Crónica colectiva realizada para el sitio argentino Cosecha Roja en diciembre de 2014, dos meses y medio después de la desaparición de los normalistas. Pie de Página nació en octubre de 2015 y, un mes después, la continuación de este trabajo se concretó en el especial Después de los 43. (Segunda de dos partes)
Texto: Ximena Natera, Kim Marti, Lydiette Carrión, Íñigo Arredondo, Daniela Pastrana, Ernesto Sántillán, Mariana Lailson y Santiago Fuentes
Fotos: Eduardo Magaña, Cecilia Suárez, Ximena Natera y Ernesto Santillán
(Ximena Natera, Kim Marti y Lydiette Carrión)
La escuela, en el casco de la antigua hacienda de Ayotzinapa, está enmarcada por árboles y campos de cultivo donde los estudiantes de primero, segundo y algún colado de tercero se hacen cargo de las flores de cempasúchil, el frijol y el maíz. Otros, como El Puebla (aunque no es de Puebla), prefieren mantenerse lejos del campo. “A mí me gusta mi clase de diseño”, dice mientras las vacas rumean al fondo.
Es un joven moreno y alto, de rasgos finitos y cara redonda. Le gusta charlar. Habla sobre su amor por el dibujo, por tallar la madera, por soldar cosas, lo que ha aprendido en la escuela. Tiene 21 años, está a un semestre de graduarse y sueña con dar clases en una primaria cerca de Tixtla, la cabecera municipal, donde ha vivido los últimos tres años y medio.
El Puebla mira con tristeza y enojo los cuartos de los de primer año, que están medio vacíos. A los que no se llevaron los policías el 26 de septiembre, se los llevó el miedo.
Nos acompaña a la alberca, a los corrales del ganado, donde hay cuatro vacas en fuga, a Porcilandia, donde 6 lechones chillan porque “siempre quieren tragar”. Nos acompaña y nos vigila. La escuela está hasta su tope de capacidad porque este domingo 30 de noviembre la Normal Rural Raúl Isidro Burgos es la sede del Congreso Nacional de Estudiantes que busca coordinar las movilizaciones de la mayor cantidad posible de escuelas en el país. A cientos de estudiantes, que llegaron de lugares remotos y disímiles, se suman los familiares de los desaparecidos, organizaciones solidarias y la prensa.
Localizada a 15 kilómetros de Chilpancingo -la capital del estado-, la normal de Ayotzinapa (río donde abundan las tortugas, en lengua nahua) tiene una historia profunda que se muestra en el grito gutural con el que se cantan consignas y la forma ordenada y cetrina de marchar. Las normales rurales son consecuencia de la Revolución Mexicana. A principios de los años veinte se les concibió para formar maestros emanados de la misma población rural, capacitados para enseñar a leer y a escribir y también apuntalar el desarrollo agrícola.
En una cancha de básquet, bajo la sombra de enormes árboles, se conforma la Coordinadora Nacional de Estudiantes. El Congreso registra 400 asistentes de 62 escuelas del país. Es el encontronazo del universitario del campo y el de la ciudad. Junto al cabello corto y el semblante espartano de los normalistas rurales se pasean las rastas, las expansiones en las orejas, los tatuajes, los cortes de cabello asimétricos de los jóvenes urbanos. Y, a diferencia de otros encuentros similares, aquí los del campo llevan la batuta.
Además, la asamblea tiene una rapidez récord: cuatro horas. El Congreso aprueba un eje de trabajo que viene del 68: educación pública, gratuita, científica y al servicio del pueblo. La lucha sin fin por el aumento del presupuesto y contra la privatización de la educación.
Por la noche, en el viejo casco de la hacienda resuenan consignas y porras a las escuelas, mientras los 43 pupitres que se colocaron hace casi 2 meses brillan con sus veladoras, las flores de cempasúchil. Los pobladores de Tixtla sirven, como todas las noche, café y tlayudas.
(Íñigo Arredondo)
Un contingente de granaderos forma tres filas frente a la fachada de Palacio Nacional en la capital mexicana. Doscientos metros cubiertos tres veces. Cada uno con la indumentaria necesaria para parecer un ente invencible, inquebrantable: casco, escudo, chamarras, corazas, máscara anti gas, espinilleras y rodilleras. Son gente sin rostro, ni características particulares, un conjunto fantasma.
Es la noche del 20 de noviembre. México conmemora su Revolución y el desfile deportivo de cada año fue sustituido por protestas. La solidaridad con la crisis social que ha producido el asesinato y desaparición forzada de estudiantes normalistas en Guerrero se ha manifestado en las últimas semanas en decenas de países del mundo. En Amsterdam, durante el partido de fútbol entre Holanda y México. En la entrega de los Grammy, con un mensaje de Residente, integrante de Calle 13. En América, Europa, Asía y Oceanía, con las velas prendidas, los pupitres vacíos, el número 43, el #YaMeCansé y el #TodosSomosAyotzinapa que se ven en mantas y circulan en las redes sociales.
