Esta es la historia de Lucrecia y Agustina, dos jóvenes que narran sus experiencias durante la pandemia de covid-19. Ambas reconocen afectaciones en su salud mental provocadas por el confinamiento y el estrés constante, todo provocado por «la pinche pandemia»
Texto: Paula Villanueva Rabotnikof
Foto: Duilio Rodríguez
CIUDAD DE MÉXICO.- Hacia finales de mayo de 2020, Lucrecia, que terminaba secundaria en línea, dejó de bañarse, se quedaba en pijama durante el día, lloraba y dormía toda la tarde. Las comidas no seguían orden alguno. Las rutinas erradicadas. No leía ni escribía. No quería tener contacto con nadie que no fuera su mamá y su hermano. Le hubiera gustado ir a la escuela y dejar las malditas clases por zoom, pero después volver corriendo a su casa, a su castillo fortificado. Así inició la preparatoria unos meses después.
Agustina, quien finalizó su primer año de secundaria en junio de 2020, unos meses después de iniciada la cuarentena, se cortó algunas veces con un cutter. Se lo contó primero a su terapeuta y enseguida a su mamá: “Es que lo de afuera duele tanto… Si me corto, se va a curar mi piel. La cortada se va a curar, entonces en algún momento la existencia también. Ya sé que no tiene mucho sentido”.
El confinamiento por covid-19, que duró de marzo de 2020 a agosto de 2021, al menos en los centros educativos, evidenció los problemas de salud mental en adolescentes y jóvenes entre los doce y veinte años. Así como al principio de la cuarentena era vergonzoso aceptar que una se había contagiado de SARS-CoV-2; ahora persiste un secretismo sobre la salud mental que envuelve a la depresión en adolescentes.
Lucrecia entró a tercero de secundaria en 2019. Cuatro días antes de empezar clases, murió su abuela paterna Irma. Eran muy cercanas, comían juntas los martes y, los fines de semana que le tocaba con su papá, se quedaba algún día a dormir en su casa. El año no empezó bien, se sentía muy triste. A mitad del ciclo escolar, tuvo una fuerte pelea con sus pocas amigas y entró en cuarentena como todes, sola, pero ella recalca: “No tenía a nadie, a nadie”. Sólo hablaba con su mamá y su hermano, con quienes tiene una excelente relación, pero a veces no es suficiente.
Un par de meses después de iniciado el encierro, Eco, su hermoso perro mezcla de bóxer albino y mastín, también murió. Algunos días más tarde, sin poder hacer el luto por su compañero durante ocho años, que no ladraba, que era bastante bobalicón y que dejaba un camino de baba en la ropa de quien se le acercara, su papá fue diagnosticado con covid. Ella estaba en esos momentos con él y así le tocó encerrarse por dos semanas en aquel departamento luminoso donde hacemos la entrevista. No vio a su mamá en quince días. Tampoco a su papá que estaba atrincherado en su cuarto, mientras ella y su hermano permanecían apresados en su propia habitación y en la sala. Lucrecia se fue abandonando, las ganas de todo desaparecieron. No tuvo comunicación con ninguna compañera, salvo para algún trabajo esporádico en equipo. Prefería hacerlos sola.
Sentada en la barra de la cocina en el departamento de su papá, Lucrecia, con las piernas cruzadas sobre el asiento del banco alto, sonríe mientras platica: “La pandemia fue la peor etapa de mi vida”. Tiene apenas 16 años. “Tuve depresión y, aunque mi psicóloga y mi pediatra lo confirmaron, a mi papá nunca le quedó claro. No lo aceptó. Todavía no lo acepta. Ahora estoy bien”, remata.
Agustina inició la secundaria en una nueva escuela unos meses antes de que covid arrasara con todo. No hubo tiempo para afianzar nuevas amistades antes de verse recluida en su casa. Al inicio de la cuarentena pensó que era divertido, “un poco como estar de vacaciones; pero luego ¡ya nunca regresamos!”, exclama. “Se trataba sólo de cerrar el año escolar y, sin embargo, el año terminó y no me di cuenta. No me daba cuenta del paso del tiempo”. Se sintió completamente aislada, dejó de hablar con sus compañeras. Ella adjudica este retraimiento a ciertos problemas técnicos de aplicaciones en el celular; pero más adelante confiesa que en realidad tampoco tenía tantas ganas: “Por mucho tiempo no hablé con nadie”.
