Brasil es la última estación electoral de este año, que en América Latina ha dejado un saldo favorable para la izquierda; sin embargo, el reto de Lula es formidable: lograr que la región vuelva a creer en la democracia
Twitter: @chamanesco
La izquierda triunfó en Brasil; Luiz Inácio Lula da Silva será otra vez presidente, y la deriva antidemocrática representada por Jair Bolsonaro se verá obligada a replegarse… al menos momentáneamente.
El resultado de la Segunda Vuelta electoral en Brasil da un respiro a las democracias de todo el mundo, pero no todo son buenas noticias.
Bolsonaro volvió a ser subestimado y, como ocurrió en la Primera Vuelta del 2 de octubre, obtuvo muchos más votos de los que preveían todas las encuestas.
Al cierre de los centros de votación, Bolsonaro apareció arriba en los primeros resultados que dio a conocer el Tribunal Superior Electoral de Brasil.
Permaneció así hasta que se llegó a contabilizar el 67 por ciento de los votos; momento en el que se dio el cruce de tendencias que finalmente se consolidó en favor de Lula, el viejo expresidente que tuvo que venir a salvar la democracia brasileña de la aventura populista -militarista y evangélica- con la que Bolsonaro gobierna desde 2018.
Finalmente, la diferencia con la que ganó Lula fue de menos de 2 puntos porcentuales (59.9 por ciento contra 49.10 por ciento), y el balotaje dejó un país dividido, en el que 58.2 millones de personas siguen creyendo en Bolsonaro y su visión excluyente y mesiánica de Brasil.
Esto, frente a 60.3 millones que decidieron sufragar por el candidato de la izquierda, buscando en el pasado reciente (Lula gobernó entre 2003 y 2010) un refugio preferible al incierto futuro ofrecido por Bolsonaro.
Todo ello deja, además, sembrada la duda de si el presidente en funciones aceptará su derrota y se irá a su casa en enero de 2023, cuando concluya su gobierno; si alegará fraude y judicializará el proceso -lo que prolongaría el suspenso de una elección que ha resultado cardiaca- o, peor aún, si actuará conforme a los peores impulsos autoritarios que habitan en sus genes.
Lo cierto es que, cuando todo ello concluya, Lula enfrentará enormes desafíos: gobernar un país con graves problemas económicos y sociales, tratar de unificar a su pueblo en medio de una polarización extrema y lidiar con un Congreso de mayoría Bolsonarista.
Un reto doméstico enorme, pero menor a su rol histórico, que resulta formidable: lograr que el mundo vuelva a creer en la democracia.
Brasil es la última estación electoral de este año, que en América Latina ha dejado un saldo favorable para la izquierda: el triunfo de Gabriel Boric en Chile, de Xiomara Castro en Honduras, de Gustavo Petro en Colombia y el regreso de Lula en el gigante sudamericano.
Gobiernos de izquierda que se suman al bloque “progresista” del que ya formaban parte México, Bolivia, Panamá, Argentina y Perú.
Un bloque que se debate entre aceptar entre sus filas o rechazar a los tres modelos de autoritarismo revolucionario que prevalecen en la región: Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Una nueva izquierda latinoamericana que, más allá de reivindicaciones ideológicas o poses discursivas, enfrenta sus propias crisis internas, sus problemas estructurales, sus injusticias ancestrales y los muy diversos estilos de ejercer el poder por parte de sus líderes.
La izquierda latinoamericana irrumpe en pleno siglo XXI en medio de un profundo desencanto con la democracia, en el que se ha vuelto común el brote de liderazgos mesiánicos en todas las latitudes y desde ambos polos de la geografía político-ideológica.
Personajes impulsados por millones de simpatizantes de carne y hueso, que se convierten en los principales detractores del sistema electoral que los llevó al poder.
Se trata casi siempre de outsiders de la política que llevan en su ADN una idea profundamente autoritaria, la de creerse redentores de su patria.
En ese afán, reescriben la historia para adaptarla a su narrativa “emancipadora”; crean y/o alimentan teorías conspirativas para justificar sus discursos radicales y excluyen a todo aquel que no comulga con sus ideales.
Líderes que, como el derrotado Bolsonaro, desprecian el periodismo y a los medios “tradicionales”, y encuentran en las redes sociales -presuntamente liberadoras del pueblo frente a la manipulación de los consorcios mediáticos- el campo fértil para la recreación de sus relatos, casi siempre reivindicativos de una misión histórica.
Presidentes que, al estilo de Nayib Bukele, hacen uso de la desinformación, la información maliciosa y los discursos de odio para justificarse y denostar a sus opositores.
Desde luego, son líderes que arremeten contra las instituciones que le han fallado a la gente, han encumbrado a élites corruptas y han propiciado el saqueo de la nación.
Liderazgos mesiánicos que encuentran en la profunda decepción del electorado la perfecta justificación del ejercicio autoritario y personalista del poder, porque: ¿qué puede ser más importante que la misión histórica de “salvar al pueblo”?
Son muchos los libros publicados recientemente que describen y explican este fenómeno.
En Amado Líder (Harper Collins, 2021), el periodista argentino Diego Fonseca hace un relato pormenorizado de las coincidencias entre personajes aparentemente disímbolos como Donald Trump, Nayib Bukele y Daniel Ortega.
Anne Applebaum analiza en El ocaso de la democracia (Debate, 2021) por qué el autoritarismo puede llegar a ser tan seductor para sociedades hartas de una democracia que no resuelve sus problemas cotidianos.
Y, en La revancha de los poderosos (Debate, 2022), el venezolano Moisés Naim explica cómo las democracias se están enfrentando a un poderoso enemigo, ya no externo, sino engendrado en su propio territorio: un nuevo estilo de ejercicio del poder que amenaza libertades ciudadanas y la supervivencia de las instituciones de la democracia.
En esos y otros textos publicados en el último año, se advierte el peligro que corren las democracias, al crecer la simpatía de sus sociedades hacia esos outsiders de la política que ofrecen un mejor futuro regresando a pasados autoritarios, exaltando los nacionalismos, ofreciendo salidas populares a las profundas crisis económicas, o apelando a medidas extremas -como el empoderamiento de los militares- para resolver los problemas que desbordan a los regímenes democráticos.
Todo eso es lo que Jair Messías Bolsonaro representaba en los comicios de este domingo en Brasil; el paradigma que fue derrotado por Lula en las urnas y el referente al que no debería suscribirse la nueva izquierda latinoamericana.
Y, sin embargo, no son pocos los líderes de la nueva izquierda latinoamericana que siguen ese mismo manual y que, al hacerlo, terminan pareciéndose más al derrotado Bolsonaro que al esperanzador Luiz Inácio Lula.
Periodista desde 1993. Estudió Comunicación en la UNAM y Periodismo en el Máster de El País. Trabajó en Reforma 25 años como reportero y editor de Enfoque y Revista R. Es maestro en la UNAM y la Ibero. Iba a fundar una banda de rock progresivo, pero el periodismo y la política se interpusieron en el camino. Analista político. Subdirector de información en el medio Animal Político.
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