Y hoy, en la manifestación más grande desde que se supo de los normalistas rurales desaparecidos por la policía de Iguala, cientos de personas se pusieron su uniforme de policía para dejar en claro quién es la autoridad. Cientos de hombres y mujeres dejaron en el vestidor su nombre, su casa, su familia y su humanidad para salir a la calle como un grupo de control, como un bloque sin salida.
El contacto con los asistentes a la marcha no pasa de chiflidos, mentadas de madre, o gritos de “Tu hijo va a la primaria, culero”. Les piden que eviten la confrontación y que se pongan de su lado en la exigencia al gobierno de un país sin impunidad.
En la primera fila tienen de frente una barricada que separa la manifestación y resguarda de posibles daños al recinto. Atrás de la valla metálica algunos enmascarados avientan piedras y bombas molotov sobre los policías. Ellos forman un acorazado con escudos arriba que cubren la cabeza y cuerpo solo dejando “vulnerables” los pies. Pero uno decide ser la diferencia: sonríe. Descuida la posición y ríe de los de enfrente. Relaja el brazo y baja el escudo para descubrir su rostro y dejar en claro su provocación.
Los días que siguen serán marcados por ese momento en el que los policías golpearon a activistas que venían con sus familias, los rociaron de gas pimienta y detuvieron arbitrariamente a 11 personas: terminaron en cárceles de alta seguridad acusadas de asociación delictiva y tentativa de homicidio.
Una sonrisa es particular, una distinta de otra, cada una significa un pensamiento distinto, una risa es provocada por el momento actual, el policía que ríe olvida que el que ríe al último ríe mejor, que la autoridad que tiene es manejada como brazo de marioneta.
(Daniela Pastrana y Ernesto Santillán)
La “toma de la ciudad de México” fue anunciada para el 6 de diciembre. Ese día, la caótica metrópoli amaneció vacía. Tensa. Desde temprano, las principales avenidas de la ciudad fueron cerradas y decenas de policías apostados en zonas estratégicas, cercanas a cada punto donde pasarían los manifestantes. El gobierno del Distrito Federal, que encabeza Miguel Ángel Mancera, comenzó la instalación de una pista de hielo gigante en el Zócalo para evitar que las protestas lleguen al corazón de la ciudad.
Mancera es el quinto gobernador consecutivo de la ciudad de México que llega al cargo con la bandera de la izquierda – desde 1997 cuando una reforma política permitió que los capitalinos eligiéramos a los gobernantes – y podría ser el último del Partido de la Revolución Democrática (PRD), después de la debacle que ha provocado la tragedia de los normalistas rurales. No solo porque es el partido que llevó al poder al exalcalde de Iguala, José Luis Abarca, presunto responsable de la desaparición de los estudiantes, sino por los propios errores de Mancera, el gobernador jet set de la ciudad progresista, que no encabeza la demanda de justicia, no se deslinda de los corruptos de su partido, y en cambio, desde el 1 de diciembre de 2012 ha convertido la cobertura de marchas en la capital en un trabajo de alto riesgo.
La marcha es un caos. Nadie tiene claro cuál es la ruta, que esta vez tendrá como punto de partida el Monumento a la Revolución y no el Zócalo. Grupos de personas caminan sobre Paseo de la Reforma buscando una vanguardia que no aparece y al final, el contingente más numeroso, formado por maestros de distintos estados, hace su propio recorrido por Avenida Chapultepec. Después de una larga vuelta, los temidos maestros llegan al mitin casi cuando está acabando y no alcanzan a escuchar el desafío de los padres de los estudiantes desaparecidos, que poco antes de subir al templete reciben una terrible noticia: los peritos argentinos –los únicos en los que confían—confirmaron que los restos enviados al laboratorio en Austria para los análisis de ADN son los del joven Alexander Mora Venancio, uno de los 43 desaparecidos.
“No le lloramos a Alexander. Su caída va a florecer en la revolución (…) A partir de hoy, desconocemos al gobierno de Enrique Peña Nieto por asesino”, dice al micrófono Felipe de la Cruz, vocero de los padres.
En los últimos días, el presidente ha atribuido las manifestaciones violentas a intentos de “desestabilizar” su proyecto de gobierno y convocó a los guerrerenses a “superar el dolor” de Ayotzinapa.
Enrique Peña Nieto es hoy uno de los presidentes más odiados en la historia del país. Es repudiado desde antes de tomar el cargo. No se recuerda un movimiento preelectoral tan activo en contra de un candidato, como el de los jóvenes que en 2012 estuvieron a punto de truncar su cómodo camino a la presidencia.