Encerrada en su cuarto, Agustina comenzó una suerte de diario que tituló LA PINCHE PANDEMIA ASQUEROSA, donde empezó a escribir frases como “qué porquería es la vida”. A diferencia de Lucrecia, ella no puede decir que ahora, en junio de 2022, cuando tenemos el segundo encuentro, está bien. Lleva algunos meses vomitando a escondidas: “Esto no se ve, no se ve en mi piel como los cortes, entonces lo puedo hacer”, cuenta sentada en medio del bosque de niebla, donde decidimos hacer la entrevista, rodeada de hayas y liquidámbares y con el sonido del río de fondo. Quizá uno de los pocos lugares donde la ansiedad disminuye.
Al entrar a segundo de secundaria, siguió con excelente promedio, más por el estrés que le produce no entregar los trabajos y que le vaya mal que porque le gusten o le interesen las materias. Fue una de las últimas de su salón en animarse a apagar la cámara de la computadora, le daba lástima por los maestros. Cuando por fin se atrevió después de algunos meses, comenzó a leer durante las clases. Mejor perderse en un mundo de magos, reinos y poderes especiales; esas secuelas de Harry Potter escritas por adolescentes como ella, que lee en una aplicación en su teléfono.
Varinia Vilar, psicóloga y orientadora en una preparatoria por muchos años, asegura que suele haber una mayor detección de adolescentes mujeres con manifestaciones de ansiedad y depresión en comparación con los varones. No logra concretar si las chicas son más complejas. Si los cambios hormonales arrancan antes y más fuertes; o si, simplemente en la sociedad en la que vivimos tienen más derecho a expresarlo en relación con los hombres.
Antes de la pandemia esto ya era así, pero los números se han agrandado significativamente. De acuerdo con el informe “Impacto de la pandemia en niñas y niños” de la Secretaría de Gobernación del gobierno mexicano, en 2020 los suicidios de niñas y niños entre 10-14 años aumentaron 37 por ciento y entre adolescentes mujeres de 15 a 19 años se incrementaron 12 por ciento con respecto al 2019. De acuerdo con la Secretaría de Salud, en 2020 se registró una cifra sin precedente en suicidios de niñas, niños y adolescentes (NNA): mil 150 suicidios. En un informe realizado por el Imjuve en colaboración con la organización Population Council México, se encontró que durante la pandemia tres de cada cinco jóvenes mostraron síntomas de depresión y 57 por ciento, ansiedad. Dos semanas antes de la encuesta realizada.
A las madres y padres a veces les cuesta mucho entender o aceptar lo que viven y sienten sus hijes. Va más allá de lo consciente. En el fondo lo que hay es miedo: miedo a no tener el control, miedo a no encontrar la solución, miedo a hacerlo mal y alejarles. Así puede resultar más sencillo negar el problema y hacer como que no pasa nada hasta que suele ser tarde. Esta situación se ve agravada porque los síntomas iniciales de la ansiedad y depresión en adolescentes pueden ser percibidos por los adultos como problemas menores o considerados “normales” en esa edad: la falta de motivación para realizar actividades habituales o que normalmente disfrutaba, los cambios en el comportamiento como alejarse de relaciones personales, la dificultad para conciliar el sueño, la irritabilidad exacerbada, la sensación de pesimismo frente al futuro, los desórdenes alimenticios o los pensamientos negativos.
Agustina y Lucrecia, que no se conocen pero podrían ser amigas, han encontrado cierto refugio en la lectura y la escritura. “Si estoy mal, me pongo a leer. A escribir no porque a veces estoy bloqueada; no sale nada y me pongo peor”, dice Agustina.
Lucrecia piensa parecido, sólo libros de fantasía y ciencia ficción, nada de la vida real. Ella también tiene el teatro, un espacio de exposición para revertir su introversión: “A mí no me gusta hablar con la gente, soy muy introvertida, pero cuando se trata de teatro, no me da pena hacer nada. Una vez me puse a cantar súper feo enfrente de toda la escuela y no me importó”.
Con su grupo inventan las obras, se divierten, ríen. Cuando actúa siente adrenalina, emoción; después alegría. Pasó de ser una lectora voraz a convertirse en escritora. Escribe la historia del ajedrez pero en un mundo de fantasía, distópico, donde existen cinco reinos y dos familias que se enfrentan, los Black y los White.
Este verano, Lucrecia piensa terminar su novela y dedicarse a los estudios. Quiere ir a la universidad fuera de México y necesita prepararse para los exámenes. Tiene la vida planeada: estudiar periodismo, pero sólo dedicarse unos años a eso y después trabajar en una editorial. No quiere perder ni un segundo. Afirma que en la pandemia, durante y después del periodo de depresión, aprendió cómo estar mejor sola con ella misma y descubrir quién era. Da mucho crédito a su terapeuta, quien le ha facilitado desarrollar su propia narrativa y aceptar que está bien no tener miles de amigas, que no está mal querer quedarse en casa y no salir mucho.
