Una mudanza no es cosa sencilla, empezando por los recursos materiales y económicos que se necesitan para emprenderla. Luego entonces vienen los efectos secundarios: las emociones comienzan a desplegarse en un mar de nostalgias y recuerdos.
Una mudanza no es cosa sencilla, empezando por los recursos materiales y económicos que se necesitan para emprenderla. Luego entonces vienen los efectos secundarios: las emociones comienzan a desplegarse en un mar de nostalgias y recuerdos.
Hay mudanzas que son obligadas, otras más por elección, pero finalmente entre ambas hay una similitud: la separación. La separación de una vivienda anterior, de un espacio que antes fue el hogar, la zona de confort tan necesaria para el ser humano, su zona privada, su espacio de libertad.
Esa separación genera cierta ansiedad, una incertidumbre sobre el paradero de las decisiones actuales, sobre el camino futuro.
En mi caso, mi más reciente mudanza, de México a Estados Unidos, ha representado un cúmulo de cambios y choques. Comenzando por haber dejado un empleo para emprender mis estudios de posgrado, la maestría específicamente. Es una ruptura muy complicada: pasar de ser trabajadora y ganar un sueldo, frente a ser nuevamente estudiante y tener una beca/empleo de estudiante. Dos actividades ocupacional y remunerativamente distintas al punto de ser casi opuestas.
De estar acostumbrada a un horario laboral fijo, pasé a tener un horario, si bien, más flexible, también más riguroso y demandante, que va más allá de un horario establecido en un empleo administrativo, debido a las lecturas y tareas, por ejemplo.
Mi círculo social ha reducido considerablemente; pese a que el campus está lleno de estudiantes, por alguna razón se me dificulta socializar.
Por otro lado, al menos en mi posgrado, se puede percibir una sensación de estar formando parte de una familia, algo muy presente en la comunidad chicana es eso precisamente, el sentido de comunidad.
Dos frases de dos profesoras me han resonado en las últimas semanas:
“Aquí, en los Estados Unidos, a la gente le importa más la raza que la clase”
Esto llamó profundamente mi atención, lo dijo una profesora chicana y que, naturalmente, tiene la experiencia de haber vivido como latina en Estados Unidos. No es que sea una novedad que en Estados Unidos existe la supremacía blanca, la hegemonía cis-anglosajona, no; pero es importante reflexionar en torno a la manera en que opera el racismo en los Estados Unidos, incluso llegando a superar al clasismo. Claro, habría que ahondar en detalles situacionales, pero es imposible dejar de relacionarlo con movimientos como #BlackLivesMatter y sin ir tan lejos, con el racismo hacia la población latina, en particular hacia los mexicanos.
“Aquí tus compatriotas se vuelven tu familia”
Esta frase me la dijo otra profesora que días después habría de invitarme a su casa, junto a su familia, algunos de sus estudiantes y otros amigos de la familia. Entre nativos americanos, hispanos y afrodescendientes, se respiraba una atmósfera realmente cálida, una cena, podría decir, fraternal, como si nos conociéramos de años atrás. En ese momento cobró aún más sentido lo que me había dicho sobre los compatriotas.
Ambas declaraciones me hacen pensar en que una es producto de la otra.
La exclusión segrega, y los grupos segregados, a su vez, se unen, conforman familias. De ahí viene el movimiento chicano, del segregacionismo en primera instancia y de la ulterior protesta, a manera de rebelión, contra las injusticias sistemáticas ejercidas contra ellos y ellas.
En fin, una mudanza, si bien, es geográfica, también lo es ocupacional, emocional, social. A esta mudanza me estoy adaptando. No es cosa fácil, dada la inseguridad del estado. Continuamente tengo miedo de salir del campus, donde vivo; el campus es una especie de burbuja arbolada, con pastos verdes, en medio del desierto. Hay un gimnasio gigantesco al que suelo ir, ahí mismo también hay varias albercas; en el campus hay incluso un cine que proyecta una película todos los miércoles. Podría seguirme y detallarlo todo, pero lo que quiero decir es que dentro del campus se puede vivir bien, sólo hace falta salir por la despensa.
Llevo en Albuquerque, Nuevo México, casi un mes, sin contar los cinco días que estuve en México a inicios de septiembre, y de alguna manera necesitaba volver a sentir esa sensación de extranjerismo. La mudanza es un viaje de cuerpo y mente, un viaje al que poco a poco me voy adaptando. Lo más necesario ya lo tengo: un cuarto propio, desde donde escribo esta reflexión.
Évolet Aceves escribe poesía, cuento, novela, ensayo, crónica y entrevistas a personajes del mundo cultural. Además de escritora, es psicóloga, periodista cultural y fotógrafa. Estudió en México y Polonia. Autora de Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), forma parte de la antología Monstrua (UNAM, 2022). Desde 2022 escribe su columna Jardín de Espejos en Pie de Página. Ha colaborado en revistas, semanarios y suplementos culturales, como: Pie de Página, Nexos, Replicante, La Lengua de Sor Juana, Praxis, El Cultural (La Razón), Este País, entre otros. Fue galardonada en el Certamen de ensayo Jesús Reyes Heroles (Universidad Veracruzana y Revista Praxis, 2021). Ha realizado dos exposiciones fotográficas individuales. Trabajó en Capgemini, Amazon y Microsoft. Actualmente estudia un posgrado en la Universidad de Nuevo México (Albuquerque, Estados Unidos), donde radica. Esteta y transfeminista.
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