Esta crónica colectiva fue realizada para el sitio argentino Cosecha Roja en diciembre de 2014, dos meses y medio después de la desaparición de los normalistas. Pie de Página nació en octubre de 2015 y la continuación de este trabajo se concretó en el especial Después de los 43. (Primera de dos partes)
Texto: Daniela Pastrana, Uriel Salmerón, José Ignacio De Alba, Ximena Natera, Luisa Cantú y Priscila Vega
Fotos: Santiago Fuentes, Ernesto Santillán y Eduardo Magaña
(Daniela Pastrana)
El camino de la muerte está sembrado de flores. Flores que rodean la periferia de Iguala, la ciudad orera, donde el 26 de septiembre policías municipales atacaron a normalistas rurales, mataron a tres y desaparecieron a otros 43.
Los buscaron a ellos y encontraron un cementerio sin nombres en los cerros que rodean la ciudad. Los buscaron y encontraron cenizas que aún no se sabe de quiénes son -solo se ha identificado a uno, Alexander Mora- en los basureros de Cocula. Los siguen buscando y pueden encontrarlos más allá, en la Barranca de La Carnicería, como le llaman a donde nadie ha llegado, cuenta un campesino en pánico, que ha visto que suben comida y palas. Es un camino de flores y muchas mariposas.
En el Cerro del Tigre, donde la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero y brigadas de familiares tienen más de 50 marcas de posibles fosas, son flores enormes y azules. La carretera que va de Iguala a Tierra Caliente -la zona oscura de la que nadie habla y en la que al menos 4 mil familias han sido forzadas a dejar sus tierras- está bordeada de flores amarillas y blancas. Son flores de San Juan o de chipil, dicen unos; son Rosas de Muerto, dice una mujer de Totoloapan.
El luto de la Normal Rural de Ayotzinapa ha destapado una cloaca del tamaño de un estadio. Muertos y más muertos salen de la tierra. La Procuraduría General de la República dice a los familiares que buscan a sus desaparecidos en esta zona que ha recabado más de 18 mil pruebas de ADN, pero no sabe cuántas son de Guerrero. Entre octubre y diciembre han encontrado 55 cuerpos en fosas, solo en Iguala, pero cada día, llegan más personas que vienen a ver si su desaparecido está en las fosas.
“Se concentran en Iguala, pero en otros lugares de Guerrero están pasando cosas peores”, reclama un dirigente social en Ciudad Altamirano, en Tierra Caliente, la puerta de salida hacia Michoacán y el Estado de México.
Los rostros de los normalistas asesinados y desaparecidos están en todo el mundo, pero en Iguala, apenas tienen un recuerdo en la esquina de Álvarez y Periférico Norte, donde fueron perseguidos y baleados dos veces en tres horas: unas flores en dos cubetas y un par de cruces con los nombres de los que cayeron aquí. Es una zona de comercios cercana a un complejo de Petróleos Mexicanos, en donde la vida parece normal dos meses después. Nadie vio, oyó ni sabe lo que pasó esa noche del 26 de septiembre. Todos los comerciantes cerraron temprano ese viernes y nadie quiere recordar. Quizá por miedo a las pesadillas.
A un par de kilómetros de la barbarie está la casa del alcalde caído y considerado el principal responsable, José Luis Abarca. Es una fortaleza blanca, con barda electrificada y cámaras de seguridad que comunica con otra vieja casa por la parte de atrás. Desde afuera, se distinguen dos palmeras y se escucha ladrar a los perros. No hay resguardo federal. “Es otra Casa Blanca, pero de peor gusto”, comenta una periodista, en referencia al escándalo que ha provocado la casa de 7 millones de dólares que la esposa del presidente Enrique Peña Nieto adquirió a través de uno de sus contratistas favoritos.
Es Guerrero, un estado del sur que cada año -desde hace 500- pelea con Chiapas y Oaxaca por los primeros lugares de pobreza en México. El primer productor de amapola del país desde la Segunda Guerra Mundial. El del gran tesoro escondido: tiene la mina más grande de oro y zinc del continente -Carrizalillo- apenas a unos kilómetros de Iguala. Allí los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto entregaron más de 800 concesiones para explotación minera en los últimos cuatro años.