Repite una y otra vez que es introvertida y algo antisocial: son tantas las veces que lo dice, que quizá es la única estrategia que ha encontrado para enfrentar la soledad. El ejercicio físico también le ayudó. Una vez pasado el temor a la enfermedad en sí y a los posibles contagios de la gente querida, su mamá estableció una estricta rutina de horarios de comida y “la obligó” a salir a correr con ella todas mañanas: “Ya sabes, las endorfinas hacen bien; también el sol para lo de la vitamina D”, dice. Ha leído sobre el tema.
Agustina no lo tiene tan claro. Un par de meses después de nuestro primer encuentro en abril de 2022, las cosas han cambiado. Las autolesiones con cutter son visibles, dejan marcas. Busca entonces un autocastigo sin evidencia, al menos al inicio: “Lo que he visto en terapia es que siento que no soy suficiente. El simple hecho de vomitar quita un peso de encima. Pero luego me siento mal por haber vomitado y además tengo hambre. No sirve de nada”. Domina la teoría, la práctica se ha vuelto más difícil. Ya no lo controla.
Las grandes expectativas es un tema que le pesa y trata en terapia: “Pasé tanto tiempo encerrada que pensé que después hablaría con muchas más personas, que tendría cincuenta amigas; y eso no pasa. Quizá así soy yo”. Agustina se encuentra estancada. Se acabó la cuarentena y ya pasó un año escolar, pero ella sigue encerrada. No en su cuarto ni en su casa, va a la escuela todos los días. Es más bien una suerte de reclusión social, quizá mental. No logra el acercamiento con los pares ni la interlocución: “Es como estar viendo una película, y sientes que deberías estar ahí, en la película, pero sólo la estás viendo. Estás sentada en el sillón más X del Universo mirando y todos los demás están haciendo cosas”. Sabe que es sólo la sensación, que no es la realidad, sin embargo la idea la atormenta.
La terapia psicológica es una estrategia a la que muy poca gente tiene acceso. Agustina y Lucrecia pertenecen a un estrato social que se permite pagar entre 500 y 1500 pesos a la semana para atender la salud mental, pero en México es mínima la población que tienen este privilegio. Sumado a esto, en nuestro país existe una cultura en la que ir al psicólogo no está bien visto, es para los locos. Se vuelve así imprescindible destinar esfuerzos y presupuesto para ofrecer servicios gratuitos de salud mental básicos que mapeen la situación actual de los adolescentes antes de llegar a un estado crítico, así como para desarrollar una campaña de comunicación que desestigmatice esta condición. No puede seguir tratándose con vergüenza y secrecía.
No sé si en su diario LA PINCHE PANDEMIA ASQUEROSA, Agustina escribe sobre las cortadas con cutter o lo de vomitar, es un poco evasiva al respecto. Dejó de escribir y después retomó. Hace anotaciones, ve lo que ha sucedido en los últimos meses, “no mucho”, dice, “no pasa nada”. Lo que sí revela es que hablar de eso con la terapeuta y su papá la han aligerado, siente que puede enfrentarlo de alguna forma. A su mamá no le había contado sobre los problemas alimenticios, prefería hablarlo cuando lo superara, pero eso no ha sucedido; una presión más. Se quiebra, solloza. Un par de días más tarde me relata que después de nuestra plática fue inmediatamente a conversar del asunto con su mamá.
A sus 15 años, Agustina entiende que ese hoyo negro, especie de limbo virtual, que fue su secundaria no se borrará jamás, ¿cómo es posible que algunos maestros no lo vean? La mayoría de los profesores, así como su orientador, no ofrecen el apoyo necesario. Los adultos tampoco tenemos las respuestas. Me cuenta enojada que presionan para que “ya superen la pandemia. Ya pasaron dos años, volvimos hace ocho meses; para adelante. Ya les dimos un tiempo, pero ahora tienen que hacer todo lo de antes y vivir la vida normal”. “Y eso no se puede”, zanja Agustina.
Nunca ha tenido ningún problema con la parte académica, tampoco durante las clases en línea ni al regreso, además “esas cosas se pueden recuperar, pero el desarrollo que deberíamos haber tenido… Te quedas como ¿y ahora qué hago? ¿Qué se supone que tengo que hacer? Les importa más que me vaya mejor en la escuela que cómo me estoy sintiendo. Estoy sola, pero no quiero estar sola. No sé qué hago aquí. ¿Sigo existiendo y ya?”. Sé que se trata de una pregunta retórica, ella sigue esperando “su gran revelación del Universo” —aquí se le ilumina la cara y ríe como niña— y la veo divertida en el bosque de niebla caminando por el río y más tarde leyendo en la hamaca.
Este texto fue trabajado durante el diplomado de Escritura Creativa de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), primavera-verano 2022.
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