vivimos y las alianzas que tejimos con nuestros más grandes amigos, algunos de ellos ya muertos o desaparecidos como Chipileta, Chilpa y Pirri.
Pero ¿quién no enloqueció con el campeonato del ascenso y la imagen de Diego Melillo en trusa celebrando encima de una portería?, ¿Con el Matute Morales haciendo pedazos a los mejores de su época? ¿Con la victoria al Real Madrid de Hugo Sánchez y Butagreño? ¿Aquel campeonato de Copa Mx que nos hizo soñar jugar la copa libertadores —los facebooks sobre barras bravas reconocieron el ambiente “como de Sudamérica” que se vivió en la aplastante victoria a Necaxa—? ¿Con los memorables torneos? Cuando Lorito Jiménez junto a Chaco Giménez y Cuauhtémoc Blanco y otros estelares más hicieron de Veracruz el súperlider con 35 unidades. Cuando el gol del Matador Hernández no fue suficiente para hacernos soñar con una final, ¿Quién no lloró la muerte de Samuel Mañez?
Hoy los aficionados de los Tiburones Rojos lloramos con la desafiliación como llorábamos con cada descenso. Es una herida que duele a todos los que alguna vez convivimos en el estadio y que, en estos momentos de natural incertidumbre, el gobierno de Cuitláhuac García derriba, remodela y que, inocentemente, intenta sepultar con nombres horribles como Bucaneros o Mantarrayas.
Quizás porque, para muchos de nosotros, que tenemos pintado el escudo en nuestras paredes o en nuestra piel, parte importante de nuestra identidad jarocha es el equipo y su estadio. La representación de una ciudad que ha sellado en las aulas escolares sus cuatro históricas derrotas más dolorosas como heroicas y que se reflejan también en la memoria de este equipo, poblado de largas rachas de descalabros y temporadas en el descenso: desalientos que viven en el corazón de nuestra irracional pasión.
Estas fotos de Félix Márquez sobre el Pirata Fuente, quien entró por primera vez al estadio en brazos de su papá a los 8 meses, son una mirada preciosista sobre la tristeza y el dolor que muchos hinchas del club sentimos. Se siente el polvo sobre las butacas del palco que presenció el jalón de greñas a una autoridad de la FemexFut, los escombros de piedra donde cientos de aficionados y barristas de la Guardia Roja, la 47 o Independientes presenciamos partidos y decenas de conciertos, las butacas de la zona Sol donde ocurrió el tamborazo, la tierra removida donde alguna vez fueron regadas las cenizas de un aficionado: el estadio donde sucedió el siempre recordado sopapo de Cuauhtémoc Blanco a David Faitelson. Estas fotos son un regreso nostálgico a aquellas tardes y noches memorables inundadas con el coreo al unísono de ¡Ve-ra-cruz, Ve-ra-cruz! iniciado por la voz del estadio Luis Hernández Zamudio en la zona de Preferente Sombra, mientras en Sol, los cánticos de las barras se alzaban iluminados por una bengala que se deshacía sobre la fotografía de cuerpos locos que saltaban encima de un trapo que decía: La Eterna y Fiel.
Los estadios, dice Rubén Gallo en Máquinas de Vanguardia(Sexto Piso, 2014), son símbolo de la modernidad y en algunas culturas como la japonesa, representan el poderío tecnológico. En el caso mexicano, los primeros dos que se construyeron, El Estadio Nacional, que ya no existe, y el Estadio Xalapeño, fue para demostrar una síntesis de ambas. Yo me atrevo a decir que el Pirata Fuente como lo conocimos es, además, un símbolo de nuestra historia oral reciente. Entre esos escombros habita la ciudad que se está yendo para levantar otra basada en lo que algunos desorientados llaman progreso al consumismo, como cuando tiraron el Hotel Villa del Mar o una parte del Hotel Mocambo, para levantar nuevos locales y plazas comerciales, como si no estuviéramos ya atiborrados de ellos.
Hoy esos embotellamientos alrededor del estadio ya no están. No hay tiburoncitas, ni viejos puercos rondándolas. No hay partidos para armar caravanas y previas fuera del estadio con murga y carnaval y cohetes, antes de colar bengalas rojas de contrabando con las que se dejaba el alma cada sábado. Todo eso es hoy escombro y recuerdo. Como yo con Wicho, no hay aficionado que no tenga un muerto o desaparecido que nos remita el equipo y el Pirata Fuente, ese centro multitudinario de nuestro griterío, ese espacio en el que se gestaron grandes amistades, noviazgos y familias. Aunque ahora se gestarán nuevos sobre las nuevas estructuras que se están construyendo, y ¡vemos!, como dice ahora la chaviza, lo cierto es que quedará en nuestra memoria colectiva todo lo que se vivió en el antiguo Pirata Fuente, el coloso del Fraccionamiento Virginia como le llamaba de sorna el Notiver: rasgo de un pueblo que, por la natural corrupción de sus grandes empresarios, casi siempre ha sido amenazado por la calamidad.
*Juan Eduardo Mateos Flores (Veracruz, 1991) es narrador. Reguero de Cadáveres (Los libros del perro, 2021) es su primer libro. Becario PECDA 2022 para escribir Aquí perreaba tu mamá, aquí conoció a tu papá: crónicas sobre reggaetón jarocho. Actualmente se gana la vida recomendando libros en Mar Adentro y haciendo reseñas para el blog del CIBEF.
Félix Márquez (Veracruz, 1988) es un periodista visual independiente. Colabora con agencias y medios de comunicación nacionales e internacionales. Es co-productor del Festival de Fotografía Periodística y Documental “Mirar Distinto” y miembro de Diversify Photo y Frontline Freelance México.
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