“Tierra de guerrilleros”, presumen en las marchas los maestros guerrerenses. Y de rebeldes. El camino de Iguala a Tierra Caliente -el de las flores y mariposas- es el mismo que siguieron los próceres José María Morelos y Vicente Guerrero. El primero proclamó en Chilpancingo “Los Sentimientos de la Nación”, fundamento político de la Independencia de México; el segundo consumó la gesta con la firma del Plan de Iguala –y se escondió de las fuerzas imperiales en las cuevas del cerro del Águila-. También fueron éstos caminos los que recorrió Emiliano Zapata en su lucha por la tierra. Y donde se encuentra -en medio de la carretera que va a Arcelia- una gran roca tallada con el rostro de Lázaro Cárdenas, el presidente que incluyó en la Constitución Mexicana la educación socialista que prevalece en las normales rurales.
Es Guerrero, con su capital, Chilpancingo de los Bravo, sede del primer cuerpo legislativo mexicano, como nunca se había visto: la plaza central convertida en campamento de guerra, y el Palacio de Gobierno, el Congreso, la Procuraduría y el Palacio de Justicia quemados y en ruinas.
Y su cementerio clandestino cubierto de flores.
(Uriel Salmerón)
El H. Ayuntamiento de Iguala sigue ardiendo tras el incendio del 22 de octubre. Aquel miércoles, las voces indignadas de los manifestantes por la desaparición de los estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa se volvieron sierpes de Prometeo que apuntan a no extinguirse. El sitio donde Agustín de Iturbide encargó al peluquero y sastre José Magdaleno Ocampo la confección de la primera bandera de México como nación independiente, ahora enaltece en su fachada un estandarte pintado cuyos colores fueron consumidos por el fuego. Una bandera vestida de luto.
En la plaza del Palacio Municipal donde despachaban el exalcalde José Luis Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, acusados de perpetrar intelectualmente al menos 11 asesinatos y desapariciones, hay más de veinticinco veladoras acabadas que se posan frente a un tercio de cartulinas negras en forma de cruz, rotuladas con el nombre de aquellos que no se llevaron, pero sí desaparecieron. Y los tres estudiantes asesinados el 26 de septiembre: Julio César Ramírez, Daniel Solís Gallardo y Julio César Mondragón.
Espesas gotas de cera se cuelan entre las letras de cartelones con consignas en contra del Estado, la prensa e infiltrados, además de algunos cálidos vahos de aprobación a Calle 13 y su mercancía solidaria.
Las obras de reconstrucción del ayuntamiento iniciaron el lunes 1 de diciembre y su término está previsto para febrero del 2015. Los trabajadores agrupan la lámina, buscan donde enchufar su herramienta, desmontan molduras, desechan la grava desde el campanario y se pierden en la neblina del trabajo duro. A la remoción de varillas, equipo de oficina vuelto redil, rejas convertidas en puentes y cientos de documentos oficiales del municipio, se le asignó un presupuesto de quince millones de pesos.
De entre la polvareda se dibuja la figura de un constructor, embozado con un cubrebocas que casi le configura un rostro incierto, una cara de ojos rojizos y de una paz autoproclamada. Está convencido de que la única fuerza capaz de cambiar la situación en Iguala es Dios y su acción a través del hombre. Las matanzas en su pueblo son cosas del Señor y él no se atreve a cuestionarlas: “Rezar es lo único que podemos hacer”, dice resignado y se pierde en una borrasca de concreto.
En plena oficina de Abarca, la cual luce enormes grabados con los rostros de Vicente Guerrero, Agustín de Iturbide y Benito Juárez, además de un par de retratos fotográficos de Enrique Peña Nieto y Ángel Aguirre, dotada de documentos sin resguardo, tarjetas de presentación y fojas interminables de expedientes, aparece otro trabajador de la obra. Podría haber sido un normalista de primer año. Tiene 23 años y casi ni se inmuta al hablar de la desaparición de su tío abuelo. Todos han perdido a alguien en este conflicto, pero –piensa– nada soluciona el llanto. “Si me toca a mí, él sabrá porqué”, habla con el viento y con quien mueve la hoja del árbol.
(José Ignacio De Alba)
La entrada al palacio municipal de Iguala de la Independencia depende de la agilidad del interesado. El único requisito: brincar más de 40 centímetros. Superada la tranca se puede tener acceso a documentación del despacho del expresidente municipal José Luis Abarca. Y ahí está uno, solo con su conciencia.
