Toda la gente volteaba a ver la escena, una alegaba manoteando al aire, reclamando, semejante a un reto de baile callejero; la otra también se defendía con manotazos al aire, como bailando, ninguna se agredía físicamente, aunque no faltaba mucho para que los amenazantes manotazos se convirtieran en golpes reales.
Évolet Aceves
Twitter: @EvoletAceves
Mientras escribo esta columna me encuentro en un viaje de alrededor de 18 horas en tren, que va de Los Ángeles a Albuquerque. Es la primera vez que paso tanto tiempo en un tren. La última vez que perdí uno, fue de Liubliana a Praga. Y el último que tomé, antes de éste, si no mal recuerdo, fue de Viena a Varsovia.
Tras haber pasado una noche atravesando California, veo montañas cubiertas de nieve, ubicadas en la frontera de Arizona con Nuevo México, montañas desérticas que despiertan blancas al amanecer. Dentro de una semana me encontraré en el mismo camino pero en sentido contrario, de vuelta hacia Los Ángeles.
El tren, a diferencia del metro, se traslada de ciudad a ciudad dentro de un mismo país, e incluso atraviesa países dentro del mismo continente. El tren trasciende idiomas. El metro, por otro lado, comunica zonas y personas en distancias más breves. Los mecanismos entre uno y otro son distintos como también lo es el peso que cada uno soporta. El metro de Nueva York es parte de la cultura neoyorquina, es un sitio que, al igual que el de París, es un órgano vital de la ciudad. Ambos metros son muy parecidos en su diseño, y ambos han sido escenografías de muchas películas.
Nueva York se me figura una especie de islas urbanas conectadas entre sí por gruesos puentes metálicos. La primera vez que lo abordé fue para cruzar de Brooklyn a Manhattan, por encima del mar con los avasalladores edificios que distinguen a Manhattan. Los vagones estaban rodeados por la estructura metálica del puente que sostiene al metro y que da la imagen de industrialización y modernidad que desde la segunda mitad del siglo XIX buscaba la gran urbe. El metro de esta ciudad es el más amplio en los Estados Unidos y uno de los más largos en el mundo, sólo después de China, Rusia y Reino Unido. Fue hasta 1932 cuando la primera línea de metro operó en Nueva York.
El metro da la apariencia de ser un tanto antiguo, pareciera no haber sido reemplazado desde la mitad del siglo XX, por fuera plateado, por dentro anaranjado, amarillo y café, los asientos no son acolchonados sino tiesos, como de acetato, mas no incómodos; se encuentra en perfectas condiciones, funciona bastante bien, me pregunto si más bien buscan que prevalezca el diseño de aquellas décadas.
Ya en Manhattan, acudí a una de las estaciones más concurridas de ahí: Union Square, fue allí donde me encontré con una de las voces más portentosas que he escuchado, una mujer afro, vestida completamente de rosa, blusa rosa, falda rosa, tenis rosas, arracadas doradas y gigantescas, cuatro anillos en cada mano, de contornos corpulentos y cabello casi rapado, comenzó a cantar —mientras bajaba las escaleras introduciéndome al metro— At last, de Etta James. No pude evitar grabarla, su voz era mágica, gravísima, alcanzaba unos tonos espectaculares, con una voz ronca que de pronto sumaba a propósito para aderezar su melodía. Si Nueva York tuviera voz, sería esa misma.
Curiosamente, al día siguiente, apareció ella en la portada de The New York Times, así como la grabé el día anterior, vestida de rosa, cantando con el corazón, reviviendo a Etta James y su incomparable Blues.
En otra ocasión, en un tercer nivel subterráneo del metro presencié una acalorada discusión de una mujer afro trans, iba vestida con un jumper pegado a su cuerpo, tenis blancos, una chamarra abombada, unas pestañas larguísimas, gigantescas, y una especie de gorro o turbante morado en la cabeza; alterada, le reclamaba a otra mujer cis afro por qué se le quedaba viendo de esa manera, que cuál era su problema. Toda la gente volteaba a ver la escena, una alegaba manoteando al aire, reclamando, semejante a un reto de baile callejero; la otra también se defendía con manotazos al aire, como bailando, ninguna se agredía físicamente, aunque no faltaba mucho para que los amenazantes manotazos se convirtieran en golpes reales. De pronto llegó la policía, llegó también mi metro y no logré ver en qué concluyó la discusión, pero me dejó pensando en la resistencia trans que abunda en Nueva York, considerando que fue Harlem, entre las décadas de los 60 y 80, la cuna del voguing, danza urbana que reivindica la feminidad en los cuerpos de géneros disidentes, en particular de las personas trans y queer, y, más específicamente, al interior de la población negra y latina. Esa mujer trans, independientemente de si el motivo de su enojo era o no cierto, representaba a toda la comunidad trans y negra, que por tantos años ha sido ridiculizada, representaba el enojo, la ira, el ¡ya no más!
El metro de Nueva York está construido con paredes de azulejo blanco, que es el color predominante, con franjas de líneas verdes y amarillas por debajo; otras estaciones son completamente de azulejo rojo. El azulejo es un componente que dota de luminosidad a las estaciones de metro. El metro puede transportar básicamente a todos lados, al igual que el de Los Ángeles, que también es eficiente, pero aloja a una mayor cantidad de personas que viven en las calles.
El clasismo es mayor en México, incluyendo a lo concerniente al transporte público, los ricos no usamos metro, a menos que queramos vivir la experiencia por un día; en otros países europeos, como Polonia, Francia, Alemania, Países Bajos, República Checa, la situación es muy distinta, personas de todas las edades y clases lo usan por su practicidad.
Viajar en metro permite ver la ciudad desde diferentes perspectivas, a veces desde el subsuelo, a veces desde la altura de los coches, otras más por encima de los mares o de la ciudad, a la altura de las azoteas o del cielo, al final es una interacción espacial en donde coexisten vivencias diferentes en destinos compartidos, en donde la música ameniza los encuentros y las miradas confluyen para entablar conversaciones oculares.
Évolet Aceves
Twitter: @EvoletAceves
Instagram: @evolet.aceves
Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y entrevistas a personajes del mundo cultural. Además de escritora, es psicóloga, periodista cultural y fotógrafa. Estudió en México y Polonia. Autora de Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), forma parte de la antología Monstrua (UNAM, 2022). Desde 2022 escribe su columna Jardín de Espejos en Pie de Página. Ha colaborado en revistas, semanarios y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, El Cultural (La Razón), Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales. Trabajó en Capgemini, Amazon y Microsoft. Actualmente estudia un posgrado en la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, Estados Unidos), donde radica. Esteta y transfeminista.
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