Y dos años después, en cuarta marcha nacional por los estudiantes desaparecidos, el odio se materializa hasta en mercancías y los comerciantes populares de la ciudad hacen su día vendiendo banderines de a 15 pesos con la leyenda de “Fuera Peña”.
(Ernesto Santillán)
En Chilpancingo de los Bravo, capital del estado de Guerrero, las camionetas de transporte público llevan consignas en sus ventanas: “¡Hasta Encontrarlos!”, “Vivos los Queremos”. La pared del Consejo de la Judicatura demanda la desaparición de poderes. La plaza central está convertida en un gran campamento de la Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación en Guerrero (Ceteg). Los cajeros de los bancos tienen largas filas cada mañana porque todas las tardes los banqueros envían a recoger su dinero ante el miedo de que sean saqueados. Los edificios públicos de los poderes de gobierno han sido quemados.
Es lunes 1 de diciembre. La protesta llega a la Procuraduría General de Justicia del estado de Guerrero, alejada del centro, y los protestantes de rostros cubiertos dan a los funcionarios 5 minutos para abandonar las instalaciones.
Las órdenes de los mandos policíacos son no confrontar a los manifestantes. Aseguran las armas y desfilan fuera de las instalaciones. “Se equivocan, nosotros no somos sus enemigos”, dice a los manifestantes el coordinador general de la Policía Ministerial (investigadora) del estado, Alejandro Salomón Velman, mientras ve arder su vehículo, estacionado justo debajo de la ventana de su oficina.
Dos horas después, el aire sopla cargado de un olor a gasolina y los vidrios rotos de puertas, ventanas y vehículos resuenan bajo los pies de quienes observan un escenario post-apocalíptico: la tierra de las macetas rotas esparcida por los cinco pisos de la Procuraduría, los baños destruidos, el comedor convertido en la víctima de un terremoto (mesas, vajillas, sillas y comida regadas por el suelo). Y policías en silencio, mirando el desastre.
“No esperábamos que vinieran con nosotros”, reconoce después, ante un grupo de periodistas, el vicealmirante Salomón Velman, quien llevaba 22 días al frente de la policía ministerial cuando desaparecieron los estudiantes. Sentado en su oficina, y previo a que termine el día, tiene lista su carta de renuncia.
(Marina Lailson y Santiago Fuentes)
Menos de 200 kilómetros separan la Ciudad de México de Guerrero, pero en la medida que nos alejamos de la ciudad, las formas de protesta también van cambiando: en la capital del país se hacen maratones de poesía, performance, marchas y se colocan velas fuera de las casas; en Iguala y Chilpancingo, los edificios de gobierno han sido quemados, saqueados y destruidos.
Es sábado 29 de noviembre. Salimos a primera hora de la ciudad. Las casetas de peaje de la autopista, ya en territorio guerrerense, están tomadas por pequeños grupos de personas embozadas con paliacates que cobran 50 pesos. Dicen que son normalistas.
En el último tramo del camino hacia Ayutla de los Libres, en la Costa Chica, encontramos un retén militar. Nos dejan pasar al decirles que somos periodistas. Ayutla de los Libres es un municipio de lucha, donde se toman edificios de gobierno y partidos políticos, instalaciones de la policía, radiodifusoras. Ahí se firmó en 1854 el plan que desconoció al gobierno de Antonio López de Santa Anna. Hoy, la policía comunitaria tiene el control en la región, ha anunciado que se creará un municipio autónomo (como los zapatistas, en Chiapas, o el de Cherán, en Michoacán) en cuanto sea nombrado el Consejo Popular Municipal. Aunque al final el acto se más simbólico que real.
Bajo el quiosco de la plaza no hay uniformes y pareciera que no hay bandos. El calzado los delata. En el mercado hay más puestos de huaraches que de zapatos. Los huaraches combinan con las herramientas de los hombres, con el mandado de las mujeres, con rostros cansados. Las alpargatas y las sandalias van acompañadas de sonrisas y peinados vistosos, se descubren más en jóvenes que en adultos. Las botas, exclusivas de los combatientes, no están a la venta.
En el camino de Ayutla a Chilpancingo, los retenes cambian: son de hombres que visten el uniforme verde de la policía comunitaria, que portan rifles viejos y remendados. Piden cooperación voluntaria.
La imagen contrasta con otra, que encontramos en la autopista: un convoy de más de treinta camionetas, cuatro camiones y dos tanquetas de la Policía Federal, se dirige hacia Iguala, la ciudad donde los policías municipales atacaron a los estudiantes normalistas el 26 de septiembre.
Primera parte: Guerrero, postales de un Estado mexicano en ruinas
Consulta la en este link la publicación original en Cosecha Roja
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