El exalcalde Abarca fue detenido por el asesinato de tres dirigentes campesinos, ocurrido en 2013, y no por su presunta participación en la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, pues eso aún se está investigando, según los últimos informes de la Procuraduría General de la República.
Hace unas semanas, los manifestantes embravecidos llegaron a la casa de gobierno y destruyeron y quemaron cuanto pudieron. Ultrajado el palacio fue abandonado, los escritorios de los burócratas fueron arrojados desde el segundo piso, los excusados rotos y los archivos y documentos dejados a la buena de dios.
El hollín cubre las paredes del palacio, las huellas del fuego terminaron chapeando de negro a los héroes de la independencia de los murales, los colores de la bandera de México de la fachada frontal están cubiertos por el tufo del humo.
Las carpetas con documentos –como fotocopias del IFE de Abarca—están sin resguardo. Hay reportes policíacos sobre descabezados, colgados, secuestrados, suicidios, fosas, asaltos, policías que asaltan tiendas Oxxo, incendios, peleas de gallos, igualtecos de 15 años que le disparan a las patrullas, mujeres que incumplen con las leyes de salud por sus trabajos nocturnos y cadáveres que flotaron en ríos.
Hay cartas de peticiones. La policía comunitaria de barrios y colonias pide apoyo para combatir a delincuentes, dinero, armas. Y se ponen a disposición del gobierno para adiestrarse. Hay colonos que piden luz, pavimento, drenaje y seguridad.
Hay planos sobre edificios públicos, calles, alcantarillado; hay cientos de boletas de multas. Hay listas de los policías municipales, diplomas por haber cumplido en nivel básico de computación y un chaleco de payaso en el despacho de Abarca.
El tercer municipio más poblado de Guerrero está solo. La papelería quedó a expensas de la lluvia, del sol y de los intrusos que logran brincar más de 40 centímetros.
(Ximena Natera)
Son casi cincuenta familias y están reunidas en un sótano oscuro, fresco y amplio. Contrasta con el exterior, donde la luz del sol de mediodía es tan fuerte que despinta lo verde de los árboles y los colores de las banderitas que cuelgan alrededor de la Iglesia de San Gerardo, en Iguala. Afuera, los niños colorean elefantes. Adentro, los padres cuentan historias de horror. Sus propias historias de horror.
La búsqueda de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa en Guerrero removió la tierra y dejó salir a los demonios de la violencia e impunidad que envuelve la región. La búsqueda de los muchachos llenó de coraje a otros para salir a la calle e iniciar su propia búsqueda. Con palas, hoz y machetes, un pequeño grupo de familiares rastrilla los cerros de la periferia de la ciudad.
En cinco días, los últimos de noviembre, marcaron 35 posibles fosas, excavaron otro tanto y encontraron 17 restos humanos. A esos se suman los 38 que ya había encontrado la PGR en octubre.
Así excavan fosas y entierran su miedo. Con el paso de los días, la noticia de que se reúnen en esta iglesia se ha extendido y se van sumando más y más. Para el 1 de diciembre, suman 375.
Algunos padres, hijos y hermanos. Jóvenes y ancianos, locales y fuereños. Todos comparten una pista básica: la zona.
Jorge Tapia, de 60 años y parpados pesados por arrugas sobre sus ojos verdes, me enseña dos hojas de papel. Una con la foto de su hijo Marco, joven, moreno, bien peinado y cachetón, secuestrado en 2012 en Morelos. La otra es una nota del periódico donde habla sobre la última pista de los secuestradores: el parpadeo constante del GPS del celular de su hijo en la ciudad de Iguala y su alrededor. El parpadeo bailoteó de aquí para allá casi seis meses. Luego desapareció.
Intenta venir a San Gerardo los fines de semana. Con su esposa y cuñado ha estado en 3 rondas de búsqueda. Ha marcado un par de las 35 posibles fosas. No espera encontrar en ellas a su hijo, pero quiere ayudar en la búsqueda porque a él nadie le ayudó y conoce bien el hueco que se forma en lo más bajo del estómago, “una combinación de miedo y asco” que no se quita, ni con la fatiga de llorar.
Buscando un lugar seguro en donde reunirse, los familiares llegaron a la Iglesia de San Gerardo, cerca del centro de la ciudad. Un par de años atrás, el párroco del lugar había dado asilo a un grupo de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC). Lo había hecho ignorando la amenaza directa por parte de los cárteles que controlaban la ciudad, y esta vez lo hizo de nuevo.
Ahora, cuando la policía municipal de Iguala secuestró y desapareció a los estudiantes, abrió un boquete en la podredumbre lo suficientemente grande para llamar la atención de muchos ojos que no inhiben a los grupos criminales –se han reportado tres nuevas desapariciones en el último mes–, pero sí para atreverse a venir a San Gerardo a dejar sus muestras de ADN a los ministerios públicos federales.
Como las madres dos jóvenes desaparecidos en Cocula el 1 de julio de 2013, cuando grupos de hombres armados se llevaron a 17 personas de la comunidad Vicente Guerrero que aún están desaparecidas. Los muchachos eran novios. Él la llevaba en su motocicleta a peinarse porque esa noche era la fiesta de graduación de ella del bachillerato. Por el miedo de represalías, sus madres no dijeron nada. “Tengo otros hijos”, dice una de ellas. Hasta ahora, que supieron que aquí hay otros padres organizándose y que la PGR está tomando muestras de ADN. Entonces decidieron venir y romper el silencio. Por ahora, las familias buscan frenéticamente a los suyos, antes de que los ojos que observan volteen la mirada hacia otro lado y los hombres y mujeres vuelan a ser tragados por el miedo.
(Luisa Cantú y Priscila Vega)
“Te vas a arrepentir toda tu vida”, le dijeron por teléfono a Mayra, cuando informó a los secuestradores de su hermano que no conseguiría los 300 mil pesos que le pedían. No la volvieron a llamar.
El 15 de julio de 2012 Tomás Vergara, un taxista de 41 años, originario de Huitzuco, salió a trabajar y no regresó a su casa. Sus hermanos Mayra y Mario encabezan la organización y la búsqueda de fosas en el Cerro del Tigre, en la periferia de Iguala. Junto con un grupo de comunitarios de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG) buscan espacios “donde la tierra se ve suelta” y los marcan con una bandera roja. Entonces avisan a la Procuraduría General de la República, y si aparecen restos, las llaman fosas.
Para llegar a la zona “que parece un cementerio”, como ella misma la describe, hay que subir un camino de terracería que inicia en el Periférico Norte, por la salida a Cocula. Apenas a unos metros hay una barda en la que todavía se lee: “Estamos transformando Iguala, ciudad con historia. Lic. José Luis Abarca”.
En el cerro se escucha el canto de las aves y el paisaje –un gama de tonos dorados, cafés y verdes—provoca una sensación que casi se parece a la paz, si no fuera porque sabes que caminas entre cadáveres.
De un árbol cuelga el vestido quemado de una niña y unos pasos después, en un hoyo que la Procuraduría General de la República marcó con una ficha amarilla que tiene el número 3, hay una dentadura y restos de de un cuerpo que posiblemente fue enterrado ahí hace años. Miguel Ángel Jiménez, coordinador de la UPOEG en Iguala, explica que la fosa fue identificada hace dos meses por la PGR y que luego la dejó así, cubierta con una lona.
También hay material quirúrgico y restos de botellas de jarabe para la gripe, que, según Jiménez, son usados por los criminales para evitar que la tos de un secuestrado delate que están ahí.
Mayra no sabe si su hermano está en alguna de esas fosas, pero sabe que esos cuerpos son “de alguien que tiene que regresar a casa”.
Como Mayra, otros familiares de personas desaparecidas se han sumado a la búsqueda de fosas clandestinas en estos cerros. Rosi, una mujer desdentada y cuyas manos arrugadas parecen caminos recorridos decenas de veces, se levanta todos los días a las 4 de la mañana, para iniciar la búsqueda de un milagro: encontrar con vida a su hijo, desaparecido desde hace 7 años.
“Si está muerto quiero darle santa sepultura. No me dejen morir sin verlo”, dice Rosi, que sostiene en su mano derecha una hoz y viste una playa negra con la leyenda: “hijo, mientras no te encuentre, te seguiré buscando”.
Las personas que buscan aquí a sus familiares cuentan historias sin final feliz, sin un final de cualquier tipo. Ninguna sabe por qué se los han llevado. Se levantan de madrugada, rezan el rosario, agarran sus palos y banderas que usan para escarbar y marcar las posibles fosas.
Segunda parte: De Guerrero a México, postales de las protestas por Ayotzinapa
Consulta la publicación aquí original en Cosecha Roja
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